La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-sábado

Foto: Pïxabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Sábado de la XXII semana del Tiempo Ordinario. Año I

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (1,21-23):

Antes estabais también vosotros alejados de Dios y erais enemigos suyos por la mentalidad que engendraban vuestras malas acciones; ahora, en cambio, gracias a la muerte que Cristo sufrió en su cuerpo de carne, Dios os ha reconciliado para haceros santos, sin mancha y sin reproche en su presencia. La condición es que permanezcáis cimentados y estables en la fe, e inamovibles en la esperanza del Evangelio que escuchasteis. En el mismo que se proclama en la creación entera bajo el cielo, y yo, Pablo, fui nombrado su ministro.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 53,3-4.6.8

R/.
 Dios es mi auxilio

Oh Dios, sálvame por tu nombre,
sal por mi con tu poder.
Oh Dios, escucha mi súplica,
atiende a mis palabras. R/.

Pero Dios es mi auxilio,
el Señor sostiene mi vida.
Te ofreceré un sacrificio voluntario,
dando gracias a tu nombre, que es bueno. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (6,1-5):

Un sábado, Jesús atravesaba un sembrado; sus discípulos arrancaban espigas y, frotándolas con las manos, se comían el grano.
Unos fariseos les preguntaron: «¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?»
Jesús les replicó: «¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y sus hombres sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, tomó los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, comió él y les dio a sus compañeros.»
Y añadió: «El Hijo del hombre es señor del sábado.»

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto
Sábado de la XXII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
Aplicación del mensaje a los colosenses. Después de exponer el designio de Dios, en el cual establece una relación entre la Iglesia y el Mesías-Hijo semejante a la que existe entre el Hijo y el Padre, ahora se refiere a la situación de los colosenses mirándola desde esa perspectiva.
En el cristianismo primitivo –y también en el actual, sobre todo cuando se recurre al género testimonial– se acostumbra comparar la situación pasada, es decir, anterior a la conversión, con la posterior, es decir, después de dicha conversión para mostrar la eficacia de Jesucristo como regenerador, liberador y salvador de la humanidad.
Este género testimonial contrasta el antes y el después de Cristo, y enfatiza la obra del Señor, de manera que se vea con claridad que el «fruto» obtenido no es un «resultado» manipulado, sino la consecuencia de una sincera adhesión de fe al Mesías crucificado y resucitado, por la cual recibimos el Espíritu Santo que nos hace hombres nuevos.
 
Col 1,21-23.
La sociedad pagana de antes de Cristo estaba polarizada por antagonismos, y sus miembros se encontraban distanciados por rivalidades (v. 21). El origen de esta enemistad está, según el autor, en la mentalidad (τῇ διανοίᾳ) y en las obras perversas (ἐν τοῖς ἔργοις τοῖς πονεροῖς) de los destinatarios. Esa mentalidad es «el poder de las tinieblas» (el predominio de la mentira) del que los «rescató» el Padre para trasladarlos «al reino de su Hijo querido». Esas obras, que el autor determina y califica, son «los pecados» perdonados. Dicha condición de enemistad contrasta de lejos con la «reconciliación» de que habla en el verso final del himno de alabanza.
El Mesías se les manifestó en condición semejante a la de todos (ἐν τῳ σώματι τῆς σαρκὸς). Esta expresión (lit.: «en el cuerpo de carne») se refiere al Mesías, en primer lugar, como ser humano histórico, personalmente identificable y reconocible por sus obras (σῶμα), pero, por otro lado, es un ser humano ordinario, sujeto al sufrimiento y a la muerte (σάρξ), no un héroe, ni un superhumano. De hecho, esa misma expresión aparece más adelante (2,11) todavía con una connotación menos positiva, designando la realidad humana sujeta a los bajos instintos, pero liberada por el Mesías, no por obra humana, sino del Espíritu («no hecha por hombres»).
La muerte de Jesús en la cruz a manos de propios (judíos) y extraños (paganos), y sin embargo ofreciendo el perdón a todos, manifiesta, de un lado, la extensión universal de la «mentalidad» tenebrosa y de sus «obras perversas», que no eran características exclusivas de los paganos; y, del otro, un amor sin límites, el amor de Dios, amor puro y universal, que una vez conocido y aceptado por ellos ha hecho posible la reconciliación entre ellos. El conocimiento de dicho amor no consiste solamente en la «noticia» que se tiene de él, sino, ante todo, en la experiencia positiva («buena») del mismo, que se concreta en el hecho de sentirse amados de esa manera y evidenciar en sí mismos la capacidad de amar del mismo modo a los demás. La experiencia de esa calidad de amor sugiere la acción del Espíritu Santo en los creyentes.
Este amor ha superado las fronteras que separaban los pueblos y las enemistades que hacían de ellos rivales y enemigos. La reconciliación de la que aquí se habla es una acción radical. El verbo «reconciliar» (καταλλάσσω: κατά + ἀλλάσσω, lit. «alterar», «cambiar») denota el cambio de sentimientos, pensamientos y actitudes. Aquí, aparece reforzado (αποκαταλλάσσω: από + κατά + ἀλλάσσω, «cambiar del todo», «reconciliar completamente»), buscando enfatizar más ese cambio. Y a los colosenses les consta dicho cambio, porque Dios los ha trasladado a su esfera íntima («santos»: consagrados por el Espíritu Santo) y los ha regenerado de tal manera que ellos ahora espontáneamente observan una conducta intachable ante Dios (v. 22).
Y así continuarán mientras se mantengan cimentados y estables en la fe e inamovibles en la esperanza que transmite la buena noticia. Es decir, la permanencia de la reconciliación radica en la firmeza de la fe y en la inmutabilidad de la esperanza. Así como al principio daba gracias a Dios por la fe, el amor ya la esperanza, ahora, al hacer depender la reconciliación de la fe y la esperanza, da a entender que la reconciliación es amor en acción, y que la fe que responde a la buena noticia, y la esperanza que la misma buena noticia alienta son los nutrientes de ese amor que se manifiesta como reconciliación definitiva de los que antes se veían entre sí como rivales y enemigos. Esta buena noticia, acogida ya por los colosenses, se está proclamando a toda la humanidad («a toda criatura bajo el cielo»), lo que aduce como manifestación de la universalidad de ese amor, no como un alarde triunfalista. De esta forma, el autor termina la primera parte de su carta constatando el influjo que el Mesías efectivamente tiene más allá de las fronteras nacionales y que ese influjo se hace efectivo reconciliando pueblos que antes estaban distanciados y enfrentados. No es un Mesías nacionalista, sino universal.
El autor declara que su destino personal consiste en ser servidor de la misma buena noticia. Esto le va a permitir explicar su propio papel en el designio regenerador, liberador y salvador de Dios en favor de la humanidad. Se refiere al hecho de que él pasó de ser enemigo de esta buena noticia a servidor de la misma, lo que implica un cambio radical y, por tanto, también una «reconciliación» con Dios, de quien procede la buena noticia. Al mismo tiempo, expresa su relación con la buena noticia: no es su propagandista, ni un mero instructor, es testigo de ella, con su vida, por vocación y capacitación de parte de Dios (v. 23).
 
En cualquier comunidad cristiana se puede verificar este designio –realizado en términos de reconciliación– en la medida en que los hermanos que así se aman, se cumple la mencionada condición: permanecer cimentados y estables en la fe e inamovibles en la esperanza cristiana. La fe conduce al amor, y este se afianza en la esperanza (cf. 1,4-5). Y el amor-reconciliación que consagra la propia existencia a Dios, sin defecto ni reproche, es sostenible manteniendo la fe y la esperanza que pregona la buena noticia (cf. 1,5: la vida eterna).
Esto convierte a las comunidades en un testimonio vivo y una voz de aliento y estímulo para toda sociedad humana dividida y enfrentada. Las comunidades se convierten en «signos» de que la convivencia social reconciliada es posible, y muestran que Jesús la hace posible.
Pero hay que tomar distancia de un aparente género testimonial que en realidad es una burda propaganda, como si la fe, el amor y la esperanza fueran artículos de consumo, o como si el Señor Jesús, su señorío y su eficacia liberadora y salvadora fueran mercancías sometidas a las leyes capitalistas de la oferta y la demanda, y dependieran del pago de dinero.
De ahí la responsabilidad que tenemos los cristianos a la hora de celebrar la eucaristía; hay que dar testimonio de esa reconciliación y dejar muy claro que ella es obra de nuestra común adhesión a Jesucristo, al cual nos unimos sacramentalmente en la comunión eucarística.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.

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