La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-miércoles

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Miércoles de la II semana de Adviento

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura del libro de Isaías (40,25-31):

«¿CON quién podréis compararme,
quién es semejante a mi?», dice el Santo.
Alzad los ojos a lo alto y mirad:
¿quién creó esto?
Es él, que despliega su ejército al completo
y a cada uno convoca por su nombre.
Ante su grandioso poder, y su robusta fuerza,
ninguno falta a su llamada.
¿Por qué andas diciendo, Jacob,
y por qué murmuras, Israel:
«Al Señor no le importa mi destino,
mi Dios pasa por alto mis derechos»?
¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído?
El Señor es un Dios eterno
que ha creado los confines de la tierra.
No se cansa, no se fatiga,
es insondable su inteligencia.
Fortalece a quien está cansado,
acrecienta el vigor del exhausto.
Se cansan los muchachos, se fatigan,
los jóvenes tropiezan y vacilan;
pero los que esperan en el Señor
renuevan sus fuerzas,
echan alas como las águilas,
corren y no se fatigan,
caminan y no se cansan.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 102,1-2.3-4.8.10

R/.
 Bendice, alma mía, al Señor

V/. Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. R/.

V/. Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura. R/.

V/. El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia.
No nos trata como merecen nuestro pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,28-30):

EN aquel tiempo, Jesús tomó la palabra y dijo:
«Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.
Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
Miércoles de la II semana de Adviento.
 
La superstición no solo es enemiga del mensaje de la fe, sino de la fe misma, y, por tanto, de la esperanza, porque pone en duda la fuerza salvadora del amor. Suponer que estamos a merced de poderes sobrehumanos y ocultos infunde temores a los cuales es difícil sobreponerse, porque, en principio, se les atribuye tal capacidad de hacer daño que es inconcebible huir de su perverso influjo. En el fondo, los profetas se enfrentan a la superstición del poder, y lo hacen afirmando que el Señor tiene un poder superior y bienhechor a favor de su pueblo. Ellos no desvirtúan la superstición, pero la domestican. Solo Jesús la supera mostrando la fuerza del amor.
Sin embargo, la prohibición que hay en el Antiguo Testamento de dar crédito a la superstición radica en que la palabra de los profetas –que hablan en nombre del Señor– se opone a la de «los magos, astrólogos, agoreros y adivinos» (cf. Dan 2,2.10.27s), de modo que creerles sería declarar falsa la palabra de Señor. O mienten los hechiceros, o mienten los profetas.
 
1. Primera lectura: promesa (Isa 40,25-31).
El Señor es incomparable. Él es «el Santo», sin otra determinación, su nombre es «Santo» (cf. Isa 57,15) es decir, él es totalmente distinto de todo lo demás. Este es el primer sentido de «santo», lo que en lenguaje filosófico se diría «trascendente». El segundo es ético, el Señor es «santo», es decir, «justo», y nada tiene en común con la maldad.
Los israelitas, ateniéndose a la mentalidad de su época, pensaban que, cuando un pueblo vencía a otro en la guerra, eso demostraba que su dios era más fuerte que el de los vencidos, porque, en el fondo, más que una guerra entre pueblos, era una lucha entre dioses. Al verse derrotados en combate, deportados de su patria y sometidos a vasallaje, caen en la superstición de creer que el «ejército del cielo» (o sea, los astros adorados por los caldeos) supera al Señor. Por eso el profeta les advierte que no deben hacer esa comparación, porque lo que los caldeos adoran como dioses no son divinidades, sino creaturas del Señor, quien conoce a cada una de ellas y las llama a todas por su nombre (Abraham no pudo contarlas, pero él sí). No hay comparación ni parecido alguno entre el Señor y los inertes ídolos (cf. Isa 40,18).
Los invita a observar atentamente el firmamento («alzar los ojos a lo alto») y a sacar conclusiones. Si lo astros fueron creados por el Señor, que los conoce uno por uno y a todos los controla, ellos y los lapsos que señalan están en las manos del Dios de Israel. El Señor, por tanto, no ha perdido el control del espacio ni del tiempo. Tampoco se ha cansado de su pueblo a causa de sus pecados, ni mucho menos se está aprovechando de su exilio en Babilonia para desentenderse de ellos. No hay motivos para la desesperanza ni para el desaliento, porque él no ha rechazado su pueblo. Él es eterno, incansable, y su inteligencia es insondable; al contrario de lo que piensan, él da fuerzas a los exhaustos, sean estos decrépitos o estén jóvenes.
La esperanza puesta en el Señor les renueva fuerzas para emprender este nuevo «éxodo» con la energía y la alegría del primero. Como el águila carga en alas sus polluelos y los adiestra para el vuelo (cf. Exo 19,4; Deu 32,11), el Señor ha cargado a los esclavos para enseñarlos a ser libres. Los temores, el desánimo y el agotamiento no tienen cabida cuando hay esperanza en el Señor.
 
2. Evangelio: cumplimiento (Mt 11,28-30).
El cumplimiento de la promesa supera las expectativas. En vez de una «agonía» (un combate de poderes), el Señor indica un camino sorprendente: el anti-poder no es un poder mayor, sino la renuncia al mismo. Dios no se iguala con los opresores.
Jesús hace una invitación a «todos los abrumados (κοπιῶντες) y oprimidos (πεφορτισμένοι)» a que «vengan» a él, es decir, a que le den su adhesión, para otorgarles el respiro liberador («yo les daré reposo»: ἐγὼἀναπαύσω ὑμᾶς). Así formula él su manifiesto de liberación en favor de todos los decepcionados y sometidos por unas leyes que no buscan el bien del hombre, sino mantener el «orden» establecido. Él, el hombre libre, quiere compartir su libertad con todos.
Sin embargo, pareciera que echa una nueva carga encima («carguen con mi yugo») e impone una obligación más («aprendan de mí»). Pero allí es donde reside el secreto de la liberación y de la salvación. Así se cumple la promesa de Dios. El «yugo» consiste en aprender de él el anti-poder: la mansedumbre y la humildad de corazón. O sea, el ansia de mando y de rango no se elimina alzándose contra el poder establecido, sino erradicando de sí mismo esa ansia y privándola así de toda legitimidad. Pero no basta con la sola acción negativa de erradicar, hay que plantar en el propio corazón el antídoto contra el dominio y la arrogancia; y en eso consiste su «carga», en el compromiso libre de amar con el mismo amor universal del Padre, amor que se hace servicio y que transforma las relaciones humanas en términos de fraternidad y de igualdad.
Así Jesús garantiza el «reposo» liberador –del cual el sábado era solo un anuncio– y la plenitud salvadora de vida, de la cual la tierra prometida era apenas un anticipo.
La imagen del «yugo» era conocida en el Antiguo Testamento (cf. Jr 2,20; 5,5; Os 10,11); con ella se designaba la Ley de Dios, escrita u oral (cf. Si 6,24-30; 51,26-27), y no siempre se consideraba gravosa o dañina; se hablaba de la «alegría del yugo» (ibid.). Jesús supera la Ley por la donación del Espíritu Santo, que comunica la alegría del reinado de Dios.
 
La superstición del poder conduce a la idolatría del poder, y esta, como todas las idolatrías, daña las relaciones humanas, no solo la relación con Dios. La liberación de la humanidad comienza por dar «testimonio a favor de la luz» (es decir, a favor de la vida humana) y en contra de «la tiniebla» (es decir, toda forma de mentira, incluida la superstición). La superstición lleva también a la desesperanza, a una vida alienada por el temor a poderes inexistentes, incluido el poder de aniquilar que la superstición le atribuye a la muerte. La salvación de la humanidad comienza con la exhortación a la «enmienda de vida»: morir a la injusticia (el «pecado») y vivir según el Espíritu («vida nueva»). Jesús nos garantiza el cumplimiento de la promesa por la fe, adhesión personal a él, que nos capacita para ser libres con su yugo y felices con su carga. La comunión con él consiste en el empeño de identificarnos cada vez más con él para crecer en libertad y alcanzar la plenitud de vida. Así, desde ya, la promesa se está cumpliendo para nosotros.
Feliz miércoles.

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