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Miércoles de la XVIII semana del Tiempo Ordinario. Año I
La Palabra del día
Primera lectura
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés en el desierto de Farán: «Envía gente a explorar el país de Canaán, que yo voy a entregar a los israelitas: envía uno de cada tribu, y que todos sean jefes.»
Al cabo de cuarenta días volvieron de explorar el país; y se presentaron a Moisés, a Aarón y a toda la comunidad israelita, en el desierto de Farán, en Cadés. Presentaron su informe a toda la comunidad y les enseñaron los frutos del país.
Y les contaron: «Hemos entrado en el país adonde nos enviaste; es una tierra que mana leche y miel; aquí tenéis sus frutos. Pero el pueblo que habita el país es poderoso, tienen grandes ciudades fortificadas (hemos visto allí hijos de Anac). Amalec vive en la región del desierto, los hititas, jebuseos y amorreos viven en la montaña, los cananeos junto al mar y junto al Jordán.»
Caleb hizo callar al pueblo ante Moisés y dijo: «Tenemos que subir y apoderarnos de esa tierra, porque podemos con ella.»
Pero los que habían subido con él replicaron: «No podemos atacar al pueblo, porque es más fuerte que nosotros.»
Y desacreditaban la tierra que habían explorado delante de los israelitas: «La tierra que hemos cruzado y explorado es una tierra que devora a sus habitantes; el pueblo que hemos visto en ella es de gran estatura. Hemos visto allí gigantes, hijos de Anac: parecíamos saltamontes a su lado, y así nos veían ellos.»
Entonces toda la comunidad empezó a dar gritos, y el pueblo lloró toda la noche.
El Señor dijo a Moisés y Aarón: «¿Hasta cuándo seguirá esta comunidad malvada protestando contra mí? He oído a los israelitas protestar de mí. Pues diles: «Por mi vida –oráculo del Señor–, que os haré lo que me habéis dicho en la cara; en este desierto caerán vuestros cadáveres, y de todo vuestro censo, contando de veinte años para arriba, los que protestasteis contra mí no entraréis en la tierra donde juré que os establecería. Sólo exceptúo a Josué, hijo de Nun, y a Caleb, hijo de Jefoné. Contando los días que explorasteis la tierra, cuarenta días, cargaréis con vuestra culpa un año por cada día, cuarenta años. Para que sepáis lo que es desobedecerme. Yo, el Señor, juro que trataré así a esa comunidad perversa que se ha amotinado contra mí: en este desierto se consumirán y en él morirán.»
Palabra de Dios
Salmo
R/. Acuérdate de mí, Señor, por amor a tu pueblo
Hemos pecado con nuestros padres,
hemos cometido maldades e iniquidades.
Nuestros padres en Egipto
no comprendieron tus maravillas. R/.
Bien pronto olvidaron sus obras,
y no se fiaron de sus planes:
ardían de avidez en el desierto
y tentaron a Dios en la estepa. R/.
Se olvidaron de Dios, su salvador,
que había hecho prodigios en Egipto,
maravillas en el país de Cam,
portentos junto al mar Rojo. R/.
Dios hablaba ya de aniquilarlos;
pero Moisés, su elegido,
se puso en la brecha frente a él,
para apartar su cólera del exterminio. R/.
Evangelio de hoy
En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.»
Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto
Miércoles de la XVIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El concepto bíblico de «rebelión» es –curiosamente– opuesto al que se maneja en el lenguaje común. En su empleo ordinario, el sustantivo «rebelión» y el verbo «rebelarse» denotan la resistencia o la oposición activa a un tirano que restringe las libertades humanas, sean estas individuales o colectivas. En este contexto, la rebeldía aparece como una responsabilidad de quien quiere vivir su libertad. La rebeldía es, en este caso, una virtud que aquilata la persona y enaltece los pueblos porque se resisten a dejarse someter, explotar y humillar.
Otro es el caso que se presenta en la Biblia cuando se habla de la rebeldía del pueblo contra Dios, y, en general, de cualquier rebelión de esta naturaleza. Cuando el ser humano se rebela contra Dios, este hecho connota la resistencia al éxodo, la oposición a ser libre. Los israelitas manifiestan en el camino del éxodo nostalgia de la opresión que padecieron y malestar por el costo que significa aprender a ser libre e independiente. Esa añoranza de las cadenas, como si se añorara una situación idílica, llevó al pueblo a despreciar su propio proceso liberador y a Moisés, el guía que el Señor puso al frente de ese proceso.
Desde este último punto de vista, la rebeldía es un estancamiento del individuo y del pueblo que impide su liberación, desarrollo y maduración, y por eso constituye pecado.
Num 13,2-3a.26-14,1.26-30.34-35.
Este relato ejemplifica uno de tales casos. Para subrayar la unidad y la solidaridad del pueblo, se habla de la exploración de la tierra prometida por parte de doce líderes de las tribus (נָשִׂיא: «jefe»); con esto, lo que acontecerá a continuación implica a todo el pueblo, ya que cada uno representa una tribu: «todos eran jefes de los israelitas (רֹאשׁ: «cabeza» de tribu)».
La inspección previa de la tierra prometida que se prolongó «cuarenta días» (cf. Num 13,25, omitido). Los enviados rindieron informe «a Moisés, a Aarón y a toda la comunidad israelita», dato que sugiere el carácter público y oficial de dicho informe. Para corroborar sus palabras, presentaron muestras de los frutos del país. Esto mostró que la tierra correspondía a lo que había prometido el Señor («es una tierra que mana leche y miel»). Esto debía bastar para darle fe al Señor, ya que los había sacado de Egipto y los había conducido a la tierra que prometió.
No obstante, ponderan la pujanza del pueblo que la habita y de la seguridad que disfruta en ciudades fortificadas. La arqueología señala que esas ciudades tenían murallas macizas de más de diez metros de alto y de cinco o más metros de espesor, lo que llevaba a deducir que eran fortificaciones difíciles de tomar por asalto. Pero, inesperadamente, pasan a conjeturar que los constructores eran gigantes (algo así como la leyenda que transmitían los griegos respecto de los cíclopes). Aquí se refieren a los anaquitas («hijos de Anac»), de los cuales hay mención en los textos egipcios de maldición, en donde aparecen como una tribu insurrecta causante de muchos problemas para Egipto hacia el siglo XIX a. C. La noticia de que estaban allí los amalecitas, enemigos de los israelitas (cf. Exo 17,8-16), resultó muy inquietante para estos.
Caleb disintió de sus compañeros de exploración y animó al pueblo a subir y conquistar esa tierra, pero sus compañeros, a excepción de Josué, se sintieron inferiores a la empresa y se pusieron a desacreditar la tierra y a ponderar en exceso la estatura de sus habitantes. Sentirse inferior ala tarea y exagerar la imposibilidad de realizarla son dos caras de la misma medalla. A pesar del positivo informe de los exploradores, el pueblo comenzó a declarar imposible alcanzar la meta de la tierra prometida. Sienten que les queda grande y la desacreditan porque, en el fondo, quieren regresar al país de la esclavitud. Al decir que «es una tierra que devora a sus habitantes» dan a entender que allí la vida es imposible, porque el país es malsano, estéril, infestado de bestias salvajes, o no produce lo suficiente para el sustento, o incluso porque la violencia se ha enquistado allí como un implacable azote permanente (cf. Eze 36,13-15). Esa apreciación contrasta fuertemente no solo con el informe antes expuesto (cf. vv. 26-27), sino con la descripción de Egipto dada por ellos anteriormente (cf. Num 11,5). Hasta exageran la estatura de los habitantes del país refiriéndose a ellos como «gigantes» («nefileos»: נְּפִלִים). La verdad es que no hay documentación ni prueba alguna que autorice a suponer que había en Palestina seres humanos de elevada estatura en la época de la conquista de la tierra. Quizá el origen de esta creencia está –como se dijo antes– en pensar que las construcciones de grandes monumentos exigían que sus autores fueran como los cíclopes de la mitología griega.
De nuevo se amotina el pueblo y manifiesta su rebeldía. No solo desacredita la liberación de la que ha sido objeto al ser rescatado de la esclavitud («¡ojalá hubiéramos muerto en Egipto»!), también desacredita el camino que ha recorrido («…o en este desierto, ¡ojalá muriéramos!»), sino que desacredita de antemano la tierra prometida considerando un moridero la tierra de la salvación (cf. vv. 1-3; 2-3 omitidos).
El Señor no los obligó a entrar, al contrario, puesto que manifestaron su deseo de morir «en este desierto» (cf. 14,3), eso es lo que les anuncia que va a suceder: morirán en el desierto y no entrarán en la tierra los mayores de veinte años, exceptuados Josué y Caleb (cf. 14,28-29). Vagarán durante toda una generación por el desierto («cuarenta años»), un año por cada uno de los días que exploraron la tierra. La resistencia a entrar en la tierra prometida repercute en su contra. Esta es una forma de mostrar cómo la rebelión contra el Señor frustra la vida del individuo y el proyecto colectivo del pueblo. Los términos airados en que se expresa el Señor corresponden a la «ira del Señor», es decir, la desaprobación de esa conducta por su parte y las consecuencias que la misma tiene sobre los individuos y sobre la colectividad.
Obedecer al Señor es hacerse un pueblo libre; desobedecerle, es resistirse a la libertad. Esta marcha a través del desierto es un aprendizaje de independencia, autonomía y libertad. En algunas oportunidades, el enemigo del éxodo proviene del exterior («la masa»: cf. Num 11,4), en las otras, de dentro, comenzando por el miedo.
Jesús, como modelo de pastor, nos invita a «salir» del «mundo» (la sociedad injusta) y nos lleva a «la tierra prometida» (la comunidad cristiana fundada en las bienaventuranzas) y, por ella, al hogar del Padre. La comunidad es el espacio mínimo alternativo al «mundo». Jesús no quiere crear grupos reactivos, grupos de oposición al mundo, sino grupos alternativos, a los cuales puedan acudir los que buscan una alternativa de vida y de convivencia. No quiere que malgastemos energías protestando, sino que derrochemos amor proponiendo soluciones.
Nuestras asambleas eucarísticas están llamadas a mostrar esa alternativa mediante su praxis de fraternidad sobria y solidaria y el mensaje liberador de la buena noticia.
Feliz miércoles.
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