Martes de la II semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después de comparar el sacerdocio del Mesías con el sacerdocio aaronita, el autor manifiesta su desazón porque lo que ha expuesto es apenas comienzo de todo lo que hay que decir al respecto, pero considera que sus destinatarios se han vuelto «indolentes para escuchar», lo que hace difícil profundizar más allá. En su opinión, los destinatarios del «sermón» ya tenían tiempo como para ser «maestros», y, en cambio, necesitan volver a los rudimentos, al primer anuncio. Se comportan como niños en la fe, y por eso no son capaces de digerir «alimento sólido», el que es propio de adultos, los que con la práctica están entrenados para distinguir lo bueno de lo malo.
Así que decide prescindir de «los prolegómenos al Mesías», dejando atrás el Antiguo Testamento y los rudimentos de la fe cristiana. Tuvieron una auténtica experiencia de la fe, pero decayeron; esa es una situación arriesgada, porque no puede devolverse la historia para que el Mesías vuelva a morir por ellos. Si la tierra produce fruto, es por la lluvia que recibe; si el cristiano da frutos, es porque goza de la bendición de Dios; pero si da frutos malos, es porque le opone resistencia a Dios. No obstante, el autor confía en que ellos serán buena tierra (cf. Heb 5,11–6,9).
Heb 6,10-20.
Aunque, en su comparación, el autor había entrevisto dos posibilidades (cf. Heb 6,7-8), él remitió a sus destinatarios a la positiva (cf. Heb 6,9). Pero no se trata de una estrategia para captarse la benevolencia de ellos, sino de no perder de vista que Dios es justo y que los destinatarios dieron en el pasado testimonio de esmero y amor que se tradujo en servicio a otros cristianos, situación que continúa en el presente. La confianza, pues, se apoya parcialmente en esa conducta, y él los exhorta a mantenerse firmes y fieles «hasta que esta esperanza sea finalmente realidad».
Sin embargo, el verdadero apoyo de la confianza del cristiano radica en la promesa de Dios, que es la que le da fundamento a la esperanza. Por eso, el autor los exhorta ahora a vencer lo que les enfría la esperanza, que es la indolencia, y los invita a imitar la conducta de quienes «por la fe y el aguante van heredando las promesas». La «fe» los remite a la fidelidad al Señor; el «aguante», a la resistencia frente a las adversidades exteriores y a los desalientos interiores. Esta herencia la están recibiendo en el presente; esto indica que la fidelidad al Señor produce fruto de inmediato, incluso en el caso de tener que entregar la vida por él.
Enseguida se extiende a hablar de la promesa y del compromiso del creyente. El «compromiso», en este caso, no se entiende como una obligación impuesta, sino como reciprocidad a la promesa recibida como un don. Este es el punto de apoyo fundamental de la fe y la esperanza cristianas. La promesa de Dios es tan solemne como segura. En efecto, además de la palabra que promete, Dios le añadió un juramento a la promesa que le hizo a Abraham, de modo que Dios prometió, y también se comprometió con juramento. En este caso, «compromiso» sí significa obligación: Dios se impuso ese deber. Y «como no hay nadie superior a él por quien jurar, juró por sí mismo».
La promesa de Dios («te bendeciré copiosamente») implica el don de la vida: Dios bendice dando vida (cf. Gen 1,20-22). Y la promesa a Abraham consiste en una vida «sin medida». Al principio, esta promesa se entendió en términos de descendencia, y así la vio cumplida Abraham en su hijo Isaac, cuando ya parecía que no había esperanza humana, pero Abraham se fio de Dios y esperó «con paciencia» hasta cuando obtuvo el cumplimiento de la promesa.
El autor da importancia al juramento –en relación con las costumbres humanas– para enfatizar la solemnidad y seriedad de este compromiso de Dios. El juramento ofrece garantías y establece certezas sólidas; por eso, como Dios quería que quedara constancia del carácter irrevocable de su decisión, «interpuso un juramento» como garantía para los herederos de la promesa.
Dios se constituye, a la vez, en testigo y garante de su propia promesa. Es testigo, porque declara haberla hecho; garante, porque juró cumplirla. Como es imposible que Dios mienta, esa promesa se convierte en el acicate y la fuerza del creyente que camina en la esperanza.
Así que, si Abraham se aferraba a la promesa y al juramento para creer, el cristiano tiene un tercer apoyo, que es la esperanza que viene del Señor. Porque esta esperanza es como el vislumbre del futuro cierto, y, más que un centelleo lejano –que podría ser un espejismo–, la esperanza creada por la promesa es el norte cierto de la vida, ya que no es una ilusión abstracta, sino una persona. La esperanza «es para nosotros como un ancla de la existencia, sólida y firme». Esto significa que la vida cristiana está «anclada» en el futuro anunciado y asegurado por la promesa de Dios. Dicha promesa «penetró al otro lado de la cortina», al lugar de la presencia de Dios, de acceso prohibido y solamente permitido una vez anualmente (cf. Lev 16,2). Esta cortina es ahora la humanidad de Jesús (cf. Heb 10,20). El autor junta en Jesús las imágenes del «ancla» y de la «cortina» y afirma que él «como precursor, entró por nosotros» a la presencia misma de Dios en su calidad de sumo sacerdote, «perpetuo en la línea de Melquisedec».
El sumo sacerdote judío tenía prohibido traspasar la cortina, bajo pena de muerte. Jesús, como sumo sacerdote, murió antes de penetrar más allá de la cortina, y, una vez penetró, se convirtió en garante de vida para los que él precede como precursor. Esta vida que él garantiza cumple de manera desbordante la promesa que impulsaba a Abraham.
La esperanza, incluso a escala meramente humana, es el motor del crecimiento personal y social de la humanidad. El ser humano parte de una actitud de confianza: en sí mismo, en su capacidad de conocer y transformar la realidad, en sus posibilidades de prever, planear y realizar el futuro, en su convicción de que lo aguarda un futuro mejor. A medida que constata que su confianza es razonable, desarrolla mayor confianza y se aventura a correr riesgos mayores para conquistar el futuro que sueña para sí y para los demás.
La esperanza cristiana surge de la irrupción de Dios en la historia de los hombres por la persona de Jesús, hombre entre los hombres, partícipe de todo lo humano –excepto del pecado, porque es inhumano– y testigo y garante de una promesa de vida de parte de Dios. Esta promesa, motor de la vida cristiana, se funda en la confianza puesta en la persona de Jesús, confianza que se ve confirmada por la experiencia del don del Espíritu Santo (cf. Rom 5,3-5), por el cual el hombre se hace nuevo y renovador, y se abre a un futuro cierto: la plenitud de la vida. La certeza de este futuro la verifica el cristiano por su experiencia de que el Señor Jesús está vivo, «hoy, mañana y siempre» (cf. Heb 13,8). Y esa es la plenitud de vida a la que aspira como hijo de Dios.
La «comunión» con Jesús es nuestra fiel respuesta a la «encarnación» de Jesús: él asumió nuestra condición humana y nosotros nos adherimos a él para asumir su condición divina. La comunión con él es promesa de vida eterna que dinamiza nuestra esperanza y fortalece nuestro compromiso de amar como él, seguros de que esa calidad de amor nos garantiza esa calidad de vida.
Feliz martes.
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