La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-viernes

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Viernes de la XVIII semana del Tiempo Ordinario. Año I

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura del libro del Deuteronomio (4,32-40):

Moisés habló al pueblo, diciendo: «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan grande como ésta?; ¿se oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Te lo han hecho ver para que reconozcas que el Señor es Dios, y no hay otro fuera de él. Desde el cielo hizo resonar su voz para enseñarte, en la tierra te mostró aquel gran fuego, y oíste sus palabras que salían del fuego. Porque amó a tus padres y después eligió a su descendencia, él en persona te sacó de Egipto con gran fuerza, para desposeer ante ti a pueblos más grandes y fuertes que tú, para traerte y darte sus tierras en heredad, cosa que hoy es un hecho. Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 76,12-13.14-15.16.21

R/. Recuerdo las proezas del Señor

Recuerdo las proezas del Señor;
sí, recuerdo tus antiguos portentos,
medito todas tus obras
y considero tus hazañas. R/.

Dios mío, tus caminos son santos:
¿qué dios es grande como nuestro Dios?
Tú, oh Dios, haciendo maravillas,
mostraste tu poder a los pueblos. R/.

Con tu brazo rescataste a tu pueblo,
a los hijos de Jacob y de José.
Guiabas a tu pueblo, como a un rebaño,
por la mano de Moisés y de Aarón. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,24-28):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto llegar al Hijo del hombre con majestad.»

Palabra del Señor


La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general

Viernes de la XVIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
Comienza aquí la lectura semicontinua del Deuteronomio. Se trata de una obra animada por una preocupación pastoral cuyo principal propósito es el de inculcarle al pueblo la fidelidad al Señor y a la alianza con él a través de la observancia de sus leyes. Por eso, apela a la historia para deducir de la misma las lecciones del caso. La Ley se afianza en la historia y en la conciencia del individuo y del pueblo. La alternancia entre la segunda persona del singular y la segunda del plural parecen sugerir que este libro pretende que el individuo se identifique con el pueblo y que este repose en la libre decisión de los individuos (cf. Deu 1,8). La unicidad del Señor se concreta en la unicidad del lugar del culto; todas las leyes se sintetizan en la lealtad del Señor y a él. El destino del pueblo y el del individuo están íntimamente relacionados; la vida del individuo, expresada en términos de culto al Señor (consagración a él), exige una convivencia justa y solidaria.
El título hebreo del libro es «Estas son las palabras» (אֵלֶה הַדְּבָרִים), pero el nombre con el que se lo conoce corresponde a una literal e inexacta traducción griega de Deu 17,18: «…escribirá… una copia de esta ley» (…γράψει… τὸ δευτερονόμιον τοῦτο), que traduce «segunda ley» lo que significa «copia de esta ley». El problema capital del libro es la relación entre la ley promulgada en Moab con la promulgada en el monte Sinaí. Al presentar la de Moab como «copia» de la del Sinaí, se le da solución a dicho problema: la una es «copia» viva de la otra.
 
Deu 4,32-40.
El estilo del libro es parenético. El texto se refiere a la doctrina positiva acerca del Señor. Fijamos la atención en tres asuntos: El Señor es el único Dios, el amor del Señor por su pueblo, y el designio del Señor con respecto de su pueblo.
1. La unicidad del Señor.
La intervención del Señor en la historia del pueblo le da una pista al israelita cuando se trate de rastrear las huellas del Señor. Más que en la naturaleza, él se hace presente en la historia universal. Israel, ante todo, ha conocido y reconocido al Señor como el Dios que se ha hecho presente en su historia, el Dios de sus antepasados (Abraham, Isaac y Jacob) es el Señor (cf. Deu 4,31). Esto tiene un puente entre «Dios» (en general, אֱלֹהִם) y «el Señor» (Dios de Israel, יהוה) e identifica el Dios de los patriarcas y de las promesas con el Dios del éxodo. No son distintos; es el mismo.
Ahondando esta experiencia, descubre que él no es solo el creador del pueblo, sino de todos los pueblos, y del mundo entero. Él es el origen de la humanidad y de todas las cosas. La afirmación tiene un enorme valor, porque es el único texto del Deuteronomio que reconoce a Dios como creador, y precisamente como creador universal. Es la única vez que aparece el verbo «crear» en este libro, atribuido a Dios (אֱלֹהִם), a quien se identifica con «el Señor» (יהוה: cf. v. 34).
La unicidad del Señor se fundamenta en sus obras inéditas e inauditas tanto en la tierra como en el cielo, en la revelación que él ha hecho de sí mismo y, sobre todo, en la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto para conducirlo a la tierra que él prometió a los patriarcas. Fuera de él no hay otro. Sus obras son únicas, y lo que él revela de sí mismo lo distingue de los ídolos.
2. El amor del Señor.
Los dioses de los paganos inspiraban temor. Israel participa de la convicción de que no se puede ver a Dios y seguir vivo (cf. Jue 6,22-23; 13,22), pero también reconoce que ha escuchado la voz de Dios que hablaba en medio del fuego, y esto no le causó la muerte. Por el contrario, el Señor «bajó» al monte Sinaí «con fuego» (Exo 19,18) sin que por ello el pueblo hubiera sido aniquilado. Y, lo más asombroso, el Señor es el único Dios que liberó un pueblo de manos de otro, dando pruebas –mediante señales prodigiosas– de que él prevalece sobre los ídolos. Las manifestaciones que dio «en son de guerra» se refieren a la creencia antigua de que cuando los pueblos guerreaban sus dioses combatían, y prevalecía el de «mano fuerte» y con mayor potencia («brazo extendido»). Los «terribles portentos» que hizo el Señor contra los egipcios aluden a las «plagas» (o «azotes») a los que se expuso Egipto por querer mantener su dominio sobre los hebreos.
Su amor se manifestó en la elección de Israel por lealtad a los patriarcas y por fidelidad a sus promesas, pero –sobre todo– por la forma como lo rescató de Egipto y lo condujo a poseer la tierra que le había prometido en heredad.
3. El designio del Señor.
El Señor se le ha revelado a Israel para que este pueblo sepa que él es Dios, y que los ídolos de los paganos no cuentan («no hay otro fuera de él»), y para que el pueblo se instruya y salga de la ignorancia en la que están los otros. En el fondo, el cumplimiento de la promesa –que ahora es un hecho– implica el fracaso de los dioses telúricos y uránicos de los pueblos que habitaban en el territorio de Canaán. La fidelidad al Señor entraña la participación en su triunfo. Y todo esto tiene un solo propósito: la felicidad del pueblo y de todos sus descendientes («para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti»), disfrutando de larga vida en la tierra que les da como heredad. La felicidad se describe con el verbo יָטַב («ser bueno», «estar bien», «hacer el bien»).
 
Como se puede apreciar, esas tres realidades se entrelazan, y en el centro, como núcleo de todas, está el amor del Señor. Amor que se expresa en la creación, en la liberación de la esclavitud, y en la plenitud de vida (salvación) que le ofrece al pueblo.
Prescindiendo del sesgo nacionalista y excluyente del narrador, el cristiano puede afirmar esto con mayor fuerza y verdad. El amor universal del Padre supera hoy la barrera de buenos y malos, de justos e injustos (cf. Mt 5,45) para derribar en la persona de Jesús el muro de enemistades que separa a los hombres, con el fin de crear en él mismo un nuevo tipo humano, «el hombre nuevo», la humanidad reconciliada (cf. Ef 2,14-16).
Sigue siendo verdad que los ídolos fracasan, y que su fracaso demuestra dramáticamente que «el Señor es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra, y no hay otro». Pero esta verdad no se afirma en tono polémico, porque no se trata de hacer prevalecer un pueblo sobre otros, sino –al mejor estilo del Deuteronomio– en tono de exhortación, para evitar que los hombres y los pueblos se pierdan siguiendo ídolos que no liberan ni salvan, como son la riqueza, el egoísmo, la egolatría, o el egocentrismo. La libertad, la vida y la felicidad son posibles para todos.
En la eucaristía celebramos esa posibilidad como un hecho ya cumplido y, por la comunión con el Señor, lo prolongamos en nuestras vidas. El designio de Dios, ahora mejor comprendido, es la felicidad de toda la humanidad.
Feliz viernes.

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