La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-sábado

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Sábado de la XXVII semana del Tiempo Ordinario. Año I

Día de la Raza, fiesta nacional
Día de orar por América y la Nueva Evangelización

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura del primer libro de las Crónicas (15,3-4.15-16;16,1-2):

En aquellos días, David congregó en Jerusalén a todos los israelitas, para trasladar el arca del Señor al lugar que le había preparado. Luego reunió a los hijos de Aarón y a los levitas. Luego los levitas se echaron los varales a los hombros y levantaron en peso el arca de Dios, tal como había mandado Moisés por orden del Señor. David mandó a los jefes de los levitas organizar a los cantores de sus familias, para que entonasen cantos festivos acompañados de instrumentos, arpas, cítaras y platillos. Metieron el arca de Dios y la instalaron en el centro de la tienda que David le había preparado. Ofrecieron holocaustos y sacrificios de comunión a Dios y, cuando David terminó de ofrecerlos, bendijo al pueblo en nombre del Señor.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 26,1.3.4.5

R/.
 El Señor me ha coronado,
sobre la columna me ha exaltado


El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar? R/.

Si un ejército acampa contra mí,
mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra,
me siento tranquilo. R/.

Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor,
contemplando su templo. R/.

Él me protegerá en su tienda el día del peligro;
me esconderá en lo escondido de su morada,
me alzará sobre la roca. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,27-28):

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.»
Pero él repuso: «Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.»

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto
Sábado de la XXVII semana del tiempo Ordinario. Año I.
 
Después de la penitencia general, el Señor prometió la salvación (2,19-27) y anunció que él derramaría su Espíritu «sobre todo mortal» (cf. 3,1-5). Y luego, haciendo uso de una ironía, habla del envío de unos mensajeros para convidar naciones a una «guerra santa» en la que les anuncian contundentes victorias y, por supuesto, enorme botín; pero esto será apenas una carnada para atraerlas a todas en pos de sus ambiciones de poderío y sus codicias de riquezas, y conducirlas al valle en donde serán juzgadas. Responden en masa, y entonces son tratadas como una gran cosecha que se siega, o un enorme largar en el que son pisoteadas. Así que se puede pensar que «el valle de Josafat» se concreta en el territorio de Judá. Las naciones unen fuerzas contra ella, y ese empeño constituirá su ruina.
Esa es otra forma de hablar del «día del Señor», que ahora se presenta reiterado («en aquellos días» (4,1), dando a entender que «el día del Señor» acontecerá cada vez que se verifiquen el don de su Espíritu y el fracaso de los poderes que se oponen a su designio. Ese don significa la irrupción del Señor en la historia a través de la infusión indiscriminada de su fuerza de vida («mi Espíritu»), que hará de todos portavoces del Señor («profetizarán») y, por encima de sus capacidades normales («ancianos», «jóvenes») y de su condición social («siervos y siervas»), harán ver que otro mundo es posible («sueños», «visiones»). El universo celeste de los pueblos («sol», «luna») se eclipsará («sol oscuro») y perecerá («luna ensangrentada»). Y solo se salvarán «los que invoquen el nombre del Señor».
 
Joel 4,12-21.
La convocación para ese «juicio universal» se expresa en términos de «guerra santa», nombre que designa el combate del Señor contra los ídolos y sus agentes, las naciones opresoras que, amenazando al pueblo del Señor, se oponen a su designio de liberación y salvación. Es claro que el lenguaje «guerrero» es metafórico –como lo era en relación con la plaga de langostas– y que la movilización total con la inversión de valores que propone (cf. Joel 4,10 con Isa 2,4) es otra forma de presentar la «revolución» que produce la intervención del Señor, hasta tales extremos que al pusilánime cobra valor para la lucha (cf. 4,9-11, omitido).
Ahora anuncia el prometido juicio de todas las naciones (4,2). El famoso «valle de Josafat» no está en el mapa, ni tampoco en la geografía. «Josafat» (יְהְוֹשָׁפָט) significa «el Señor juzga»; se trata de un espacio imaginario pero abierto («valle») en el cual se verifica el juicio del Señor sobre las naciones criminales. Más adelante se lo llama «valle de la Decisión» (4,14), en donde se separa el grano de la parva, y en donde se hace la vendimia y se pisan las uvas en el lagar, «porque abunda su maldad» (4,13). Son dos imágenes: una, la de la cosecha de los frutos, de connotación positiva, y la otra, la del pisoteo de las uvas, que connota la «ira» del Señor.
Este juicio entraña una conmoción del orden nacional e internacional que se expresa con la imagen del oscurecimiento del sol y de la luna (cf. 2,10; 3,4; 4,15; Isa 13,10). «El sol y la luna» representan los símbolos supremos de los ídolos de los paganos (cf. Deu 4,19; 17,3, etc.). Su oscurecimiento o pérdida de luz alude al desprestigio o descrédito de los falsos dioses el día del juicio del Señor. El rugido del Señor «desde Sion» (cf. Isa 66,6) se refiere al respeto que él infunde a «todos los habitantes del mundo» (cf. Jer 25,30) cuando, desde su templo, paga a cada uno lo que merece (cf. Isa 59,18-20). Ese rugido contiene «la voz» del Señor, que hace conmoverse el universo, que es también la voz que congrega su pueblo desde los confines de la tierra en donde están dispersos sus habitantes (cf. Os 11,10) y los convoca de regreso a Jerusalén, en la tierra prometida (cf. Joel 3,5).
El temblor de «cielo y tierra» pondera el alcance de esa conmoción: del cielo se precipitarán los falsos dioses, y en la tierra colapsarán los reinos que les dan culto; los ídolos no podrán tenerse en pie ni salvar a quienes los invocan, pero «el Señor será refugio de su pueblo, alcázar de los israelitas». Así quedará claro que solo el Señor es Dios, que habita en Sion, su «monte santo», que Jerusalén «será santa», y que «no la atravesarán extranjeros». La santidad que se le atribuye al santuario, y su correspondiente inviolabilidad por parte de los paganos ahora se extienden al conjunto de la ciudad santa en razón de su condición como sede del templo, en donde habita la presencia del Señor, que se compromete a velar desde la misma por la seguridad de su pueblo (cf. Zac 9,8).
Y entonces vendrá una era de paz que se manifestará en la abundancia y en la bendición, en tanto que los reinos que violentaron a los judíos y derramaron sangre inocente serán tierra devastada. Por el contrario, Judá tendrá vida y el Señor habitará en Sion. Judá restaurada se verá bendecida por la abundancia de mosto, de leche y de agua corriente («viva»), que serán los bienes de los últimos tiempos (cf. Amós 9,13; Sal 65,10; Deu 8,7). A la sazón, el agua era escasa en Judá. El manantial que brotará del templo del Señor (cf. Isa 30,25; Zac 13,1; 14,8; Sal 46,5; 47,1ss) para engrosar «el Torrente de las Acacias» puede contener una alusión como la del «Valle de Josafat». Dado que en el templo había elementos hechos con madera de acacia (el arca, la mesa de los panes, etc., cf. Exo 25–27, passim; 30,1.5; 36–38, passim; Deu 10,3), el Torrente de las Acacias sería una alusión simbólica al templo, para dar a entender que junto con la prosperidad material brotaría un reflorecimiento del culto.
En cambio, las dos naciones especialmente enemigas de Judá por los daños que le causaron en el pasado («violentaron a los judíos y derramaron sangre inocente en su país»), Egipto y Edom, serán presa de la desolación. El Señor se compromete en que Judá estará habitada, a reivindicar a sus habitantes y a habitar en Sion, garantía de permanencia para los judíos.
 
Muchas de estas mismas imágenes, incluso con más fuerza expresiva, pero despojadas de sus rasgos nacionalistas y en el horizonte del amor universal del Padre, se encuentran tanto en los evangelistas como en el libro del Apocalipsis para describir la venida gloriosa del Hijo del Hombre. Lástima que muchos se detengan en el valor literal de dichas imágenes y se dediquen a presentar a un Dios volátil y furioso, como manoteando a diestra y siniestra y destruyendo de modo inexplicable su propia creación, cosa que no concuerda con el mensaje de Jesús.
A cambio del antiguo «día del Señor», ahora se anuncia «el día del Hijo del Hombre» en la historia humana como reiteradas intervenciones del Señor resucitado a lo largo de todos los tiempos, por la labor de sus seguidores, que van desprestigiando los ídolos de cada época y provocando así la ruina de los sistemas sociopolíticos de turno que despojan, manipulan y envilecen a los hombres. Esta ruina implica un avance en la línea de la dignidad y los derechos del ser humano. Y esta labor se realiza haciendo brillar el amor de Padre, que eclipsa la falsa luz de los ídolos, permitiendo a los hombres conocer al Padre del cielo. Por eso, los discípulos de Jesús anunciamos al Padre del cielo, es decir, al Padre que da la vida, que ama a todos sin hacer distingos entre buenos y malos, justos e injustos (cf. Mt 5,45), porque quiere que todos los seres humanos se salven por la experiencia de su amor (cf. 1Tm 2,4).
La eucaristía nos da la luz de la Palabra del Padre (Jesús) y su fuerza de vida y de amor (el Espíritu Santo) para que realicemos esa necesaria tarea con responsabilidad histórica.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.

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