Martes de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año II.
El leccionario omite el v. 11 y prosigue en el 12 la exposición que el autor hace del derroche de bondad de Dios a través del Mesías para realizar su generoso plan de salvación universal. El punto de partida fue la alabanza a Dios por haber superado la distinción entre judíos y paganos por la revelación de su «secreto», que durante siglos estuvo escondido a causa de las divisiones y enfrentamientos entre los hombres y los pueblos. Gracias al Mesías, y a su testimonio del amor universal del Padre –testimonio que le costó la vida– los diversos pueblos se enteraron de que el Padre es de todos, que todos somos hermanos, y podemos convivir en armonía gracias al don del Espíritu Santo. Ahora va a referirse a la ejecución de ese «secreto» por obra del Mesías.
Ef 2,12-22.
En el versículo 11, el autor hace un primer llamado a hacer memoria de la situación de aquellos a quienes se dirige su escrito («ustedes, los paganos») en su condición de seres humanos («en la carne»), discriminados («tratados de incircuncisos») por los que se identificaban con un signo en la carne («circuncisos») hecho por mano humana. Esto implica tomar conciencia de la existencia de una barrera entre «circuncisos» e «incircuncisos» que no tenía origen divino, y que desconocía la básica y común condición humana, igualmente necesitada de Dios («carne»). A continuación, formula el segundo llamado a hacer memoria, y ahora de la desventajosa situación de los paganos: no tenían un Mesías, no eran pueblo de Dios, eran ajenos a las sucesivas alianzas que reiteraban la promesa hecha a Abraham (cf. Gn 18,18), no tenían motivo para la esperanza y sin Dios, pues sus ídolos solo eran una vana ilusión.
Esa situación cambió, y «ahora» la condición de los «paganos» o «incircuncisos» es otra. Gracias al Mesías, ese desamparo de los no-judíos llegó a su fin. Los paganos estaban «lejos», pero ahora están «cerca». La expresión «los de lejos» denota (cf. Is 5,26; 57,19) o connota (cf. Dan 9,7; Est 9,20) a los paganos; la expresión «los de cerca», a los judíos (cf. Is 57,19; Dan 9,7; Est 9,20). Esa aproximación se logró «por la sangre del Mesías», es decir, por su muerte cruenta a manos de los guardianes de la Ley. El Mesías es paz para unos y otros, porque unió a judíos y paganos en una sola realidad, un solo pueblo, derribando la barrera que los dividía, la hostilidad que se amparaba en la Ley. Él, en su vida mortal, abolió «la Ley de los minuciosos preceptos» (o sea, los preceptos de pureza e impureza ritual), no la promesa de Dios, y creó una nueva humanidad, unida en «un solo cuerpo» (cf. Ef 5,21-33), reconciliada también con Dios «por medio de la cruz», es decir, a través de su testimonio del amor universal de Dios, rechazado igualmente por judíos y paganos. Con ese testimonio de amor a todos, «dio muerte en sí mismo a la hostilidad» que enfrentaba los pueblos y mantenía fronteras visibles e invisibles entre unos y otros.
De manera que la venida del Mesías significó el anuncio de la paz para los paganos y los judíos, según la promesa hecha por el profeta (cita Is 57,19). Esa paz, plenitud de la salvación mesiánica (cf. Is 9,5.6; Miq 5,4) se concreta en la convocación de la Iglesia y tiene repercusiones cósmicas. Los seres humanos, sin importar su origen étnico, por la fe en Jesús Mesías reciben el Espíritu, y por este Espíritu tienen acceso al Padre.
Así que ya no hay extranjeros ni inmigrantes. Los judíos clasificaban a los paganos en dos grupos: los hostiles y residentes en el exterior (los llamaban «cerdos»), y los advenedizos, que residían en su territorio (los llamaban «perros»). Denominador común de esa clasificación era la calificación de «impuros» (atribuida por ellos a ambos animales). Al anular el Mesías «la Ley de los minuciosos preceptos», todo eso quedó definitivamente superado. Ahora todos son «conciudadanos de los consagrados y familia de Dios». A la consagración por el Espíritu, le añade la pertenencia –no a un pueblo– a la «familia» de Dios, lo cual hace a todos miembros de la «casa» de Dios, el espacio de intimidad y de relaciones directas, sin intermediación alguna.
La imagen del «edificio» sugiere piedras heterogéneas (judíos y paganos), pero el fundamento común («apóstoles y profetas») le da la unidad que se remata con la «piedra angular», que ordena y sostiene el conjunto («Jesús Mesías»). Esta piedra era o la del ángulo, que mantenía unidas dos paredes, o la que les daba estabilidad a las piedras de un arco o de una cúpula.
Combina las imágenes de «edificio» y «templo», manteniendo la asociación de pueblo y familia, y añade otra imagen, la del continuo crecimiento, que es el que hace que el «edificio» llegue a ser «templo». Este edificio vivo integra a «otros» en dicha construcción (alude a la misión entre los paganos) para así formar una morada para Dios por la presencia y acción del Espíritu Santo.
La condición anterior de judíos y paganos era el «pecado» (la injusticia a los ojos de Dios). Esto merecía la reprobación absoluta de Dios, pero él tenía desde siempre el designio de llevar a todos a la reconciliación con él, lo cual incluía la reconciliación entre los seres humanos. La dificultad no estaba principalmente en la relación de Dios con la humanidad, sino en las relaciones de los seres humanos y sus pueblos entre sí. Al venir Jesús Mesías, se mostró acogedor con todos y así desveló el verdadero rostro de Dios y su designio, que se había mantenido oculto por la forma en que los pueblos concebían a Dios y por las rivalidades que esto ocasionaba entre ellos.
Esa manifestación del amor universal de Dios y de su designio de salvación universal no fue bien recibida por todos, por eso Jesús fue ejecutado en una cruz; pero su muerte y su resurrección le dejaron claro al mundo que Dios estaba de parte de Jesús y no de parte de sus verdugos, y esto le abrió a la humanidad un camino de reconciliación. La Iglesia se hace testigo y mensajera ante el mundo de esta buena noticia, y crece continuamente construyendo una nueva humanidad en la que todos pueden ser pueblo de Dios, familia de Dios.
Nuestras asambleas eucarísticas están llamadas a afirmar este amor y este designio de salvación por su capacidad de apertura y acogida universal, sin excluir, discriminar ni marginar personas. Y a ese amor y a ese designio nos adherimos por la comunión con el pan eucarístico.
Feliz martes.
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