Lectura del santo evangelio según san Lucas (5,17-26):
UN día, estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para realizar curaciones.
En esto, llegaron unos hombres que traían en una camilla a un hombre paralítico y trataban de introducirlo y colocarlo delante de él. No encontrando por donde introducirlo a causa del gentío, subieron a la azotea, lo descolgaron con la camilla a través de las tejas, y lo pusieron en medio, delante de Jesús. Él, viendo la fe de ellos, dijo:
«Hombre, tus pecados están perdonados».
Entonces se pusieron a pensar los escribas y los fariseos:
«¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?».
Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, respondió y les dijo:
«¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y echa a andar”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —dijo al paralítico—: “A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa”».
Y, al punto, levantándose a la vista de ellos, tomó la camilla donde había estado tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios
El asombro se apoderó de todos y daban gloria a Dios. Y, llenos de temor, decían:
«Hoy hemos visto maravillas».
Palabra del Señor
En la segunda semana de adviento se anuncia la inminente intervención liberadora y salvadora de Dios, y comienza la exhortación a la enmienda, que se prolongará hasta el final de la tercera semana. Resuenan otras promesas: el desierto transformado en jardín, el desmayado que recobra fuerzas, el pecador al que se le ofrece perdón.
La promesa exige confianza en reciprocidad. El Dios que promete compromete. La promesa no inutiliza ni vuelve perezoso al ser humano, le da seguridad para que dé lo mejor de sí mismo en aras de la consecución de lo que le parecía imposible alcanzar.
1. Primera lectura: promesa (Isa 35,1-10).
Después del oráculo que anuncia el juicio contra Edom, vienen las bendiciones que le promete el Señor a Jerusalén. La intervención liberadora y salvadora de Dios se manifiesta en forma de un canto que deja ver los alcances de dicha actuación en el triunfo del Señor sobre la esterilidad de la naturaleza y en la superación de las debilidades (físicas y anímicas) de los seres humanos: es un río de alegría y vida que lo transforma todo.
Los primeros destinatarios del esperanzador anuncio son las creaturas que están privadas de vida («el desierto, el yermo, el páramo»), cuyo regocijo se pronostica. Es como una renovación de la creación que superó el caos de la nada. Las flores manifiestan la alegría de la tierra vistiéndola de colores, toda ella llena de vida; los árboles dejan ver su grandeza, y ambos, las flores y los árboles, son reflejo de la gloria y la belleza del Señor. La vida embellece la creación y glorifica a Dios.
Esa palabra estimulante despierta nuevas energías en los hombres de acciones tímidas («manos débiles») y caminos inciertos («rodillas vacilantes»); infunde nuevos ánimos en los acobardados por la prepotencia de sus opresores; anuncia la venida liberadora y salvadora de su Dios. Todos los temores cederán ante la llegada justiciera del Señor. Esa liberación se ilustra con las metáforas convencionales: la apertura de los ojos del ciego y de los oídos de sordo; también la salvación: saltos de libertad y cantos de alegría.
Vuelve a la metáfora mineral y vegetal de la abundancia de vida. La transformación del ámbito de muerte («desierto») en un fontanar generoso, y del entorno inhóspito y hostil en una calzada segura y transitable –«Vía Sacra», vedada a todo lo impuro, lo que aleje de Dios–, lo vuelve lugar seguro, incluso para los inexpertos. La ausencia de leones y bestias feroces excluye la actividad de los poderes depredadores; porque ahora los liberados por el Señor, volverán a casa cantando de alegría, dejando atrás las penas, portando «sobre sus cabezas» (como bagaje) alegría perpetua, ya no volverán a padecer y a penar.
2. Evangelio: cumplimiento: (Lc 5,17-26).
La enseñanza de Jesús «sana». El verbo «sanar» o «sanear» (ἰάομαι) denota un estado resultante («dejar sano»), y se refiere a la restauración de una relación interpersonal («sanear»: cf. Lc 6,18-19; 7,7). El «médico» (ἰατρός: cf. Lc 4,23) es el artífice del «saneamiento» de dichas relaciones. «Enseñar» es más que «informar»; es comunicar un saber que transforma los valores y cambia la conducta. Para comenzar, la enseñanza, crea una relación particular: el que enseña es maestro, el que recibe la enseñanza es su discípulo. Mientras Jesús enseña, los fariseos y maestros de la Ley hacen lo propio. Pero «la fuerza del Señor» (el amoroso Espíritu del Dios que sacó a Israel de Egipto) apoya la enseñanza de Jesús, de manera que esta resulta «sanadora», o sea, restauradora de la convivencia humana. Nada así se dice de la enseñanza de los fariseos y maestros de la Ley.
La enseñanza versa sobre el amor universal de Dios, y se escenifica en un relato. Se observan el esfuerzo de «ciertos hombres», que quieren llegar hasta Jesús para llevar ante él a un individuo «paralizado», y el obstáculo por parte de quienes se lo impiden («la multitud»), al mismo tiempo que el empeño decidido de vencer tal obstáculo hasta lograr llegar a él. En esa insistencia que muestran, Jesús «ve» su fe y declara perdonados los pecados del «hombre» (término universal, referido a la humanidad), mostrando así que la fe en él incluye la enmienda y basta para alcanzar el perdón de los pecados. Esa declaración de perdón (amor universal y gratuito) suena insultante para Dios, según lo que enseñan los otros «maestros» (los letrados y los fariseos), cosa que no se le escapa a Jesús: él sabe cómo piensan esos rigoristas de escuela.
Jesús los desafía. El perdón de los pecados es interior e invisible; la libertad que da el amor que brota del perdón es totalmente visible. Así que, para que vean que su palabra es fuente de vida y de libertad, libera al paralizado de lo que lo paralizaba, y le confiere libertad de acción. Al enviarlo a «su casa», se advierte que no pertenece a «la casa de Israel» (por eso lo llamó «hombre», y no «varón»). Al decirle que tome el catrecillo, indica que lo hace «señor» de su propia vida, dueño de lo que antes lo paralizaba. Así es como Jesús manifiesta su «autoridad» (ἐξουσία), es decir, la comunicación del Espíritu Santo, que hace al ser humano interior y exteriormente libre y dueño de sí mismo. El señorío de Jesús no se ejerce sometiendo, sino liberando. Él es Señor de hombres libres, no de esclavos. Reconocerlo como «Señor» implica sentirse autónomo.
La promesa contenida en la Ley y los profetas era la de la vida plena, libre y feliz. Esa promesa la cumple Jesús por fuera de los preceptos de la Ley de Moisés, y en contra de la oposición de los personeros de esa Ley. Esto indica que hay dos maneras de ver y entender la Ley: como un conjunto de preceptos, y como una profecía de liberación y salvación. Los legistas y los fariseos defienden la primera, pero con ella someten el pueblo, y este no experimenta el amor de Dios. Jesús avala la segunda, y así le hace sentir al mundo el amor universal del Padre. Esto habría que tenerlo en cuenta para interpretar expresiones como la de Mt 5,17, que por no haberla entendido bien se ha prestado a contradicciones.
La promesa de liberación y salvación se cumple por el amor activo que da libertad a las personas haciéndolas partícipes del señorío de Jesús mediante la infusión del Espíritu Santo. Este Espíritu, tras haber liberado interiormente de sus egoísmos al ser humano, lo capacita para vencer los obstáculos socioculturales que le impiden vivir y manifestar el amor universal del Padre.
Comulgar nos hace crecer en libertad interior y exterior, y nos capacita para mostrar este camino de libertad y vida a la humanidad paralizada por el «pecado» (la injusticia).
Feliz lunes.
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