Quien la ve emerger en la distancia, de entre las tumbas, sobre todo en las noches de luna llena, notará que parece la silueta de un gigante y, ¡vaya que lo es!; me refiero a la vetusta ceiba que creció dentro del cementerio de San Benito Abad. El grosor de su cuerpo es tal que no alcanzarían a rodearla nueve hombres. Sin exagerar, sería un buen prospecto para competir en los “Ginness World Records” de árboles de esta especie.
Crecí escuchando los cuentos e historias de la prístina oralidad que brotaba de la boca de mi abuela. Siempre, por las noches, reunía en torno suyo a más de una docena de sus nietos para contarnos fantásticos cuentos. Embutida en un amplio vestido de coloridas flores, se sentaba en posición de yoga en un viejo petate y comenzaba a recitar con marcadas inflexiones de voz cualquier cantidad de relatos, haciendo, de vez en cuando, una pausa para volver a llenar la totuma atenazada en sus manos de un oloroso café, que permanecía caliente gracias a las vivas brasas en las que reposaba el decrépito caldero donde era preparado.
Dentro de las muchas historias que relataba cual si fuera Scheherazade en las mil y una noches, siempre se viene a mi mente la de la ceiba del cementerio, e imagino sus raíces atravesando al pueblo como los tentáculos de un pulpo, tal cual lo contaba ella; decía, además, que las almas de los difuntos permanecían aferradas a dichas raíces y que cuando temblaba en la comarca era porque los muertos les protestaban a los vivos, por lo mal que se portaban.
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A veces voy a llevar algunas flores a la tumba de mi abuela y contemplo a la vieja ceiba con su cuerpo blanquecino como pintado de estuco por la mierda que dejan caer sobre ella los gallinazos que duermen en sus ramas. Imagino a mi abuela aferrada a sus raíces y por tal razón no quisiera que la ceiba desaparezca. Además, ¿de dónde se va a sujetar mi alma cuando esté bajo el ceibón?, como dirían los sambenitinos en léxico coloquial.
Hace algunos meses presencié el sepelio de un amigo y los asistentes susurraban, en esos pequeños corrillos que se forman en los entierros de provincia, que temían el momento en que las robustas ramas que penden del tronco de la ceiba se vengan abajo por no soportar su propio peso, lo cual podría ocasionar daños severos a las losas de las tumbas que gravitan a su alrededor. Es necesario hacer un estudio para intervenir el ramaje, sin tener que lesionar en su totalidad al ciclópeo árbol. Por ahora, la ceiba sigue imponente y sostenida, tal vez, por las almas de los difuntos, como lo ilustra la historia que contaba mi abuela. La ceiba que ha sido testigo de todos los muertos no se resigna a que atestigüen su propia muerte.
Los peregrinos que vienen a ver al Milagroso ocasionalmente, tienen otro atractivo más por visitar y no es una macabra invitación, a propósito de Halloween, pues, en verdad, la centenaria ceiba causa admiración y misterio. Se contempla en ella la vida en abundancia en medio de tanta muerte. Es la vigilante diurna y nocturna de nuestros difuntos. Es, parafraseando el título del libro del fallecido Roberto Burgos Cantor, “La ceiba de la memoria”.
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