La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-sábado

Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Fiesta de la Presentación del Señor

Jornada Mundial de Oración por la Vida Consagrada

Color blanco

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura del libro de Malaquías (3,1-4):

Así dice el Señor: «Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar –dice el Señor de los ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 23

R/.
El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.

¡Portones!, alzad los dinteles, 
que se alcen las antiguas compuertas: 
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria? 
El Señor, héroe valeroso; 
el Señor, héroe de la guerra. R/.

¡Portones!, alzad los dinteles, 
que se alcen las antiguas compuertas: 
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta a los Hebreos (2,14-18):

Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.

Palabra de Dios

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,22-40):

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. 
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. 
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. 

Palabra del Señor


La reflexión del padre Adalberto

2 de febrero.
Fiesta de la Presentación del Señor.
 
Por apego a la cronología, esta fiesta se sale de su contexto litúrgico (Navidad) y se proyecta en un horizonte autónomo. Sin duda, ella desborda el rito previsto para el rescate del primogénito y para la purificación de su madre (cf. Ex 13,11-16; Lev 12). Podemos señalas tres acentos en la celebración: cristológico, que es el principal, y los dos restantes subordinados a él: mariológico y eclesiológico, y entrañablemente relacionados entre sí.
 
1. Primera lectura (Ml 3,1-4).
Dios promete enviar un heraldo a prepararle el camino. Esto indica que Dios es el que viene hacia el hombre, y que no hay que ir a buscarlo; pero, por otro lado, su venida requiere de una preparación, no se presenta de repente ni sin previo aviso. Y lo que habrá que prepararle es un «camino», expresión cargada de sentido metafórico (conducta o proceder), que indica que, si bien es cierto que el Señor viene, lo hace de acuerdo a un procedimiento, porque exige de parte de los destinatarios cierta conducta que propicie y acoja su venida. En resumen: Dios viene, pero el hombre no lo espera de modo pasivo, sino activo, creando las condiciones que favorezcan el encuentro entre los dos, hombre y Dios.
 
Se anuncia la llegada de Dios al santuario, que ahora se dice buscado por el pueblo, en el sentido de deseado por él (deseo manifestado en la preparación del camino). Y esta llegada lo presenta de dos modos: es «el Señor» buscado y «el mensajero» deseado. La alianza de la que aquí se habla es la nueva, anunciada por los profetas (cf. Jr 31,31; 32,40; Ez 16,60; 34,25; 36,27-28).
 
Su llegada entraña un juicio selectivo, que determinará a calidad de los que lo vean llegar. Será un juicio de purificación, para sacar lo mejor de cada uno, en particular de los que le ofrecen el culto en nombre del pueblo, para que todos le tributen su reconciliación nacional y su unidad fraterna como la ofrenda más grata al Señor.
 
2. Segunda lectura (Hb 2,14-18).
Para salvar a la humanidad, Jesús se solidariza con ella, por eso llama sus «hermanos» a los seres humanos y comparte con ellos sus sufrimientos. Esta solidaridad con la humanidad lo lleva a asumir la muerte, para eliminar el poder del diablo. En efecto, el miedo a la muerte esclaviza a los hombres y los incapacita para amar, porque no es posible amar sin libertad. Liberar del miedo a la muerte es otorgar libertad interior para oponerse al diablo y anular su poder. Los ángeles no necesitaban esta libertad, porque ellos no mueren, pero sí los «hijos de Abrahán», es decir, los hombres de fe, porque el miedo a la muerte podría hacerlos claudicar.
 
Esto es lo que hace a Jesús «sumo sacerdote», puente entre Dios y la humanidad: su compasión, en relación con los hombres, y su fidelidad, en relación con Dios. Y este sacerdocio sí que extirpa el pecado, porque no solo conoce el dolor humano, sino que ese mismo dolor lo padeció siendo fiel al amor de Dios. Por eso, además de ser puente entre Dios y los hombres, les ofrece ayuda eficaz para superar tanto el miedo a la muerte como el pecado que mata y lleva a la injusticia.
 
3. Evangelio (Lc 2,22-40).
El relato de la presentación de Jesús en el templo tiene dos escenas precedidas de una breve introducción y seguidas de una también breve conclusión.
 
1. Introducción.
Una prescripción legal que el autor reporta como ajena (αἱ ἡμέραι τοῦ καθαρισμοῦ αὐτῶν: «los días de la purificación de ellos»), según «la Ley de Moisés», referida a María, y otra (según «la Ley del Señor») referida a Jesús y en relación con el éxodo liberador, el «rescate del primogénito» varón, son el objeto de este relato. El autor aprovecha la circunstancia para hacer constar –al indicar la ofrenda que hacen, «un par de tórtolas o dos pichones»– el carácter marginal, pobre y humilde de la familia de Jesús.
 
2. Los hombres de fe.
El anciano Simeón, residente en Jerusalén, justo y piadoso, habitado por el Espíritu Santo y que aguardaba el consuelo de Israel, avisado por el Espíritu Santo que vería al Mesías antes de morir, va al templo a impulsos del Espíritu Santo y toma en sus brazos al niño Jesús y lo reconoce como salvación de Dios a disposición de todos los pueblos, luz reveladora para las naciones (paganas) y gloria de Israel. Por eso bendice a sus padres.
Advierte, eso sí, que el niño será una «señal contradictoria» (σημεῖον ἀντιλεγόμενον) en Israel, como lo fue en su nacimiento (cf. Lc 2,12), y que las aspiraciones de la «madre» serán truncadas por «una espada», la del poder establecido. Esto pondrá el descubierto las ideas de muchos.
 
3. Los hombres religiosos.
En contrapunto, la anciana «profetisa» Ana, enraizada en la tradición, sin experiencia personal de amor (viuda), sirviéndole a Dios con ritos religiosos (rezos y ayunos) y apegada a la institución religiosa («no se apartaba del templo»), da gracias a Dios por el que ella considera el liberador de Jerusalén.
En tanto que el Espíritu Santo es mencionado tres veces en relación con Simeón, no se lo menciona una sola vez en relación con Ana, aunque se la llame profetisa. Simeón toma en sus brazos al niño; Ana no lo hace. Simeón sitúa a Jesús en un horizonte universal; Ana, en uno nacionalista. Simeón le sirve a Dios con su vida de fe; Ana, con formalismos de carácter religioso. El contraste señala anticipadamente las dos ópticas desde las cuales será visto Jesús en el pueblo de Israel, e identifica desde ya a sus representantes.
 
4. Conclusión.
Se constata el cumplimiento de todas las prescripciones de «la Ley del Señor» (no de «la Ley de Moisés»: cf. vv.22.23) y se reporta que regresan a su vida ordinaria en Nazaret de Galilea, lejos del influjo de la institución religiosa. El desarrollo físico y el desarrollo humano de Jesús es fruto del favor de Dios, el Espíritu Santo, que descansa permanentemente sobre él.
 
La presentación tiene un aspecto formal innecesario, que el evangelista hace notar al indicar que esa legislación es ajena. De hecho, Jesús, el «Consagrado» (cf. 1,35), hijo del Altísimo (cf. 1,32) e hijo de Dios (cf. 1,35), no tenía necesidad de rescate ni de consagración. Y María, la «favorecida» (cf. 1,28.29), la que recibirá el Espíritu Santo (cf. 1,35), la «sierva del Señor» (cf. 1,38), tampoco necesitaba de purificación alguna.
 
Si Jesús es la luz, María es el candelero («la candelaria») sobre el cual brilla esa luz, y la Iglesia es la portadora y anunciadora de esa luz para todas las naciones, para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Lc 1,78-79). Tanto la una como la otra son «siervas del Señor» en el sentido de que, liberadas por él, se ponen al servicio de su designio liberador.
 
Recibimos a Jesús en la eucaristía con las disposiciones de Simeón, y tomamos clara conciencia de que el Salvador es una «señal contradictoria» que trunca nuestras ilegítimas aspiraciones de tipo particularista o partidista para invitarnos a realizar el designio universal del Padre.
Feliz fiesta.

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