La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-sábado

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Sábado de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año I

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,1-11):

Ahora no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús, pues, por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no pudo hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado. Así, la justicia que proponía la Ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por la carne, sino por el Espíritu. Porque los que se dejan dirigir por la carne tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 23,1-2.3-4ab.5-6

R/.
 Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos. R/.

¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
El hombre de manos inocentes y puro corazón,
que no confía en los ídolos. R/.

Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
Éste es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (13,1-9):

En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.»»

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto
Sábado de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
Descrita la triste condición del hombre alienado por el pecado, Pablo anunció la liberación de esa alienación por obra del Mesías Jesús. Ahora va a hablar de una nueva ley, a semejanza del «nuevo mandamiento» del que habló Jesús (cf. Jn 13,34). Así como el amor no puede ser un «mandamiento», en sentido estricto, sino que es llamado con ese nombre para indicar que sustituye los «mandamientos», así ahora, al hablar de «la ley del Espíritu», Pablo no pretende decir que el Espíritu Santo constriñe la voluntad del creyente, sino que sustituye la Ley de Moisés. Él cumple la promesa (cf. Jer 31,33: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón»; Eze 36,27: «Les infundiré mi Espíritu y haré que caminen según mis preceptos y que cumplan mis mandatos poniéndolos por obra»; 37,14: «Infundiré mi Espíritu en ustedes para que revivan…»). El Espíritu es impulso interior de vida nueva, que crea la identificación del hombre con Jesús y, por medio de él, con Dios.
Ya no se trata de una exigencia exterior, sino de un impulso interior que, por eso, es mucho más urgente, porque emerge desde dentro, como una autoexigencia, que define la libertad en términos de un amor dispuesto a darse sin medida, como se verificó en Jesús.
 
Rom 8,1-11.
La Ley hacía sentir al ser humano siempre acusado, juzgado y condenado. Ella, ciertamente, exigía el amor al «prójimo» para crear «un pueblo santo» que honrara el nombre del Señor. Pero no habilitaba al hombre para amar de ese modo. La nueva situación consiste en ausencia de toda condena, porque el Mesías Jesús hace pasar al hombre del régimen del pecado y de la muerte al régimen del Espíritu de la vida. Así comienza el nuevo y definitivo éxodo.
El término «Espíritu» (πνεῦμα) domina el capítulo, se repite 29 veces en él. Esta palabra, sea en griego o en su equivalente hebreo (רוּחַ), significa, a la vez, «viento» y «aliento». En cuanto «viento», connota fuerza, ímpetu; en cuanto «aliento», vitalidad, respiración, vida. Se trata de una metáfora para designar la fuerza de vida que procede de Dios. Y como el Espíritu Santo es autocomunicación de Dios, connota también el amor divino. Así que el don del Espíritu implica la infusión de fuerza de vida de parte de Dios y por amor. A la pregunta que se hacía el apóstol al final del capítulo anterior («¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte?»: 7,24) se responde él mismo en este capítulo 8 que esa es obra del Mesías por medio de su Espíritu, manifestación de amor del Padre y del Hijo, que, sin someter al hombre, hace que este, creciendo en libertad, supere los límites de la «carne» y aprenda a ser como Dios.
En conclusión, la exigencia fundamental de la Ley era el amor para una convivencia exitosa, pero los bajos instintos le impedían al ser humano hacer realidad ese propósito. Entonces, Dios envió a su Hijo en una condición igual a la nuestra –pecadora–, para entendérselas con el pecado, y el Hijo, en esa misma condición mortal –llena del Espíritu del Padre–, sentenció contra el pecado, anuló su poder sobre la condición humana mortal. Así que los que se dejan dirigir por el Espíritu del Hijo pueden lograr el ideal de la Ley, humanamente irrealizable.
Quienes se dejan llevar por los impulsos de «la carne» (también llamados «bajos instintos») tienden a una existencia rastrera; los que se acogen a la Ley para superar esos impulsos fallan en su afán, en tanto que los que se dejan guiar por el Espíritu Santo tienden a la esfera divina y lo logran. Los bajos instintos tienden a una muerte en vida; el Espíritu, a una vida feliz. Es que la tendencia de «la carne» le hace resistencia al éxodo liberador («rebeldía contra Dios»), ya que no admite –ni puede– la ley de Dios. Por eso, los que viven sujetos a esos mezquinos impulsos son incapaces de hacer realidad el designio de Dios.
El cristiano, por la experiencia del amor de Dios a través del Espíritu, se libera de la tiranía de los bajos instintos porque el Espíritu de Dios (ya no el pecado) «habita» en él, y también el Mesías está en él. Esto solo lo capta el que conoce por experiencia la fuerza liberadora del Espíritu; el que no la conoce ni siquiera es cristiano. El Espíritu, además, hace presente al Mesías en la existencia del discípulo haciéndolo pasar de la muerte del pecado a la vida de la gracia. El cristiano resulta ser así un «amnistiado». La existencia actual va a la muerte a causa del pecado y de la muerte que entraron en el mundo (cf. 5,12), pero la nueva existencia en el Espíritu va a la vida eterna, gracias a la «amnistía» otorgada por el Dios que resucitó a Jesús de la muerte para que ya no muera más (cf. 6,9).
Por estos motivos, el cristiano ya no tiene que inquietarse por los pecados de su vida anterior, porque ese pasado fue anulado por su adhesión de fe a Jesús; ni tampoco de su muerte futura, pues el mismo Espíritu que garantizó la vida de Jesús a pesar de la muerte física garantiza la suya. En efecto, la resurrección del cristiano está estrechamente relacionada con la del Mesías. Muere con él, y el Padre lo resucitará a su turno por la acción del «aliento» de vida divino (el Espíritu), que superará con su fuerza de vida («viento») el poder de la muerte. Resurrección que comienza desde ahora con la vida nueva que hace del cristiano «hijo» (cf. 8,14), semejante al Hijo (cf. 8,29-30). Y todo esto es consecuencia de la fe dada al Mesías.
En definitiva, el Espíritu libera de la tiranía de los bajos instintos e infunde una nueva vida, feliz y definitiva: el Espíritu libera y salva. Y en eso se conoce el verdadero cristiano.
 
El término «espíritu» resulta apropiado para expresar la fuerza de amor y de vida por la cual Dios se auto comunica. El Espíritu de Dios es Dios mismo, en cuanto se da. En el caso del ser humano, su destino es «el corazón», la interioridad del hombre en su aspecto estable. Por eso se habla de que se «derrama» o se «infunde» de modo gratuito y generoso para poner al ser humano en sintonía con Dios. Cuando se dice que este Espíritu se recibe por medio de Jesús, es decir, por haberle dado la adhesión de fe a él, queda claro que la sintonía con Dios se establece por la configuración con Jesús.
Esa «configuración» no se realiza por la adopción de rasgos físicos, sino por la aceptación de Jesús como modelo de Hijo, y por la asimilación de su Espíritu para aprender a vivir como Dios nos enseña a través de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. La vida cristiana es fruto de la libertad que se obtiene por la acción interior del Espíritu.
El verdadero cristiano se caracteriza –según enseña Pablo– por su libertad para amar (no está dominado por los bajos instintos egoístas) y porque vive la alegría de la salvación (no se deja dominar por el miedo a la muerte). Comulgando con el «cuerpo entregado» y con la «sangre derramada» de Jesús, nos abrimos al Espíritu Santo.
Feliz sábado en compañía de María, madre del Señor.

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