Angeles

Se sentía calma. Había paz, armonía y olor a campo, que también se había esfumado por la ausencia de labriegos que huyeron a causa de la guerra.

Eran las 10:00 de la mañana. El sol fue sorprendido por horas de lluvia, por lo que su brillo se vio opacado; hacía más llevaderas las horas de recorrido, pero aún más largo el camino para llegar a Chengue, un corregimiento de Ovejas, célebremente conocido por la masacre de 27 campesinos el 17 de enero de 2001, a manos del mal llamado bloque paramilitar Héroes de los Montes de María, de las AUC.

En un corredor, reposando después de horas de siembra, se encontraba Jaime Luis Fernández Meriño, un adulto joven, de piel curtida y gestos toscos que se iban suavizando en medio de la confianza.

Se notaba incómodo y un poco asustado con la presencia de esta reportera. De manera atrevida lo fustigué con el celular, que cumplía la función de grabadora. Tenía un atuendo propio de los miembros de la fuerza pública, de pies a cabeza, con tonos verde, y botas. Explica que se trataba de una coincidencia, pues diariamente lo acompaña su tradicional camisa de cuadros manga larga.

Nos subimos imaginariamente a la máquina del tiempo, retrocediendo 23 años. A Jaime no le fue difícil volver a sus 22. Asegura recordarlo todo y lo confirma su mirada, que se fue tornado húmeda y llena de nostalgia.

Su relato inicia con la palabra «doloroso», una definición que no necesita sinónimo ni mucha explicación. «Eran las 4:00 de la mañana, se metieron muchos hombres armados, y nosotros no sabíamos por qué. Yo le puedo echar este cuento porque en el preciso momento de los hechos y sin mirar hacia atrás, salí de aquí para Don Gabriel, donde llegamos dos horas después”, relata.

Muchos periodos gubernamentales han pasado y a Chengue no llega el progreso que la guerra le arrebató.

Desde allá se veía una nube de humo, el aviso de que las casas de sus vecinos y familiares habían sido quemadas hasta quedar reducidas a cenizas. Esto sería lo menos importante, pues a sus oídos y como si se tratara de un llamado a lista, iban llegando los nombres de todos aquellos inocentes a quienes silenciaron golpeando su cabeza con un mortero de hierro.

Desde finales de los 90 e inicios del 2000 hay que poner en el escenario a los Montes de María, una subregión compartida con Bolívar, que también ha padecido las inclemencias de la guerra.

Fueron 56 masacres; de Sucre, las más mencionadas y de recordación nacional, las de Chengue (Ovejas), Pichilín (Morroa), Chinulito (Colosó), El Naranjal (Los Palmitos) y El Cielo (Chalán). Otras, muy pocos sonoras, y el resto, desconocidas. Siete municipios conforman la subregión en Sucre, entre ellos Ovejas, indudablemente, uno de los más azotados por la guerra. Los frentes 35 y 37 de la Farc se asentaron en su territorio, así como los para nada Héroes de los Montes de María.

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Una sola familia
De los 27 muertos de Chengue, 10 eran familia de Jaime. Sus primos y tíos habían sido ultimados por un supuesto rumor de hacer parte de la guerrilla. Hombres de apellidos: Martínez, Oviedo, Barreto y Meriño, este último el más sonoro en la población.

Hoy los honran con una eucaristía que se celebró a las 8:30 de la mañana en la Institución Educativa Don Gabriel, sede Chengue, con la presencia de autoridades, familiares, allegados y sobrevivientes de esta masacre de lesa humanidad.

Sirlenis Meriño Vaquero, líder natural de Chengue y quien para ese entonces tenía 13 años, recuerda que el año que permanecieron desplazados en Sincelejo, su padre evitaba decir su apellido por miedo a correr la misma suerte de sus seres queridos: muerte o cárcel.

Ramiro Meriño, padre de Sirlenis, o simplemente Ramiro, como por mucho tiempo se presentó para salvaguardar su integridad y la de sus 9 hijos, fue uno de los primeros en retornar a este pueblo de donde se desplazaron 150 familias.

«Nosotros sufrimos mucho con las muertes de nuestros seres queridos, la que más recuerdo fue la de mi abuelo César Meriño, su cuerpo lo dejaron como si fuera gelatina, a él lo asesinan ese día de la masacre porque se devolvió al pueblo. Él y otros decían que no tenían por qué huir, pues no habían hecho nada nada malo», explica.

Todos eran descendientes de unos pobladores procedentes de Chengue (Magdalena), de ahí el nombre con el que bautizaron al que en ese entonces era un pequeño caserío.

Jaime y su familia también retornaron al año siguiente de aquel doloroso episodio, en busca de sus raíces y de todo aquello que habían dejado atrás, pero la vida les seguía poniendo pruebas sin haberse podido recuperar de las anteriores.

«Me detuvieron por rebelión, permanecí 5 años preso porque supuestamente todo el que vivía por acá era guerrillero. Hicimos parte de los falsos positivos, el mismo día también detuvieron a un tío y a un primo. En los patios de la cárcel estábamos como entre familia, porque muchos éramos conocidos», sostiene.

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Pero ahí no paró todo; el destino, como para asegurarse de que nunca se saliera de su mente ese recuerdo, lo marcó en el momento de su captura: en su hombro derecho lo quemaron con el cañón de un fusil recién accionado.

Hoy tiene 45 años y sus ganas de luchar y salir adelante, intactas. Las heridas no han muerto, así como las que aún le siguen saliendo en sus manos callosas a pesar de su experiencia.

«Nunca se me ha pasado por la mente la palabra venganza, hay que seguir para delante y luchar por lo que uno quiere y sueña. A mis 4 hijos les digo que estudien para que no pasen lo duro que yo he pasado”, recalca.

Para Jaime, el corregimiento entró en un retroceso a raíz de la violencia, y su tesis no solo cobra fuerza por la vía de acceso accidentada y maniatada por el clima, sino también por la falta de agua potable, de infraestructura y de una verdadera reparación individual y colectiva.

De esto da fe Juan Meriño, líder del pueblo, quien resiente el hecho de que no los han dignificado como víctimas. Las ayudas han sido muy ínfimas a pesar del dolor causado, y lo que resulta aún más insólito, no cuentan con un monumento en homenaje a sus muertos.

«He dejado de venir a las conmemoraciones que hacen cada 17 de enero porque me duele que cuando preguntan dónde fueron asesinados los campesinos y sus nombres, no hay un monumento o un lugar donde puedan encontrar relatada la historia. Están desdibujándola, y eso también es victimizar», apunta.

Este fue uno de los párrafos bandera cuando fue lanzado el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica sobre 54 años de guerra en Colombia, y es preciso traerlo a colación tras el inconformismo de Juan.

«Los actores armados de uno u otro lado buscan instaurar sus versiones del pasado como verdades absolutas y presentan sus intereses particulares como demandas patrióticas o revolucionario-populares. En este afán de control de la historia y de la memoria, los actores del conflicto manipulan las versiones sobre lo ocurrido para justificar sus acciones y estigmatizan las interpretaciones políticas y sociales que les son adversas. Un esfuerzo de búsqueda de justicia para las víctimas precisa oponerse a la imposición de una memoria política, la de los vencedores de uno u otro, que legitimaría los actos cometidos así fuesen las peores atrocidades, justificándolas por el hecho de estar defendiendo a “la patria” o luchando por el pueblo”.

A partir de esto se puede decir que construir memoria es un derecho, un acto político y una práctica social.

A estas alturas del diálogo, Juan está más suelto, más dado a sacar aquel tesoro de dolor que alberga en su cabeza y en su corazón. Sonríe cálidamente, y llega a mi mente una pregunta: ¿Cuándo volviste a reír después de tanto dolor?

«No he vuelto a reír. Sí sonrío, pero reír no, no importa que le hagan lo que le hagan a este pueblo, hubo mucho dolor y ahora hay olvido. Es difícil ser lo que fuimos antes porque fueron muchas vidas que se perdieron, y de gente buena, gente muy buena», concluye, en medio de un llanto visiblemente reprimido.

Laura Toscano Monterroza es comunicadora social, técnico en Investigación Judicial, especialista en Derechos Humanos y en Periodismo de Paz. Esta historia la elaboró para este último posgrado.

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