Lunes de la III semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El «sacrificio» del Mesías consiste en la entrega de sí mismo para realizar el designio de su Padre, a sabiendas de que ese designio podía encontrar rechazo por parte de la misma humanidad. Pero su entrega era necesaria para que se vieran los alcances del amor liberador y salvador de Dios.
La «sangre» es signo de vida: donde la sangre circula hay vida; el «pecado» es signo de muerte, y donde el pecado prevalece hay muerte. Así que la vida física en pecado es una muerte con disfraz de vida. El ritual antiguo intentaba anular esa muerte del pecado con sangre ajena, la de animales «sacrificados» o, incluso, la de seres humanos inmolados. El Mesías demuestra que lo que quita el pecado es la propia sangre, es decir, entregar la propia vida a realizar el designio de Dios.
La «sangre» del Mesías no fue derramada para purificarlo de pecado alguno, porque él no cometió pecado (cf. Heb 4,15), pero su entrega hasta la muerte da testimonio del amor del Padre y hace experimentar ese amor, ya que él le infunde su Espíritu Santo a quien cree en él. Recuérdese que el Espíritu Santo es «derramado» (cf. Joel 3,1-5) y eso mismo se dice de la «sangre» del Mesías, «derramada por todos» (cf. Mc 14,23) «para el perdón de los pecados» (Mt 26,28); la «sangre» que el Mesías derrama es su Espíritu, que, «dado a beber» (cf. 1Cor 12,13), purifica a los suyos.
Heb 9,15.24-28.
Dado que la sangre de animales solo confería una pureza externa, legal (cf. Heb 9,13), la antigua alianza con sus ritos de purificación no liberaba del pecado y, por consiguiente, no capacitaba al ser humano para heredar la promesa de Dios. Se hacía necesaria una alianza nueva que liberase a los hombres de los delitos cometidos durante el antiguo régimen para que pudieran recibir la herencia definitiva, la vida eterna, que era el objeto de la promesa. El verdadero alcance de esta promesa solo se conoce a través del Mesías, así como solo a través de él se entiende que Dios sí la quiere otorgar, pero que el ser humano no la concibe ni tampoco entiende que las exigencias para recibirla no son requisitos arbitrarios. Es que para heredar la promesa hay que ser como el que la otorga, es decir, ser hijos de Dios, iguales a él, para ser sus herederos.
A continuación, el autor juega con el doble significado que tiene la palabra griega διαθήκη, que, de un lado, significa «alianza», y, del otro, «testamento». En cuanto testamento, para disponer de la herencia es preciso que conste la muerte del testador, ya que así es como el testamento adquiere su plena validez; en vida del testador todavía no tiene vigencia, y puede ser cambiado. Esta es la razón por la cual hay efusión de sangre (símbolo de muerte) en la primera alianza. Moisés roció tanto el libro de las cláusulas de la alianza como al pueblo entero con sangre de becerros y cabras explicitando que esa era la sangre de la «alianza» entre Dios y el pueblo (cf. Exo 24,6-8), y luego también la tienda y los utensilios del culto, ya que, según la Ley, casi todo tiene que ser purificado con sangre (cf. Lev 8,15: el altar; 8,24,30: los levitas; 12,7-8: la puérpera; 16,19: los sacerdotes); y esta «purificación», en el caso del santuario, terrestre o celeste, no implica mancha previa, sino consagración o inauguración. Pero, concretamente, en el caso del pecado, «sin derramamiento de sangre no hay perdón». Esa era la praxis con esos «esbozos de las realidades celestes» (cf. Heb 9,19-21); la «purificación» de las realidades celestes requiere sacrificios de mayor valor que esos. Ellos sirven para las realidades terrestres, pero para anular el pecado al estilo de la nueva alianza se necesita algo que no solo simbolice, sino que realice una renovación (vv. 16-23, omitidos).
Efectivamente, esos ritos no permiten expresar la nueva realidad, ya que el Mesías «no entró en un santuario hecho por hombres» (cf. Heb 8,2), que a lo sumo sería «copia del verdadero», sino al único auténtico santuario, «el mismo cielo», en donde tiene acceso expedito a la presencia de Dios «en favor nuestro» (cf. Heb 7,25). Además, él no entra una y otra vez, como sucedía con el sumo sacerdote antiguo, año tras año, con sangre ajena, lo cual –además de ser lo mismo que en la antigua alianza– habría exigido que él muriera muchas veces desde la creación del mundo. De hecho, él se sacrificó una sola vez, con la total entrega de su vida; y su muerte, que es expresión de su amor llevado hasta el extremo, bastó de una vez por todas para abolir el pecado, «ahora, en esta etapa final» (Heb 1,2). El autor sugiere que la muerte de Jesús inauguró la etapa final de la historia, los tiempos definitivos, los del cumplimiento de la promesa. Eso indica que la «vida eterna» es una realidad misteriosamente (secretamente) presente y que tiende a un cumplimiento total más allá de la muerte física. El «testador», Dios, murió en la persona de su Hijo para que el «antiguo testamento» surtiera efecto a través de la «nueva alianza» (o «nuevo testamento»), por la que recibimos la herencia de hijos, la promesa del Padre, el Espíritu Santo que nos hace hijos y herederos de la vida eterna. El mundo futuro está presente en este mundo perecedero.
El ser humano no muere muchas veces, sino una sola, y tras esa muerte viene el juicio que define el destino definitivo de la vida humana. La multitud de los pecados (injusticias) de la humanidad convirtieron la muerte y el juicio en fuentes de temor ante la incertidumbre; tanto más cuanto a ese temor se le añadía la supuesta amenaza por parte de Dios para los pecadores. La muerte del Mesías mostró que Dios ama a la humanidad y que quiere darle vida (salvarla), y que por eso el Hijo dio su vida ofreciéndola por todos, para eliminar los pecados y facilitar la «alianza» (relación) de la humanidad con Dios. De este modo, si su «manifestación» fue para abolir con su sacrificio el pecado, en el futuro, sin relación alguna con el pecado, se manifestará «a los que lo aguardan» para salvarlos, es decir, para darles la vida definitiva.
La muerte que acarrea el pecado priva de sentido la vida presente y anula la posibilidad de vida futura. No se trata de un castigo. Ese lenguaje es inapropiado. El pecado es injusticia, perjudica la propia vida y la de otras personas. En el fondo, el pecador es, a la vez, suicida y homicida. La exhortación de Dios a la enmienda es una amorosa invitación a abandonar esa conducta dañina con el fin de que, superado ese obstáculo, podamos asemejarnos a él, que es el benefactor de la humanidad, y de esa manera acoger el don que él quiere hacernos de sí mismo.
Como el pecado mismo nos «seduce», es decir, nos engaña con una falsa percepción de nuestra realidad, y nos conduce a pensar y sentir que en él –en el pecado– hay vida y libertad, nos cuesta mucho trabajo romper con esa perniciosa realidad. Por eso el Hijo asumió nuestra carne mortal y se hizo igual a nosotros en todo, excepto en el pecado, para enseñaros a ser hijos como él. Y no solo eso; él murió como nosotros, por nosotros (por causa nuestra y a favor nuestro) y para nuestra salvación, porque con su muerte nos enseñó a amar de forma universal, gratuita y fiel, y así a superar el egoísmo y el pecado solo con la fuerza del amor de Dios (el Espíritu Santo).
Cuando celebramos la eucaristía conmemoramos (no repetimos) esa muerte, y actualizamos sus frutos de salvación (vida), porque el sacrificio del Mesías tiene valor permanente.
Feliz lunes.
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