Lectura del santo evangelio según san Lucas (20,27-40):
En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano». Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Intervinieron unos escribas:
«Bien dicho, Maestro».
Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor
Sábado de la XXXIII semana del Tiempo Ordinario. Año II.
La crisis del «mundo» (el colapso de los sistemas de poder, riqueza y prestigio, que provocan rivalidades, enfrentamientos y atropellos en las sociedades humanas), no significa que Dios se haya arrepentido de habernos creado, ni tampoco que vaya a permitir que aniquilemos su obra. Por el contrario, se renueva la misión cristiana mediante un mayor compromiso de los suyos con esa misma misión. En las épocas de crisis, la solución siempre ha sido la santidad.
La misión histórica de la Iglesia se representa con dos testigos («dos» es la mínima expresión de una comunidad). Juan recibe la misión de medir el santuario de Dios, el altar y el espacio para los que dan culto (cf. Ez 40-42), que ahora no consiste en un edificio, sino en la comunidad; por eso, no hay patio exterior, porque no se da una convivencia pacífica con los paganos. La «ciudad santa» (la comunidad de fe) está siendo pisoteada por los paganos, como otrora Jerusalén (cf. Is 63,18), es decir, hay persecución, pero esta durará 42 meses (cf. Dn 12,7: como la de Antíoco), o sea, tres años y medio (la mitad de siete), período breve. A pesar de ello, la iglesia tendrá que dar testimonio (dos testigos: dos profetas), como parte de su misión histórica, «vestidos de sayal», traje de luto y penitencia: luto por las injusticias que se cometen en el mundo, penitencia como exhortación a enmendar la vida para acoger el reinado de Dios (Ap 11,1-3, omitido).
Ap 11,4-12.
Los dos testigos son descritos con dos imágenes: dos olivos y dos candelabros. Los dos olivos (cf. Zac 4,3.11-14) representan a los dos ungidos: el rey y el sacerdote (ambos son atributos del cristiano: cf. Ap 1,5; 5,7); los dos candelabros, fuentes de luz celeste en la tierra, como incumbe a las iglesias (cf. Ap 1,12): iluminar la historia. «Están en presencia del Señor de la tierra» (Jesús; cf. Ap 5,10: «reinarán sobre la tierra»). Son indestructibles, porque su mensaje juzga a quienes intenten dañarlos («fuego» de su boca). De hecho, intentar hacerles daño es condenarse a morir. Juan los caracteriza con los rasgos de los dos grandes profetas del Antiguo Testamento que se opusieron al poder: Elías, al poder interno, con «fuego» (cf. 2Ry 1) y con «agua» (cf. 1Ry 17), y Moisés, al poder extranjero, transformando agua en sangre, rescatando a Israel a través del mar, e hiriendo a Egipto con plagas (cf. Ex 7-12).
Su testimonio provoca la persecución por parte del sistema de poder: «la bestia». Este nombre se lo asignó el profeta a los reinos paganos despóticos e inhumanos, justamente para designar su carácter brutal («bestia») y cruel («fiera») en relación con los otros pueblos (cf. Dn 7). La «bestia» (o «fiera») se arroga el poder de matar («sube del abismo»), y de hecho los matará, pero ya ellos habrán dado su testimonio. Aún después de muertos tratará de ultrajarlos negándoles sepultura. La condición de insepulto se constituye en una dolorosa y humillante afrenta para un muerto. El poder que hace esto domina en una «ciudad» (sociedad) que es descrita con tres comparaciones «en lenguaje profético»: Sodoma (la sociedad corrupta), Egipto (la sociedad opresora), y aquella «donde su Señor fue crucificado» (la sociedad infiel). Se suponía que, tras tres días, la muerte era irreversible, por eso todos esperan que a los tres días y medio ya se haya silenciado ese mensaje incómodo para las tiranías de todos los pueblos, para dar rienda suelta a su alegría y para festejar por haber callado la denuncia profética que les quitaba el sueño.
Pero, cuando se da por segura la muerte, los dos testigos, como su Señor, muestran estar vivos, para terror de todos los agentes de muerte: los que matan le temen a la vida. Los testigos (solo ellos) oyen la voz potente que Juan oyó al principio (cf. Ap 4,1) y que los invita a subir al ámbito sereno en donde reina el que está sentado en el trono. La realidad de la muerte no es como se la imaginaban los agentes de muerte. Era vana su ilusión de destruir la vida de los testigos del Señor con la muerte física. No entienden de la vida ni de la muerte. El Señor se encarga de reivindicarlos públicamente, para confusión y vergüenza de sus verdugos. Es Dios quien los llama a subir. La subida «en una nube» indica que heredan la gloria divina. La percepción de sus enemigos expresa que ellos constatan que los valores que quisieron combatir –los valores del Hijo del Hombre que los discípulos de Jesús aceptaron y asimilaron– son perennes; y, además, que, en vez de acabar la comunidad de los discípulos de Jesús con la amenaza y la muerte, esta se fortalece y crece con la persecución.
Cuando «el mundo» da signos de caducidad, se muestra hipersensible a la crítica (lo atormenta la denuncia profética) y entra en el paroxismo del terror para afianzar su poder cuando lo siente amenazado, a fin de conservarlo (persecución a los profetas). La sociedad se transforma, se hace cada vez más inhumana («bestia») y cruel («fiera»), recurre a una mentalidad y a una praxis de muerte («sube del abismo») y se obstina en silenciar con violencia la palabra de Dios.
La comunidad cristiana resiste a la amenaza y a la persecución y lleva su testimonio hasta el final, porque tiene la plena confianza puesta en el Señor de la vida, aunque sean muy poderosos y peligrosos los agentes de la muerte.
Alimentarse con el pan de vida es fortalecer día tras día la seguridad de poseer una vida que no termina con la muerte física. Y esa seguridad afianza la valentía que se requiere para testimoniar la fe hasta el fin, por amor a la humanidad que ansía o espera salvación.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.
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