La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-martes

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Martes de la XXX semana del Tiempo Ordinario. Año II

Feria, color verde

Primera lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (5,21-33):

Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano. Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.» Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. En una palabra, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete al marido.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 18,2-3.4-5

R/. Dichosos los que temen al Señor

Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.

Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.

Esta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (13,18-21):

En aquel tiempo, decía Jesús: «¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas.»
Y añadió: «¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta.»

Palabra del Señor


Reflexión del día

Martes de la XXX semana del Tiempo Ordinario. Año II.
En contraste con la vida pagana, que se expresa en «las obras improductivas de la tiniebla», la vida cristiana es transparente y de nada tiene que avergonzarse. Por eso el cristiano invita a los que están en la tiniebla de la muerte a que se dejen iluminar por la luz del Mesías, y esta invitación la hace con su testimonio. El cristiano tiene motivos superiores para la celebración y la alegría, no tiene por qué recurrir a las destructivas diversiones del mundo (cf. Ef 5,9-20).
Este irreprochable comportamiento social debe verificarse en la relación interior de las familias. Aquí comienza la cuarta parte de la carta. Hay que tener en cuenta que el concepto de familia de la época incluía a todos los que estaban sujetos al dominio del cabeza de la familia (paterfamilias): la esposa, los hijos y los siervos. Esto es un dato sociológico, no teológico, pero en ese ambiente había que proponer la buena noticia. El fragmento que hoy se lee se refiere a las relaciones de marido y mujer.
Ef 5,21-33.
La predicación de la buena noticia toma como punto de partida la situación sociocultural en la que hay que proponerla. Hay un precepto básico para reconocer y valorar la realidad humana en la que habrá de encarnarse el mensaje liberador y salvador: «nada se redime si no se asume», al decir de los antiguos. Un principio sirve de punto de partida al autor de la carta: los miembros de la comunidad han de ser recíprocos, subordinándose unos a otros por respeto al Mesías. Esta subordinación recíproca es libre y voluntaria, como se ve, y no connota dominio, sino lealtad. El evangelio no es anarquía, ni parte del principio de «tierra arrasada», sino de la realidad dada, y en ella hace su propuesta de convivencia «por respeto al Mesías», respeto que supone su propuesta de vida nueva, guiada por el Espíritu, y de nueva convivencia, inspirada por el reino de Dios.
De entrada, se refiere a la relación de las mujeres con los maridos. En una sociedad patriarcal, la sumisión de la mujer al marido era incuestionable. El autor muta esa sumisión con un matiz de voluntariedad, que da cabida a cierta libertad. Compara esa subordinación a la que se establece con respecto del Señor, y cambia así de referente: de la cultura (patriarca) pasa a la fe (Señor). Y establece una analogía que le da otro fundamento a esa relación: el marido es cabeza de la mujer como el Mesías («salvador del cuerpo») es cabeza de la Iglesia. El marido sigue reconocido como «capitán» (cabeza), pero cambia el contenido de esa «capitanía», porque su referente es el Mesías en cuanto «salvador» (comunicador de vida), no la cultura. Y, entonces, la subordinación de las mujeres a sus maridos ha de ser como la de la Iglesia al Mesías. Esto hay que explicarlo, porque es nuevo. Audazmente, reconociendo el orden vigente, le da un nuevo contenido.
A los maridos les explica la nueva realidad de esa relación. Hay que pasar del plano cultural al de la fe. Su relación con sus mujeres no es de dominio, sino de amor. Y, nuevamente, el referente de ese amor es el amor del Mesías a la Iglesia, en términos de entrega para lograr su dignificación, liberación y consagración, es decir, en términos de servicio. El amor a la esposa es como el amor a sí mismo; nadie se odia a sí mismo, al contrario, se alimenta y se cuida. Así hace el Mesías con la Iglesia, que es cuerpo suyo. La alianza de amor que une al hombre con su mujer se verifica en la unión del Mesías con la Iglesia, pero ahora el planteamiento se invierte: la alianza de amor que une al Mesías con su Iglesia se convierte en el ideal de convivencia para la relación conyugal, no como antes habían mostrado los profetas, que la unión de marido y mujer servía para ejemplificar la alianza entre Dios y su pueblo. El autor apela al orden de la creación (cita Gn 2,24) y pondera la fuerza de amor que constituye la unión conyugal: es un amor superior al de los padres (lo que es mucho decir en dicha sociedad patriarcal) y crea una nueva e indisoluble realidad en la igualdad («se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser»). Así concreta «el misterio» de Dios y del Mesías en la relación familiar, elevándola, al mismo tiempo. El Mesías y la Iglesia forman esa indisoluble realidad de amor en la igualdad, y esta vale también para la unión entre marido y mujer.
Y concluye generalizando el principio: cada uno –en particular– debe «amar» a su mujer como a sí mismo (aceptando el amor que iguala), y la mujer debe «respetar» (aceptando como cabeza) a su marido (reconocimiento del orden sociocultural). El evangelio («respeto al Mesías») se traduce en exigencia de nueva vida y de otro estilo de convivencia que implica un cambio para ambos, marido y mujer, y replantea las relaciones entre ellos desde una perspectiva de fe, por adhesión libre al Mesías, más allá de los estereotipos culturales. Esa fe irá humanizando cada vez más los usos y las costumbres. Si no, no sería una fe fielmente vivida.
El anuncio del misterio del Mesías exige audacia y creatividad. Las culturas de los pueblos suelen entrañar valores humanos que constituyen una auténtica «preparación para la buena noticia» (praeparatio evangelica), pero también incluyen usos y costumbres que contrastan con ella. Todo evangelizador deberá proceder con inteligencia, sabiduría y prudencia para inculturar el misterio y, desde dentro, permear y transformar esas culturas. La pastoral del matrimonio y de la familia exige esto de modo particular, porque la familia es un privilegiado ámbito para la generación de cambios culturales.
Lo que sí es claro es el hecho de que el anuncio del misterio del Mesías opera como la levadura en la masa, y humaniza los pueblos en donde es acogido. «Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Juan Pablo II, 1982).
La celebración del «sacramento (misterio) de nuestra fe», al transformar nuestra vida personal, repercute en el cambio cultural. No se trata de convertir la cultura en fe, sino de encarnar la fe en las culturas, como la levadura en la masa, sin que pierda su esencia. Y este cambio comienza por nuestra vida familiar. Ahí es donde, primero, la fe se hace cultura.
Feliz martes.
Adalberto Sierra Severiche, Pbro. 
Vicario general de la Diócesis de Sincelejo
Párroco en Nuestra Señora del Perpetuo Socorro → Fan page

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