La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-jueves

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Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Jueves de la XXX semana del Tiempo Ordinario. Año I

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,31b-39):

Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza.» Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 108,21-22.26-27.30-31

R/.
 Sálvame, Señor, por tu bondad

Tú, Señor, trátame bien, por tu nombre,
líbrame con la ternura de tu bondad;
que yo soy un pobre desvalido,
y llevo dentro el corazón traspasado. R/.

Socórreme, Señor, Dios mío,
sálvame por tu bondad.
Reconozcan que aquí está tu mano,
que eres tú, Señor, quien lo ha hecho. R/.

Yo daré gracias al Señor con voz potente,
lo alabaré en medio de la multitud:
porque se puso a la derecha del pobre,
para salvar su vida de los jueces. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (13, 31-35):

En aquella ocasión, se acercaron unos fariseos a decirle: «Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte.»
Él contestó: «ld a decirle a ese zorro: «Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término.» Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: «Bendito el que viene en nombre del Señor.»»

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
Jueves de la XXX semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
La esperanza cristiana es segura, y su certeza se apoya en el testimonio interior del Espíritu, por un lado, y en el sentido profundo de la historia, por el otro, sentido que el Espíritu nos ayuda a descubrir y nos alienta a que nos lo apropiemos. Por consiguiente, la salvación que esperamos también es cierta. Y el mismo Espíritu se encarga de certificarnos la certeza de la salvación, por la experiencia presente de la vida nueva, y por la revelación permanente de su realidad en medio de las vicisitudes de nuestra existencia histórica.
Dios no es espectador de nuestro rendimiento, como los observadores que presencian cómo se desempeñan los deportistas; tampoco es un «juez» que nos califica o descalifica en relación con un reglamento, como los árbitros de los certámenes deportivos. Él es nuestro «Padre», el que nos infunde vida, fuerza y ánimos, y nos inspira y estimula con el testimonio vivo de su Hijo, como los padres humanos que impulsan y acompañan el crecimiento de sus hijos.
La entrega del Mesías por los culpables para rehabilitarnos ante Dios (cf. 5,6-8), y el don del Espíritu para hacernos hijos de Dios y herederos del Mesías (cf. 8,9-17) refutan con hechos la representación de una divinidad ofendida, enojada y dispuesta a vengar su honor ultrajado. Lo que experimenta el que le da su adhesión al Señor Jesús Mesías es un amor asombroso y una reconciliación generosa por parte de Dios, del cual solo se puede esperar amor.
 
Rom 8, 31b-39.
El capítulo que comenzó declarando la ausencia de condenación para los que son del Mesías Jesús, y que expuso la actividad del Espíritu en la vida del creyente infundiéndole vida, alegría y esperanza, se cierra ahora con esta exhortación a la seguridad y a la confianza fundadas en el incomparable amor de Dios. El Mesías Jesús hace a sus seguidores partícipes de su triunfo sobre la muerte, su obra eficaz llegará a feliz término, porque el amor de Dios así lo garantiza.
1. El amor de Dios.
Pablo se pregunta si hay algo más que alegar (v. 31a, omitido). El vocabulario usado en estas preguntas retóricas (todo el versículo) sugiere el cuadro de un proceso (cf. Job 1–2; Zac 3) o «juicio» en el que Dios, además de quedar como justo e inocente, rehabilita de tal modo a los culpables que estos resultan hasta el punto protegidos por él que su sentencia es de salvación, y no de condenación. Este lenguaje forense quiere dejar claramente establecido que Dios está de parte del cristiano, y no en contra suya.
El cristiano, objeto de tanto amor como el que Dios le ha demostrado, no tiene motivos para angustiarse. Teniendo a Dios a su favor, no lo intranquiliza quién pueda estar en su contra (cf. Sal 118,6). Evocando quizá la fe de Abraham (cf. Gen 22,16), alude a su entrega: si Dios no nos negó a su propio Hijo, sino que lo entregó a favor de todos («por nuestros pecados»: cf. Isa 53,6 LXX), ya nada nos rehusará, declara reafirmando así el amor gratuito de Dios (cf. 5,5-8). Si él es quien perdona a sus elegidos, ya no importa quién sea el fiscal (Satán) que los acuse en el juicio (cf. Zac 3,1-7; Isa 50,8-9).
2. El amor del Mesías.
Si Dios no acusa ni condena, es de suponer que esta función judicial le corresponda al Mesías Jesús, quien fue entregado en sacrificio sustituto («murió por los culpables»: cf. 5,6) y tendría derecho a reclamar. Del Mesías afirma que murió, pero, como apresurándose a precisar, dice a continuación, «mejor aún (μᾶλλον) resucitó», dando mayor importancia a este hecho que al anterior (cf. 4,24-25), y lo conecta enseguida con su exaltación gloriosa «a la diestra de Dios» (cf. Sal 110,1), y, a continuación, esta con su permanente intercesión en favor de los mismos a quienes se supone que él debería acusar. El Mesías no asume como propia la acusación de «los elegidos de Dios». Su muerte fue vencida por el Espíritu de Dios, que lo resucitó; y, por tanto, en vez de constituir un fracaso para él, fue la ocasión de su glorificación y de su total realización como «Hijo de Dios en plena fuerza» (cf. 1,3-4), para llegar así a ser intercesor en favor de la humanidad rehabilitada como rey y sacerdote eterno. Por eso, porque el Mesías está a favor, tampoco hay dudas en relación con su amor. Ningún obstáculo externo podría privarnos de su amor, todos ellos son superable gracias a esa fuerza de vida que nos infunde su amor. Las pruebas interiores («dificultades, angustias»), ni las exteriores («persecuciones»), ni las privaciones (hambre, desnudez»), ni las amenazas («peligro, espada») –siete en total– pueden privar al creyente del amor del Mesías, tan ampliamente demostrado.
3. La convicción del creyente.
En términos más generales, cita un texto de la Escritura (Sal 44,23) que se refiere al lamento del pueblo que se siente atropellado por los paganos a causa de su fidelidad a Dios. En tanto que el pueblo antiguo ponía en duda el amor del Señor, los cristianos se sienten solidarios con el Mesías crucificado y resucitado, exaltado e intercesor suyo, y seguros de su amor. Aquí no se trata de una certeza especulativa, sino experimental, del amor de Dios («…todo eso lo superamos de sobra gracias al que nos amó»).
La convicción del creyente no es intelectual; siente que ni las condiciones naturales («muerte, vida»), ni las potestades trascendentes («ángeles»), ni los poderes terrenos («soberanías»), ni las circunstancias históricas («presente, futuro»), ni las determinaciones topográficas («alturas, abismos»), ni creatura alguna podrían privarlo de ese amor que Dios le muestra en «el Mesías Jesús Señor nuestro».
Se observa que esta certeza del amor universal, gratuito y fiel del Padre, aunque protege de un modo incondicional, no exime del propio esfuerzo en las luchas contra las resistencias y oposiciones. Garantiza, sí que no fracasaremos, asegura que siempre está al lado, pero jamás excluye las dificultades y el esfuerzo personal.
 
La angustia es una de las enfermedades más recurrentes del mundo actual. Para el cristiano es claro que la angustia nada resuelve (cf. Mt 6,27), aunque sí pone en duda la fe (cf. Mt 6,30), y no solo eso; el cristiano siente que tiene suficientes motivos para confiar absolutamente y reconoce que la angustia es irracional. No obstante, contra toda evidencia, nos angustiamos y sufrimos.
Esa angustia y ese sufrimiento –sin pretender culpabilizar para intensificarlos– delatan «poca fe» (Mt 6,30), es decir, una crisis de confianza por incertidumbre; es sentirse en manos de un destino implacable e irracional. En los vv. 38-39 Pablo enumera una lista de «poderes» a los que el mundo de entonces temía: «angélicos», concebidos como seres autónomos (no como los que presenta la Biblia), «autoritarios», percibidos como furias demoníacas (no la autoridad de la que habla la Biblia), y astrológicos, el tiempo-espacio (no como creación de Dios), que representan toda la hostilidad imaginable, para afirmar que nada de eso nos vencerá.
En la eucaristía podemos encontrar la fuerza para confiar y disipar la angustia, porque ella nos recuerda que el amor del Padre por nosotros no tiene límites. Y Jesús es el garante de ese amor.
Feliz jueves eucarístico y vocacional.

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