Lunes de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Del «nosotros» antes excluyente y del distante «ustedes» pasa ahora el autor a un «nosotros» incluyente. Los judíos y paganos, antes separados por una frontera insalvable demarcada por la Ley, ahora, por obra del Mesías, se encuentran codo a codo, formando una sola comunidad de «salvados» (vivificados) en virtud de la inesperada iniciativa y de la asombrosa generosidad de Dios, que se ha desbordado en favor de unos y otros.
El texto propuesto para hoy parte de la experiencia de los destinatarios de la carta y presenta en tres pasos el proceso de inclusión en el Mesías:
1. La anterior situación de injusticia.
2. La exuberante misericordia divina.
3. La actual situación de salvación.
Ef 2,1-10.
Este párrafo, según anotan los especialistas, resume el mensaje central de la carta de Pablo a los romanos. El autor apela aquí a la mentalidad de los paganos para explicar el sentido de su culpa. Es preciso no «bautizar» esta mentalidad, porque no es esa la intención del autor.
1. La anterior situación de injusticia.
La Ley acusaba a los israelitas de pecado, pero no solo ellos cometían la injusticia. También los paganos estaban muertos por sus culpas y pecados, al margen de los preceptos de la Ley. Los paganos se guiaban por «la corriente del mundo presente» (o «el genio de este mundo»: τὸ αἰών τοῦ κόσμου τούτου), refiriéndose al Eón, uno de los dioses de la mitología griega, sin principio ni final, asociado con religiones mistéricas, llamado «el jefe que manda en esta zona inferior» (ὁ ἄρχων τῆς ἐξουσίας τοῦ ἀέρος, lit.: «el jefe de la jurisdicción del aire»), en definitiva, el espíritu de idolatría («el espíritu que ahora actúa eficazmente en los rebeldes»). Cuando habla de «culpa», se refiere a la idolatría en sí; cuando de «pecado», a la injusticia cometida por influjo de ella.
Pero los israelitas («nosotros») también estaban en el mismo grupo, porque, sin idolatría, vivían dominados por sus bajos deseos (ἐν ταῖς ἐπιθυμίαις τῆς σαρκὸς ἡμῶν), obedeciendo los caprichos del instinto, y también pecaron y eran objeto de la reprobación divina.
2. La exuberante misericordia divina.
No obstante, Dios no actuó de forma justiciera ni vengativa, sino con misericordia desbordante. A todos, «muertos por las culpas» nos dio vida con el Mesías: una salvación totalmente gratuita; a todos nos hizo partícipes de la vida nueva del Mesías («nos resucitó»), y a todos nos confirió la dignidad real de hijos suyos («con él nos hizo sentar en el cielo»). Este derroche de bondad por medio del Mesías no solo muestra la magnanimidad de Dios, sino que, al proyectarla hacia la eternidad, ha puesto de manifiesto, ante las generaciones futuras, su sin par generosidad.
Esta salvación es un hecho presente que, al mismo tiempo, constituye el sólido fundamento de la esperanza cristiana. Es decir, la presencia y la actividad actual del Espíritu Santo en el creyente anticipa la salvación («están salvados»), no la posterga, pero sí promete su plenitud definitiva más allá de la muerte. La solidaridad con el Mesías («con él… con él») le permite a Dios mostrar ya la eficacia de su obra y anunciar su definitivo cumplimiento en las edades futuras (ἐν τοῖς αἰῶσιν τοῖς ἐπερχομένοις). Es notable que usa ahora la expresión «eón» (αἰών) con sentido meramente temporal, sin referencia alguna a las creencias mitológicas de los griegos.
3. La actual situación de salvación.
Gracias a esa generosidad divina, el presente es un horizonte de plenitud de vida, incluso para los paganos: ya están salvados por la adhesión al Mesías. Esta salvación no se debe al esfuerzo humano, al cumplimiento de las obras prescritas por la Ley; es un don absolutamente gratuito de Dios. Nadie puede vanagloriarse, presumiendo de esta nueva condición, porque no es una adquisición, es una donación. Por medio del Mesías Jesús, Dios nos rehízo, nos creó y nos dio su Espíritu, para mantenernos unidos a él y para que seamos en el mundo testigos de su amor. La vida nueva que da el Espíritu Santo (salvación) y las obras de amor que la traducen son todas ellas fruto de la gracia divina. Es tarea del cristiano discernir y decidir la realización de las obras a las que Dios lo ha preparado, que son las obras del Mesías.
La gratuidad de la salvación, como manifestación de la misericordia divina, es norma de conducta para el cristiano. Sentirse gratuitamente amado y salvado lo lleva a vivir en permanente acción de gracias, a reconocer que Dios no ha sido mezquino, que nada le ha negado. Esto lo libera del temor y de la duda, porque puede comprender que lo que le falte o lo que lo dañe no puede ser decisión de Dios, quien tan generosamente le ha manifestado su amor. Y aprende así a buscar e identificar en este mundo las causas de sus males, y no en el designio de Dios.
Reconocer esa misericordia divina nos ayuda a comprender cómo se comportó el Padre cuando nosotros éramos culpables de nuestros pecados: no nos excluyó de su amor ni castigó nuestras injusticias, sino que nos amó hasta el punto de hacernos cambiar de injustos a justos, nos dio la vida y la dignidad de hijos suyos sin mérito alguno de nuestra parte, gratuitamente, de tal forma que no nos queda opción distinta de reconocer que disfrutamos de un don, no de una conquista. Y esto es norma de conducta para nosotros como hijos suyos: amar como hemos sido amados, perdonar como hemos sido perdonados. Ese amor, conmemorado en la eucaristía, es la norma de vida y convivencia para quienes comulgamos en ella.
Feliz lunes.
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