Lectura del santo evangelio según san Marcos (2,13-17):
EN aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del mar; toda la gente acudía a él y les enseñaba.
Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dice:
«Sígueme».
Se levantó y lo siguió.
Sucedió que, mientras estaba él sentado a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores se sentaban con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que lo seguían.
Los escribas de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, decían a sus discípulos:
«¿Por qué come con publicanos y pecadores?»
Jesús lo oyó y les dijo:
«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he ven do a llamar a justos, sino a pecadores».
Palabra de Dios
Sábado de la I semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El autor ha insistido mucho en la escucha de la «voz» del Señor y se refirió a la potente «palabra» de Dios, por la que el Hijo sostiene el universo creado por medio de él. Ahora se va a referir a la «palabra de Dios» en relación con sus destinatarios.
La «voz» del Señor denota la comunicación de su designio a los hombres, generalmente a través de los profetas inspirados por el Espíritu Santo. Es una voz que resuena con tanta fuerza como para sacudir los cimientos de la tierra y conmover las conciencias humanas. De ahí la insistencia del autor para que el pueblo la escuche, es decir, le haga caso (cf. Heb 3,7.15; 4,7; 12,19.26).
A su vez, la «palabra» del Señor denota su potencia creadora de existencia y generadora de vida y convivencia (cf. Heb 1,3; 13,7). Cuando es comunicada por mensajeros divinos, se multiplica (cf. Heb 2,2); sin embargo, su eficacia opera a través de la escucha con aceptación, porque cuando hay poco interés en dicha escucha resulta difícil exponerla y entenderla (cf. Heb 5,11.13), y sin consentimiento tampoco se da provecho (cf. Heb 4,2). Esa palabra es de suyo eficaz, pero esta eficacia se afirma con mayor énfasis cuando va acompañada de un juramento (cf. Hb 7,28).
Heb 4,12-16.
La palabra dirigida tanto a los israelitas como a los cristianos, cuyo contenido es «buena noticia» (cf. Heb 4,2), tiene, además, estas otras características:
«La palabra de Dios es viva (ζῶν)». Este atributo entraña dos propiedades: poseer la vida y tener la capacidad de comunicarla (cf. Heb 7,25). Por ser «viva», no es palabra vacía, sino que contiene vida (cf. Dt 32,47). Por ser «vivificadora», infunde vida (cf. Sal 119,25.107). La condición de viva o «viviente» se manifiesta en su actividad liberadora y salvadora (cf. Jos 3,10). Es decir, se muestra viva en el hecho de que transmite la vida que posee.
«(La palabra de Dios es) enérgica (ἐνεργής)». Además de no ser vacía, tampoco es inerte. La vida que se le atribuye es propia del Dios de quien esa palabra procede, y deriva de él su eficacia y su aptitud. Así como la palabra comunica y crea comunidad entre los hombres, la ausencia de ella puede incomunicar y distanciar a los humanos (cf. Gn 11,1-9). Por esa misma razón, la palabra de Dios crea la «alianza» entre Dios y los hombres, y su ausencia provoca ruptura de la misma.
«(La palabra de Dios es más tajante (τομώτερος) que daga de dos filos». El doble filo se atribuye a la «daga» (o «puñal», o, incluso, «machete»: μάχαιρα) y a la «espada» (ῥομφαία). En cualquiera de los casos, es un arma mortal, generalmente usada contra los enemigos del pueblo (cf. Jue 3,16; Sal 149,6), o, en sentido figurado, contra los miembros del pueblo (Pv 5,4; Si 21,3). Es evidente que aquí tiene sentido figurado y que se refiere a la supresión de los propios enemigos internos.
Con esas características, la eficacia de la palabra de Dios se manifiesta de dos maneras:
«Penetra hasta la unión de alma y espíritu, de órganos y de médula». Esta tan profunda capacidad incisiva de la palabra se deriva de su carácter tajante, y se refiere a la facultad que tiene de poner en evidencia lo que está oculto en el interior del hombre. Pero no se trata de una denuncia, pues su penetración no hace más que revelarle al propio hombre lo que lleva por dentro. La primera frontera que alcanza es la más profunda, la unión de la vida física (ψυχή: «alma») y su más íntimo impulso (πνεῦμα: «espíritu»); y también asciende hasta la más superficial, la unión de «órganos» (ἁρμῶν) y «médula ósea» (μυελῶν), unión sutil, en donde cabe el pecado (cf. Si 27,2).
«Juzga sentimientos (ἐνθυμήσεων) y pensamientos (ἑννοιῶν)». Ambas realidades se guardan en el «corazón» (cf. Mt 9,4; Pv 23,19). Generalmente, los «sentimientos» entrañan juicios o prejuicios interiores que, incluso sin llegar a exteriorizarse, pueden ser percibidos como hostiles o errados (cf. Mt 9,4; 12,25; Hch 17,29). Este término nunca aparece en la traducción griega del Antiguo Testamento. Los «pensamientos», por lo contrario, aparecen casi exclusivamente en el Antiguo Testamento, catorce de dieciséis veces, pero solo cinco veces traduce el término hebreo בִּינָה, y dos veces está en griego (Dan 13,28; Sab 2,14). Se entiende por «pensamiento» la deliberación que discierne para llegar a convicciones que se traducen en propósitos o actitudes. En el Nuevo Testamento aparece en Heb 4,12 y 1Pd 4,1.
La palabra de Dios permite al hombre ser consciente de sus pensamientos y, al mismo tiempo, ponderarlos. Toda creatura es transparente a la mirada de Dios, ante él todas están puestas en evidencia y sin capacidad de contradecirlo, ya que es a él a quien hemos de rendirle cuentas.
Sin embargo, lo que nos mueve no es el temor al juicio, sino el estímulo que se deriva de saber que Jesús ha hecho de manera definitiva lo que los sacerdotes antiguos hacían una vez al año: el paso a través de la cortina hasta el lugar santísimo para hacer la expiación por el pueblo. Porque Jesús «atravesó los cielos» hasta el trono de Dios para reconciliarnos con él. Esa glorificación en la presencia misma de Dios le da plena autoridad (libertad) para disponer de los bienes del Padre, de los cuales es heredero universal (cf. He 1,2), y darles total apoyo a sus seguidores. Ese estímulo nos da seguridad de que también nosotros podemos alcanzar la misma gloria (cf. Heb 3,1).
La palabra no es solo comunicación con Dios, sino, sobre todo, comunicación de Dios. Dios se da por su palabra. Por esa palabra nos transmite su vida: «por su propia iniciativa nos engendró con la palabra de la verdad, para que fuéramos en cierto modo primicias de sus criaturas (cf. St 1,18), y así nos salva. Por medio de esa misma palabra crea nuestra comunión con él y también la comunión entre nosotros, pero no dándonos un conjunto de norma de convivencia, sino por la comunicación de su Espíritu, que nos libera del pecado y nos enseña a amarnos unos a otros como hermanos. Este Espíritu es el don de Dios a los que dan fe a su palabra siguiendo a Jesús como discípulos y aprendiendo de él a ser hijos de Dios.
Esa palabra produce en nosotros lo que dice, nos transforma haciéndonos hombres nuevos, nos constituye en reino para Dios y en causa de esperanza para la humanidad. El constante ejercicio de escucha de la palabra nos renueva y nos hace más auténticos, más dueños de nosotros mismos y de nuestros pensamientos, sentimientos y decisiones.
Es por la palabra del testimonio y por la sangre de Jesús que nos convertimos en «linaje real y sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6; 5,9-10). Por eso, cuando celebramos la eucaristía nos sentamos primero a escuchar su palabra y, después, comemos con alegría esa palabra hecha pan de vida eterna, con el propósito de salir a «partir» ese pan con los que nos encontremos.
Feliz sábado, en compañía de María, la madre del Señor.
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