La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-martes

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Martes de la II semana de Pascua

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (4,32-37):

 

EL grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba.
José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa hijo de la consolación, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 92,1ab.1c-2.5

 

R/. El Señor reina, vestido de majestad

El Señor reina, vestido de majestad;
el Señor, vestido y ceñido de poder. R/.

Así está firme el orbe y no vacila.
Tu trono está firme desde siempre,
y tú eres eterno. R/.

Tus mandatos son fieles y seguros;
la santidad es el adorno de tu casa,
Señor, por días sin término. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Juan (3,5a.7b-15):

 

EN aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo le preguntó:
«¿Cómo puede suceder eso?».
Le contestó Jesús:
«¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes? En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna».

Palabra del Señor


La reflexión del padre Adalberto
Martes de la II semana de Pascua.

Después de sustituir la alianza antigua («agua») por la nueva («vino»), el templo-santuario por su propia persona («este santuario… su cuerpo»), Jesús sustituye ahora la Ley por el Espíritu. Esto se da mediante un cambio interior que hace radicalmente nuevo al hombre. Cuando Nicodemo lo trató de «maestro», Jesús le hizo ver que la nueva sociedad no se construye con una ley exterior, sino con una regeneración del hombre («nacer de nuevo», o «nacer de arriba»). Esto supone una drástica ruptura con todo el pasado de injusticia («nacer del agua») y el comienzo de una vida nueva, según Dios («nacer del Espíritu»).
También el antiguo pueblo, confinado en sus estrechos límites geográficos, étnicos y culturales, es sustituido por la nueva comunidad universal, sin fronteras, que trasciende todas las culturas, aunque todavía no se perfile con suficiente claridad.

1. Primera lectura (Hch 4,32-37).
Esta es la segunda vez que se resume la vida de la comunidad (recordemos 2,41-47). Pero este resumen es más complejo, y consta de los siguientes elementos:
• Hch 4,32-35 (texto que se lee hoy): imagen de la comunidad cristiana.
• Hch 4,36-5, 11 (del cual hoy solo se leen los vv. 36-37): tres ejemplos ilustrativos de la misma.
• Hch 5,12-16 (texto omitido desde 5, 1): proyección de la comunidad en la sociedad judía.
«Pensar» y «sentir» lo mismo es signo de unanimidad. El hecho de no considerarse dueños de lo que poseían entraña libertad interior y desapego exterior. Y esto es fruto indudable del Espíritu de Jesús. Hay constatación de una total armonía de la comunidad (apóstoles y demás miembros) y, a la vez, de la espontánea renuncia al dominio de los propios bienes por solidaridad.
Sin embargo, esa comunidad de bienes («lo poseían todo en común») es de inspiración esenia; Jesús nunca pidió eso, sino una vida sobria y solidaria, de tal modo que cada uno gestionara lo suyo con libertad y responsabilidad y que así fuera desprendido y generoso. Él no pidió que la comunidad capitalizara con los bienes de sus integrantes.
Los apóstoles continúan presentándose decididamente como testigos de la resurrección («daban testimonio de la resurrección»), y no del resucitado (cf. Hch 1,8 con 4,33). La comunidad tiene campos y casas, bienes raíces (indicio de arraigo en la tierra), como Judas (cf. Hch 1,18), al precio de la traición. Al desprenderse de esos bienes, indican su ruptura con la tradición patria. Pero, al romper con el templo, se organizan aparte. La comunidad entera antes administraba sus recursos; ahora los administran los apóstoles (cf. Hch 2,45 con 4,35). Antes esos recursos se repartían (cf. 2,45); ahora son distribuidos equitativa y organizadamente (cf. Hch 4,35). De los tres ejemplos concretos el leccionario solo presenta el caso positivo, el de Bernabé («Consolador») un helenista de la tribu de Leví bastante liberado de la Ley (tenía tierra). Los otros dos (Ananías y Safira), negativos, son omitidos por el leccionario. Vemos una comunidad que, a tientas, intenta realizar el ideal de las bienaventuranzas. En ella hay buena voluntad, pero también simulación. Aun así, es evidente que marca distancia respecto del mundo judío del cual procede.

2. Evangelio (Jn 3,7b-15).
La metáfora del «viento»/Espíritu alude a la actividad de Dios: el reinado de Dios es universal, no tiene fronteras. El que nace del Espíritu es libre para amar sin fronteras nacionales. Pero el maestro de la Ley, vocero del grupo fariseo, no entiende. Por boca de Jesús habla su comunidad: ella sabe de qué habla y da testimonio de lo que le consta, porque tiene experiencia de la vida del Espíritu, pero los fariseos –como Nicodemo– no aceptan esa libertad. «Lo de la tierra» son las promesas que están en las Escrituras; «lo del cielo», la vida nueva que cumple y desborda dichas promesas. Si le confieren a las Escrituras un carácter absoluto, no pueden abrirse a la generosidad con la que Dios cumple sus promesas, limitan el horizonte de comprensión de la promesa y así les resulta imposible descubrir su cumplimiento en la persona, la obra y el mensaje de Jesús. Para la mentalidad farisea, representada por Nicodemo, esto es inconcebible, dado su apego a la letra de la Ley. No disciernen la presencia y acción de Dios en Jesús.
«El Hijo del Hombre», es decir, el Hombre-Dios, no es una evolución biológica ni social, es fruto de la plenitud de Espíritu Santo que ha recibido «de arriba» (del Padre). Para «subir» al cielo, es decir, para alcanzar la cima de la condición humana (la herencia divina, la vida eterna) es preciso «haber bajado del cielo», o sea, haber recibido el Espíritu, haber nacido «de arriba» («de nuevo»).
Este nacimiento no es una generación como la biológica, sino que consiste en el don de sí mismo con ese amor sobre toda medida que manifiesta el Hijo del Hombre «levantado» (crucificado por «los hombres» y exaltado por el Padre). En el camino del éxodo liberador es preciso que el Hijo del Hombre (Jesús, y también sus seguidores) sea levantado como un signo de que la muerte que tanto se teme es camino de vida. La salida del «mundo» es ruptura liberadora con sus valores, y el mundo reacciona sometiendo al escarnio público al que se atreve a desafiarlo («levantado» en la cruz); pero esa misma muerte es ocasión para que el Padre lo exalte aún más, proponiéndolo como signo de salvación para los que se fíen de él («levantado», exaltado a la gloria: cf. Jn 21,32). Su vida triunfante es fruto de su comunión con el Padre como Hijo suyo.

El reinado de Dios se hace efectivo por la creación de un hombre nuevo. La ley hace «súbditos», el Espíritu engendra «hijos». La ley es una exigencia exterior; el Espíritu, un irresistible impulso interior de amor. La ley tasa, pone límites; el Espíritu libera y permite la expansión sin límites. Vivir la buena noticia requiere discernimiento y audacia. El Señor nos alienta. Eso sí, hay que actuar con libertad y con sinceridad, como Bernabé. Por eso, la vida cristiana no consiste en una lista de deberes por cumplir, sino en la capacidad recibida de amar con libertad de opción y de acción, con pleno señorío de sí mismo, para hacer todo el bien posible y encontrar allí la propia felicidad. Esa es la dicha del discípulo de Jesús. Y a esa dicha nos adherimos más firmemente cada día por el abrazo que nos damos con él al comulgar con su cuerpo y su sangre, para ser uno con él y pensar y actuar en comunión con él.
Feliz martes.
 

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