En aquella situación no podía intervenir una persona más adecuada que el maestro Gilberto Torres, quien siempre ha gozado del aprecio de todos sus colegas. El maestro Gilberto ha sido buen consejero. Un hombre serio y responsable, de esos que corrigen un mal comportamiento con una sola mirada. Y cuando no, con un rejo o un abarcazo severo. Con el rejo de la abarca enderezó a William, su hijo.
Un día, en los mejores tiempos de la camisa rayá, harán unos veinte años, un fandarengue que tenia bailando a Colombia, se presentó a su casa Miguel Durán Olaya, el Pollo Caucano, rey sabanero en 1982.
Miguel estaba desesperado. Su hijo Miguel Antonio Durán Benítez, nacido en Caucasia el 30 de marzo de 1971, el mayor de sus hijos, se estaba alcoholizando. Llevaba una semana dándole al licor, con un picó en la puerta de su casa de Sincelejo. Fueron tiempos en que su éxito La camisa rayá era usada por los políticos para promocionar sus campañas proselitistas y se extendía por todo el país con su picaresca sabanera. Era una canción nacida en el bullicio de las corralejas de Sincé. Los Durán, que habían nacido en un pueblito (Río Viejo) que se llevó el río Cauca, cerca de Caucasia, Antioquia, se radicaron en Sincelejo a raíz de la atracción del Festival Sabanero, cuando Miguel Antonio, mas conocido como El Junior, era un niño, en los años setentas.
Aquí desarrolló todo su periplo vital, hasta la madrugada de este 3 de septiembre, cuando perdió su batalla contra las complicaciones por una bacteria que contrajo –según sus familiares– en un centro de rehabilitación, tras salir de cuidados intensivos, donde estuvo 45 días en los que superó la peste moderna del covid-19.
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Gilberto no se podía negar a aquella petición de su colega y amigo. Estaba en el deber de ayudarlo. De modo que, como siempre, se pulió bien, se puso su mejor pinta, embetunó sus zapatos y caminó a la residencia del parrandero. Lo halló como lo esperaba, amanecido, descamisado y enmaicenado, en la puerta de su residencia, con un picó a todo volumen, unos cuantos amigos , un frasco pechón de aguardiente a medio destapar y limón en torrejitas.
Por decencia, y con su hecho pensado, con la predisposición de quien lleva la Biblia en la mano, Gilberto se tomó el primero. Fueron varios los pasajes bíblicos y consejos, entrelazados con traguitos bajados con limón.
Por la noche, cuando Gilberto regresó a su hogar, la más sorprendida fue Rosa, su mujer. Gilberto a duras penas se sostenía en pie y tenía la lengua embolada. Antes de que su señora lo regañara por aquel estado, le dijo:
–No se pu-do.
II
Como los músicos de antes, Miguel Durán Olaya aprendió a tocar solo. Provienen de Antioquia, de la misma tierra de los Durán Díaz -Náfer y Gilberto Alejandro-, logrando crear un estilo muy particular, entre el paseo sabanero y el chandé, hasta crear una fusión de fandango y merengue. Ellos lo bautizaron ritmo chiquilero y al que se habría pegado Farid Ortiz, creando una legión de seguidores y conformado terrenos impenetrables.
Hubo partes que ni siquiera Diomedes Díaz les ganaba. Son zonas rurales, de marcado raigambre indígena, donde la música alegre de los Durán sabaneros la bailan como si fuese una trenza, agarrados, solos, mujeres, niños, ancianos. Y sueltos en las cantinas. Su estado natural es la corraleja. Ellos nunca tuvieron que pagar en la radio para pegar su música. Las cantinas y los picós eran su fortín. Las emisoras FM se veían en la necesidad de programarlos sin payola.
Los últimos éxitos de la música sabanera, después que Alfredo Gutiérrez se residenció en Barranquilla (1972) y Los Corraleros se dispersaron por el mundo, los hicieron los Durán. Por fuera de ellos surgió apenas la parodia de Bin Laden, de Lucho Covo y Horacio Mora, entre algunas pocas. Y últimamente Me rindo, majestad, de Adolfo Pacheco.
De los Durán Olaya y Benítez –donde todos tocan, cantan y componen y hasta crearon su propio sello discográfico en la avenida Argelia–, surgieron La Morrocoya— que es un canto contra la violación del sexto mandamiento, algunos cantos a la vida y en la cumbre La camisa rayá. Fue tanto el éxito, que Alfredo Gutiérrez, siempre seguidor del viejo, a quien le había grabado La manta colorá, la regrabó con rotundo éxito, haciendo la parodia con uno de sus coristas. Los Durán Benítez son nueve, tres hombres y el resto mujeres.
Después, tanto el viejo como el hijo tuvieron una larga lista de éxitos, algunos muy picarescos, en un estilo único, cercano al paseíto, quizás el ritmo mas nutrido de la época corralejera.
Miguel Durán Junior recogió la esencia del juglar de antes. Componía, tocaba y cantaba. Siempre con una estampa de artista única, moderno en su vestir y nunca se le vio mal parqueado. Su pelo engomado y suelto, con rizos, lo asemejaba a René Higuita.
Siempre tenía un éxito de un hecho cotidiano y a veces crítico, como El acetaminofén, un símil del amor, y La picaresca. Incluso, llegó a componerle a la pandemia, dando consejos, pero la vulnerabilidad en que lo dejó ésta misma derivó en su deceso. Fue su último intento por complacer a su inmensa fanaticada.
Gilberto Torres fracasó en el intento de alejar a Miguel Durán Junior de aquella parranda larga, entonces se refugiaron en la congregación de los Testigos de Jehová, con referencias de vida muy valerosos.
La música sabanera, que ha perdido varios bastiones por el nuevo coronavirus, pierde en Miguel Durán Benítez, sin lugar a dudas, al más grande juglar menor de cincuenta años.
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