Miércoles de la III semana del Tiempo Ordinario. Año I.
La excelencia del sacerdocio del Mesías, afirmada en sí misma por oposición a la Ley de Moisés, se confirma ahora por oposición a la multiplicidad de los sacerdotes y de los sacrificios que esa misma Ley establecía. El autor abandona el horizonte del día de la expiación y se sitúa en el de la cotidianidad del culto ritual (cf. Exo 29,38-41).
Se trata ahora del sacrificio diario, aunque no obligatorio para el sumo sacerdote (cf. Heb 7,27), cuya indefinida repetición solo «recordaba» los pecados, pero no los «quitaba» (es decir, había «anamnesis», pero no «amnistía»). Lo esencial del sacrificio no es la ofrenda en sí, sino el hecho de que sea aceptado por Dios, lo cual le garantiza el «favor» de Dios al oferente.
Este culto dejaba la impresión de que Dios era difícil de agradar, que ninguna ofrenda satisfacía sus requerimientos, dado que los pecados seguían allí, interpuestos, interfiriendo en la relación armoniosa de los hombres con Dios. En la cotidianidad se experimentaba aún más un rechazo de parte de Dios que era descorazonador para los que ofrecían esos sacrificios.
Heb 10,11-18.
La postura en que los sacerdotes diariamente celebran el culto («de pie», cf. 2Cro 5,12; 7,6; Jer 28,5) denota su comparecencia y su condición de testigos del hecho de que esos sacrificios que ellos mismos ofrecen «son totalmente incapaces de quitar los pecados». Esa necesidad de tener que ofrecerlos «cada día» y la comprobada ineficacia de los mismos los hace testigos privilegiados de que ese culto es inútil, y de que ellos mismos desempeñan una función improductiva.
En cambio, el Mesías Jesús ofreció un sacrificio único por los pecados, su «cuerpo», es decir, su entera existencia histórica para realizar el designio de Dios (cf. Heb 10,7). Esta afirmación tiene un alcance muy novedoso. En primer lugar, el «sacrificio» ya no consiste en suprimir una vida, sino en llevarla hasta su plenitud, porque se trata de «consagrarse» a sí mismo comportándose a la altura de Dios, como hijo suyo, es decir, actuando como él. En segundo lugar, el culto que le agrada a Dios no consiste en dones exteriores a la persona misma, sino en la entrega de sí, pero no a Dios, sino a la humanidad, realizando a favor de los hombres el designio divino, que consiste en dar vida, y vida definitiva. En tercer lugar, esa ofrenda de sí mismo elimina de raíz el pecado y hace al ser humano partícipe de la gloria misma de Dios. Jesús, «después de ofrecer un sacrificio único por los pecados, se sentó para siempre a la derecha de Dios». En vez de estar «de pie», está «sentado», postura que indica estabilidad, generalmente después de haber llevado a cabo la tarea encomendada. Recurriendo nuevamente al salmista, el autor presenta a Jesús «sentado en espera de que pongan a sus enemigos por estrado de sus pies».
El triunfo de Jesús tiene así dos fases: la primera es su triunfo sobre el pecado que lo condenó a morir. En vez de perder la vida, la aseguró eternamente, y en vez de fracasar en su empeño, «se sentó para siempre a la derecha de Dios» y heredó la misma gloria divina. Pero falta la segunda, que está en curso, y para cuyo logro no necesita hacer esfuerzo adicional alguno, le basta esperar sentado a que «pongan a sus enemigos por estrado de sus pies». Los enemigos de Mesías son los enemigos del hombre y de Dios: el pecado y la muerte. Jesús, «después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas» (cf. Heb 1,3) y ahora espera a que su obra rinda frutos a favor de la humanidad en todos los pueblos a lo largo de la historia. De manera que su única ofrenda «dejó transformados para siempre a los que va consagrando»; su «sacrificio» tiene eficacia perpetua, y esta eficacia se va haciendo realidad en las generaciones que él «va consagrando». Esta consagración sucesiva se refiere a quienes le van dando adhesión de fe a su persona y entregan también su «cuerpo» a realizar el designio de Dios como él. De ese modo, la historia se convierte en el escenario en el que el Mesías no solo manifestará la eficacia de su sacerdocio, sino que llevará a los hombres a participar del mismo sacerdocio y de la misma eficacia hasta lograr la victoria de «todos sus enemigos».
El Espíritu Santo, ahora valiéndose de los profetas de la nueva alianza, interpreta las Escrituras antiguas y descubre el sentido pleno de los oráculos de los profetas. El profeta Jeremías, movido por el Espíritu, habló en nombre del Señor anunciando, en primer lugar, esta nueva alianza que ahora es una realidad; en segundo lugar, el cambio interior –de corazón y razón– de los hombres beneficiados por esta nueva relación con Dios, y, en tercer lugar, la generosa y amorosa amnistía de Dios al no hacer memoria de los crímenes de los hombres. El Espíritu Santo precisa que:
Ahora no se anuncia una alianza «con la casa de Israel» (Jer 38,33.34 LXX), sino «con ellos». Esta designación supera el particularismo en favor de la universalidad. Ya no se trata de un «oráculo del Señor» (φησίν κύριος), sino de lo que actualmente «dice el Señor» (λέγει κύριος). La promesa de futuro (διδοὺς δώσω) es ahora un hecho presente (διδοὺς). La transformación interior se da primero en el corazón (ἐπὶ καρδιας) y después en la razón (ἐπὶ τὴν διάνοιαν), lo que sugiere que el cambio más profundo repercute en el modo de razonar. La ley ya no se escribirá (γράψω), sino que se inscribirá (ἐπιγράψω). La promesa no se refiere a las injusticias (ἀδικίαις) y a los pecados (ἁμαρτιῶν), ahora pone de relieve los pecados y cambia las injusticias por crímenes (ἀνομιῶν), es decir, se refiere solo a la maldad cometida contra los seres humanos. Por último, no habrá que esperar a un momento en que Dios ya no se acuerde (οὐ μὴ μνησθῶ), sino que él promete no acordarse en el futuro (οὐ μὴ μνησθήσομαι), es decir, olvidar por su propia decisión los pecados y los crímenes. Por tanto, si de tal modo han sido perdonados, ya no se necesitan sacrificios por los pecados. El ser humano puede acceder libremente a Dios con la seguridad de ser acogido.
La buena noticia no solo nos anuncia el paso de un culto ineficaz a uno eficaz y de sacerdotes ineficientes a uno plenamente eficiente. Nos da la alegría del acceso confiado a Dios por medio del Mesías Jesús, en quien encontramos la posibilidad de entablar con Dios una relación nueva y gratificante, que nos brinda seguridad frente al temor y confianza ante el futuro.
La nueva alianza nos permite experimentar que nuestra vida es grata a Dios, y que no tenemos necesidad de ofrendarle cosas para agradarle, porque él nos ama y nos otorga gratuitamente su favor. Sin embargo, nos ofrece la oportunidad de identificarnos con su Hijo, para que tengamos la dicha de ser sus hijos, y nos muestra a través del Hijo que, con la ofrenda de nuestro «cuerpo», o sea, por nuestra existencia histórica dedicada al bien de la humanidad, podemos lograr la dicha y, como el Hijo, sentarnos también a la derecha de su Majestad para ser testigos de la victoria del amor de Dios por encima del pecado y del crimen que hay en el mundo.
Y, para que hagamos fielmente esa ofenda, nos invita a unirnos a la ofrenda del Hijo por medio del «sacrificio» eucarístico, que es conmemoración del sacrificio eficaz del Mesías y, a la vez, la forma privilegiada de «comulgar» con el «cuerpo» del Mesías para darle vida al mundo.
Feliz miércoles.
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