Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,44-46):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante en perlas finas, que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.»
Palabra del Señor
Miércoles de la XVII semana del Tiempo Ordinario. Año II.
La respuesta del Señor a la súplica de Jeremías fue durísima, ostensible en los hechos provocados por el pueblo. Ni siquiera la intercesión de Moisés y Samuel juntos lograría cambiar la situación. El rey Manasés ha atraído la desgracia sobre el pueblo, y cuatro verdugos se ceban en él con el fin de acabarlo (cf. Jr 15,3). Haber rechazado al Señor fue su más grave error.
La gran tragedia personal que vivió Jeremías radica en la contradicción que él experimentó por tener que anunciar calamidades cuando quería anunciar la salvación. Se sentía solo, porque solo él miraba la realidad con la mirada de Dios. Se lamentaba, pero Dios no le daba tregua: ¡resiste y espera!, le dice.
Jr 15,10.16-21.
El quebranto del profeta es de magnitud colosal. No le encuentra sentido a haber nacido para vivir en un mundo en donde experimenta tanta hostilidad. No les ha dado motivos, pero todos lo maldicen, lo odian sin razón (cf. Sl 35,19; 69,5).
Cada vez que el Señor le su palabra (lo inspiraba), él acogía su mensaje y se gozaba en él, porque él se sentía un hombre de Dios («yo llevaba tu nombre»: era propiedad suya). Por la fidelidad al Señor no compartió la vida frívola de la gente; por lealtad con su obra se sustrajo del trato con los pecadores, y terminó quedándose solo, apartado, porque reprobaba, lo mismo que el Señor, los pecados del pueblo. Lo único que ha hecho ha sido identificarse con el Señor y mostrarse en público como personero de la alianza.
Por eso interpela al Señor:
• ¿Por qué razón se prolonga tanto su sufrimiento?
• ¿Será que el Señor es un espejismo, un oasis irreal?
El Señor le responde:
• Si vuelve al Señor, el Señor lo hará volver y lo mantendrá en su servicio.
• Si discierne lo útil de lo inútil, sabiendo qué decir y cómo, será su profeta.
• Son sus perseguidores los que deben volver a él, no él a ellos.
Y le hace una promesa (cf. Jr 1,4-10):
• El pueblo no lo doblegará.
• Él lo defenderá y lo salvará.
• Los malos y violentos no lo dañarán.
La verdadera «crisis de fe» no consiste en dudas doctrinales, sino en dudar del amor de Dios en una sociedad plagada de odios. Y, por miedo a «los hombres», que odian y agreden, renunciar a vivir como testigo del Señor, rehusarse a dar su mensaje de reprobación de lo injusto. Esa crisis conduce a abandonar la obra del Señor y permitir que la injusticia se apodere sin impedimento alguno de las personas y de la sociedad.
De nada serviría la unanimidad doctrinal, por ejemplo, si llegaran a faltar el testimonio de vida y el anuncio de palabra. Las crisis de fe se constatan, sobre todo, en el hecho de que la sociedad y las personas son dejadas a su suerte, porque los testigos se repliegan por temor y los profetas se silencian. Así las cosas, en toda sociedad injusta y caótica es claro que la crisis de fe consiste en la infidelidad de las comunidades que recibieron el bautismo para anunciar con alegría el reinado de Dios y no lo están haciendo.
El Señor se nos da como alimento para transmitirnos su fuerza y darnos así la seguridad de la salvación a pesar de la exclusión del odio y de la amenaza de muerte. El abrazo que él nos da en la comunión eucarística nos infunde confianza, seguridad y vigor para permanecer fieles dando testimonio de palabra y de obra, según lo que el Espíritu Santo nos inspire como profetas.
Feliz miércoles.
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