La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Palabra del día

Miércoles de la XXV semana del Tiempo Ordinario. Año II

Feria o memoria libre. Santos Cosme y Damián, mártires

Colores verde o rojo

Primera lectura

Lectura del libro de los Proverbios (30,5-9):

La palabra de Dios es acendrada, él es escudo para los que se refugian en él. No añadas nada a sus palabras, porque te replicará y quedarás por mentiroso. Dos cosas te he pedido; no me las niegues antes de morir: aleja de mí falsedad y mentira; no me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan; no sea que me sacie y reniegue de ti, diciendo: «¿Quién es el Señor?»; no sea que, necesitando, robe y blasfeme el nombre de mi Dios.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 118,29.72.89.101.104.163

R/. Lámpara es tu palabra para mis pasos, Señor

Apártame del camino falso,
y dame la gracia de tu voluntad. R/.

Más estimo yo los preceptos de tu boca
que miles de monedas de oro y plata. R/.

Tu palabra, Señor, es eterna,
más estable que el cielo. R/.

Aparto mi pie de toda senda mala,
para guardar tu palabra. R/.

Considero tus decretos,
y odio el camino de la mentira. R/.

Detesto y aborrezco la mentira,
y amo tu voluntad. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,1-6):

En aquel tiempo, Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades.
Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos, diciéndoles: «No llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco llevéis túnica de repuesto. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si alguien no os recibe, al salir de aquel pueblo sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.»
Ellos se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando el Evangelio y curando en todas partes.

Palabra del Señor


Reflexión de la Palabra

Miércoles de la XXV semana del Tiempo Ordinario. Año II.

El Libro de los Proverbios comienza anunciando «proverbios de Salomón» y concluye con dos colecciones en sus dos últimos capítulos: «Máximas de Agur» (30) y «Máximas de Lemuel» (31). Agur anuncia un «oráculo» (נְאֻם), pero no se presenta como profeta; la expresión tiene significado genérico, no específico. Pero sí presenta a un sabio con dolorosa experiencia de sus límites como tal: expresa su fatiga y su decepción por no haber sido capaz de alcanzar la sensatez humana ni comprender la realidad divina. La creación entera lo sobrepasa con ventaja, la sabiduría del Santo es inaccesible para el ser humano. Pero, en medio de su frustración, descubre que Dios le habla al ser humano, que esa palabra suya es revelación del Santo, quien así se da a conocer.

Pr 30,5-9.
«Cada declaración (אִמְרָה) de Dios es acendrada», declara Agur, reconociendo que todo lo dicho por Dios es límpido, dotado de verdad y claridad. El «varón» fuerte (גֶבֶר) que se reconoce incapaz de ser sabio (cf. 30,1) y se siente perdido en la inmensidad del cosmos (cf. 30,4) descubre que en Dios hay un refugio seguro para él, que Dios «es escudo para los que se refugian en él». Si como «varón» él es «señor» (גְּבִיר) y «valiente» (גִּבּוֹר), en el conjunto de la creación, y de cara a Dios, es un ser necesitado de apoyo seguro que le brinde paz y sosiego.
Por eso, la palabra por la que Dios se revela es respetable, nada le falta, y por eso no se justifican los intentos de completarla, de añadirle algo que supuestamente le falta. Alude a la exhortación a poner fielmente en práctica las cláusulas de la alianza: «No añadirán nada a lo que yo les mando, ni quitarán nada, de modo que guarden los mandamientos del Señor, su Dios, que yo prescribo para ustedes» (Dt 4,2; cf. 5,22). Esta exhortación se completa con la advertencia de que el Señor saldrá a argüirle al mentiroso que adultere su palabra y pondrá en evidencia su fraude. Parece un aviso al falso profeta, el que pronuncia oráculos tomando en falso el nombre del Señor (cf. Ex 20,7; Dt 5,11). Porque, a diferencia de Dios, «los hombres son mentirosos» (Sl 116,11).
Puesto que el «varón», por fuerte y osado que sea, está perdido sin Dios, Agur pasa a la oración de súplica, para reiterar una petición, que ya había hecho, dentro de ese espíritu de «no añadir ni quitar», sino de mantener el equilibrio que garantice su fidelidad a él. Son dos peticiones en una («dos cosas»), y en circunstancias definidas («mientras viva»). Las peticiones las hizo para que se realicen a lo largo de toda su existencia, para que se cumplan en ese lapso determinado, no como un hecho puntual que haya de acontecer en algún momento antes de su muerte.
La primera petición («aleja de mí falsedad y mentira») está en relación con el respeto debido a la palabra de Dios. El que añade o quita algo a esa palabra la falsifica, y por eso se expone a carearse con Dios y a salir declarado «mentiroso». La auténtica palabra de Dios es revelación suya, que le permite al «varón» encontrar en él «escudo para los que se refugian en el él». El que adultera esa palabra se relaciona con una falsa representación de Dios, se fabrica un ídolo, y en vez de hallar refugio encuentra ese ídolo su perdición. El «oráculo» humano (cf. 30,1) se redime si se atiene a la palabra de Dios, pero tanto la falsedad y la mentira (cf. 30,6.8) como la arrogancia y el irrespeto (cf. 30,9) se desvinculan de la palabra de Dios.
La segunda petición («no me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan») arranca de la convicción de que riqueza y pobreza vienen de Dios (cf. 1Sm 2,7). Hace falta un largo proceso para cuestionar esta convicción, proceso que comienza por afirmar que el impío no atesora para sí, sino para otros (cf. Pr. 11,7, 13,22). En Qo 2,26 se muestra escepticismo frente a ese aserto, porque el ansia de dinero es insaciable y la riqueza no garantiza la felicidad (cf. Qo 5,8-18). Job 27,16-23 presenta al rico como un ser que vive atormentado, fracasa en su propósito y no goza de la estima de sus conciudadanos. Agur pide lo indispensable para vivir («mi ración de pan»), es decir, el equilibrio entre dar riqueza («añadir») y dar pobreza («suprimir»).
Ese equilibrio tiene la finalidad de evitar un doble mal: renegar del Señor o abusar de su nombre. El hombre satisfecho de sí mismo, apoyado en sus riquezas, está tentado de renegar del Señor. Ya no se trata de preguntar «¿cuál es su nombre?» (cf. 30,4), que es reconocimiento de no saber cómo llamar a Dios por su propio nombre, sino del desafío arrogante de quien le niega autoridad al Señor, como sucedió en el caso del faraón (cf. Ex 5,2: «¿Quién es el Señor, para que yo tenga que obedecerle?»). La riqueza se puede convertir en un ídolo, rival y sustituto de Dios. También el hombre reducido a la miseria, despojado hasta de su honor, no solo se siente tentado a robar, sino que –para evitar la sanción social o el castigo de las autoridades– miente, negando haberse apropiado de lo ajeno, y llegando incluso al sacrilegio, jurando en falso por el nombre del Dios. Esto sugiere también un horizonte colectivo, cuando el pueblo se sacie, se engría y se olvide del Señor (cf. Dt 8,12-14), pensando que sus bienes le permiten prescindir de él (cf. Dt 32,15).

La experiencia de límite es sana en la medida en que le permite al ser humano ser objetivo, a la par que realista con respecto de sus posibilidades actuales. La experiencia de Dios, que quiere la plena realización humana, es liberadora porque le infunde al ser humano la confianza de que sus límites están ahí para ser superados, ya que cuenta con un aliado que es escudo y refugio seguro.
Pero se enfrenta a dos tentaciones: la de falsear la representación de Dios, y la de desesperar de la propia condición humana. La primera consiste en la manipulación de la revelación de Dios, la tentación diabólica de utilizar la palabra de Dios para justificar ideologías contrarias a ella (cf. Mt 4,5-7). La segunda se puede dar por exceso o por defecto; en ambos casos se busca el apoyo en lo que es ajeno a la palabra de Dios, y se concreta en dos pruebas: la tentación individualista de prescindir del designio de Dios para resolver los problemas fundamentales (cf. Mt 4,2-4), o la tentación satánica de construir la sociedad humana apoyándose en ídolos (cf. Mt 4,8-10).
La celebración de la eucaristía nos devuelve a la realidad: la creación y la historia son tareas que Dios quiere compartir con el ser humano. Jesús no viene a dispensarnos del esfuerzo, sino a dar nuevas fuerzas y nuevas razones a nuestra responsabilidad para el cumplimiento de esa misión. El pan de la eucaristía, «futo de la tierra y del trabajo del hombre» es la materia prima del don de vida eterna que Dios nos hace.
Feliz miércoles.

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