La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-martes

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Martes de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año I

San Juan Pablo II, papa
Memoria libre, color blanco

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (5,12.15b.17-19.20b-21):

 

Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron. Si por la transgresión de uno murieron todos, mucho más, la gracia otorgada por Dios, el don de la gracia que correspondía a un solo hombre, Jesucristo, sobró para la multitud. Por el delito de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte, por culpa de uno solo. Cuanto más ahora, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la justificación. En resumen: si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos. Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y así como reinó el pecado, causando la muerte, as! también, por Jesucristo, nuestro Señor, reinará la gracia, causando una justificación que conduce a la vida eterna.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 39,7-8a.8b-9.10.17

 

R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tú voluntad

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
no pides sacrificio expiatorio,
entonces yo digo: «Aquí estoy.» R/.

«–Como está escrito en mi libro–
para hacer tu voluntad.»
Dios mío, lo quiero,
y llevo tu ley en las entrañas. R/.

He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios:
Señor, tú lo sabes. R/.

Alégrense y gocen contigo
todos los que te buscan;
digan siempre: «Grande es el Señor»
los que desean tu salvación. R/.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,35-38):

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.»

Palabra del Señor


La reflexión del padre Adalberto

Martes de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año I.

El leccionario parece más interesado en exponer la liberación del pecado que por explicar la rehabilitación. Omite la exposición sobre la misma (Rom 5,1-11) y pasa a la exposición sobre cómo Jesús anula el pecado, con versículos entresacados del texto (5,12-21), aunque el texto omitido se lee parcial o totalmente en otras celebraciones.
La rehabilitación del ser humano se da por la adhesión a la persona de Jesús, adhesión que le da paz con Dios a través de «nuestro Señor Jesús Mesías». La fe es personal, la rehabilitación es individual y colectiva, además de gratuita, enaltecedora y esperanzadora. Esa «paz» que se deriva del amor de Dios infunde nuevas fuerzas para enfrentar las dificultades, aguante para cualificarse cada vez más, y una esperanza invencible, porque ella procede de la experiencia del amor de Dios, fruto del don del Espíritu Santo. El cristiano se siente objeto de un amor totalmente gratuito y con una innegable garantía de fidelidad. Esa experiencia permite sentir el orgullo de tener un Dios incomparable. De modo que la salvación no es una euforia, tipo sugestión individual o colectiva, ya que no se funda en solas palabras sino en esa experiencia de amor incluyente, gratuito y seguro que testimonió Jesús en la cruz (cf. Rm 5,1-11).

Rom 5,12.15b.17-19.20b-21.
Para explicar cómo la actitud de Jesús tiene efectos en la humanidad –más allá de su carácter «ejemplar»–, Pablo recurre al concepto de solidaridad como se entendía en su época. Según eso, la solidaridad de la humanidad con Adán (antepasado de todos los seres humanos) hace a todos los seres humanos partícipes del pecado de Adán. Y la solidaridad de la humanidad con Jesús hace a todos los seres humanos partícipes del don de Dios, el Espíritu. Pero existe una gran diferencia: la solidaridad con Adán es involuntaria, no depende de la decisión de la persona; la solidaridad con Jesús es por la fe, es decir, depende de la libre decisión personal.
Adán no era un individuo aislado, sino que «encarnaba» a la humanidad entera. Lo mismo acontece con Jesús, pero cada uno tiene una actitud opuesta a la del otro: Adán no escuchó a Dios (sino a la Serpiente); Jesús, en cambio, lo escuchó de tal modo que es la encarnación viva del mensaje de Dios. [Es preferible traducir ὑπακοή por «escucha» que por «obediencia», porque el primer término («escucha») entraña libertad, en tanto que el segundo («obediencia») suele implicar sumisión. De hecho, ὑπακοή significa, etimológicamente, escuchar asintiendo, lo cual connota la libertad]. Pero, además, Adán no era el humano definitivo, «era figura del que tenía que venir».
Por eso, el delito de Adán no se puede poner al mismo nivel de la gracia de Jesús. Porque el delito de Adán produjo muerte para todos («la multitud»), la gracia de Jesús, en cambio, se desbordó sobre la humanidad («la multitud»). Nótese que formula el concepto de totalidad heterogénea («la humanidad») en términos de «multitud» (cf. Is 53,11-12). Tampoco existe equivalencia entre las consecuencias del pecado de Adán y las del perdón obtenido por Jesús; pues por el delito de Adán reinó la muerte (hasta la resurrección del Mesías Jesús), en cambio, los que reciban esa sobreabundancia de gracia y perdón serán quienes reinarán por siempre. El delito de Adán condenó a todos, la fidelidad de Jesús indultó a todos; la falta de respuesta de Adán constituyó pecadores a todos; la escucha de Jesús constituye justos a todos.
Todo esto se entiende en el trasfondo del concepto de solidaridad corporativa. Cada uno de nosotros resulta influido por la herencia y el ambiente (la naturaleza, la educación y la cultura). Ninguno es un ser aislado y desvinculado, eso es una abstracción conceptual, no una realidad histórica. Ser de Adán es ser hombre pecador e injusto; ser de Jesús, hombre rehabilitado y justo. Desde el vientre de su madre, el ser humano experimenta la solidaridad con Adán en el pecado (cf. Sal 51,7: «pecador me concibió mi madre»). Pero «el don gratuito» sobreabundó para «la multitud» y la condujo a una amnistía.
Pero, en tanto que la relación pecado-muerte es de causa a efecto, la relación gracia-vida es don desbordante de la generosidad divina. El perdón no consiste en renunciar a imputar el pecado; es regeneración del ser humano para que deje ya de pecar. La gracia no consiste en renunciar a castigar (con pena de muerte); es otorgar una vida que supera la muerte. Esto es lo que significa el paso del régimen de la Ley al régimen de la gracia. No se trata de que el fin de la Ley fuera hacer abundar el pecado como tal; Pablo dice que «la Ley se metió por medio para que proliferase el delito», y con esto quiere dar a entender que, al denunciar el pecado, la Ley contribuyó a que la humanidad tomara conciencia del mismo y abundara así el sentido de culpa entre los hombres, sin que la Ley misma capacitara al ser humano ni para cumplirla ni para liberarse del pecado ni de la culpa. Pero la «gracia» (el don del Espíritu Santo) supera con creces la conciencia de culpa por la experiencia del perdón, y el sentimiento de culpa por la certeza de la rehabilitación que transforma la vida humana y la convivencia social. El reino del pecado era el dominio de la muerte; el reino de la gracia es ese perdón generoso que da la vida eterna. Esta expresión, «vida eterna», son las palabras que concluyen el aparte que el apóstol dedica a la explicación de la obra del Mesías para rehabilitar la humanidad pecadora.

Nunca ponderaremos lo suficiente el don del amor de Dios por medio de nuestro Señor Jesús Mesías. Nunca le agradeceremos del todo esa solidaridad suya con nosotros. Pero sí podemos disfrutar ese don y cultivar esa solidaridad en la alegría de la salvación. Nos anima saber que «cuando aún nosotros estábamos sin fuerzas, entonces, en su momento, Jesús el Mesías murió por los culpables» (Rom 5,6). «Pues ahora que Dios nos ha rehabilitado por la sangre del Mesías, con mayor razón nos salvará por él del castigo» (Rom 5,9).
El cristiano no vive en el temor religioso, ni tampoco lo mueve el miedo al castigo divino. El don que Dios nos hace por la fe dada a Jesús –el Espíritu Santo–, nos infunde la certeza de un amor tan grande que supera todo temor religioso y todo temor al castigo (cf. 1Jn 3,19-20; 4,17-18). Por eso, el cristiano verdadero no necesita que lo amenacen con la condenación y con el infierno, sino que lo estimulen con la salvación y la promesa del cielo recordándole el inmenso amor que lo libera del pecado y le infunde nueva vida.
Y la eucaristía es un modo privilegiado de vivir ese don en comunión solidaria con él. Él nos «incorpora», nos hace concorpóreos y consanguíneos suyos por el don de su Espíritu.
Feliz martes.

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