Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,25-33):
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mio. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.»
Palabra del Señor
Miércoles de la XXXI semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El Espíritu capacita al cristiano para amar por encima de lo común, haciéndolo capaz incluso de bendecir a sus perseguidores en vez de maldecirlos y, al mismo tiempo, solidarizarse con los que gozan y los que sufren: siempre es uno de ellos. Mantiene relaciones de concordia en la comunidad, es decir, las construye –porque ellas no se dan espontáneamente–, procurando apartarse de toda ambición de superioridad por encima de los demás, empeñado más bien en lo que afirme la igualdad («atraídos por lo humilde»). Ajeno a toda autosuficiencia, jamás devuelve mal por mal, ni insulto por insulto; conserva buenas relaciones de convivencia y se esmera por mantener la paz con todos. No es vengativo, opta por hacerle el bien incluso a su enemigo, para que se avergüence de su mal proceder, y está siempre dispuesto a no dejarse vencer por el mal, sino a vencer el mal a fuerza de bien (cf. Rn 12,14-21, omitido).
[El texto 13,2-7 es considerado como una interpolación que interrumpe el tema que comenzó a desarrollar en 12,1. Por eso el leccionario se lo salta y continúa en 13,8].
Rom 13,8-10.
El cristiano concibe el derecho y el deber como frutos de amor. El gran deber que tiene con todos es el amor. Esto implica un concepto totalmente nuevo del deber: no se trata de una obligación urgida desde fuera de la persona, sino de una exigencia interior, urgida desde su propia espiritualidad. No es necesaria la imposición de un código, a menudo con la amenaza de una sanción, porque el impulso interior del Espíritu genera espontáneamente en él tanto el respeto por el derecho ajeno como la disposición a darse para aquilatar la vida ajena. Este amor, además de no causar daño, es capacidad de percibir la necesidad del «otro» y hacer de su solución un deber para sí mismo.
Es importante advertir el acento universal contenido en la enfática formulación negativa «a nadie le deban nada fuera del amor mutuo» (13,8). Este amor no excluye «a nadie», no se ciñe «al estrecho círculo de los correligionarios, y mucho menos a los de la misma raza, concepto que está ausente en el texto. El concepto de «prójimo» es cristiano, carente de connotaciones nacionalistas o religiosas. Por consiguiente, el cristiano es capaz de ser siempre un excelente ciudadano en cada país, ya que, en la medida en que se coloca por encima de las leyes, deja ver que se siente en el deber de mejorar la sociedad entera, no solo su propia vida privada. Y además de eso, quien ama colma las expectativas que nunca pudieron satisfacer los israelitas: cumplir totalmente la Ley.
La visión cristiana del derecho es igualmente novedosa. Todos los mandamientos de la Ley, como lo enseñó Jesús, se resumen en el amor al otro. El amor no provoca daño, y con eso queda cumplida la Ley de Moisés. Pero el cristiano, urgido por el Espíritu, se siente con el derecho a ir más allá. Reclama para sí la libertad de amar, es decir, para mostrar solicitud por el bien del prójimo y para trabajar por lograr ese bien. El criterio de «bien común» o de «bien individual» no se agota en las formulaciones codificadas, porque siempre hay algo mejor que ofrecerle a la humanidad. El amor es dinamismo de vida que sigue los impulsos del Espíritu, y quien sigue los impulsos del Espíritu de porta como hijo de Dios (cf. 8,14). Por esta razón, el cristiano puede resultar incómodo para cualquier sociedad instalada en la injusticia. En el ejercicio de su derecho de amar con libertad, más allá de las leyes, se sentirá libre para exigir una superior calidad de vida y mejores condiciones de convivencia. Y, como se inspira en el reino de Dios, siempre estará por encima de cualquier orden social.
El cristiano puede ser un excelente ciudadano de cualquier país, pero ese no es su ideal; para él, el ideal es que su país sea un territorio en el que los seres humanos que lo habitan sientan la urgencia de amar sin medida y de favorecer cada uno el pleno desarrollo de sus «prójimos» y procurar cada día una convivencia social más incluyente y grata. Así traduce al lenguaje civil su ideal del reino de Dios. Por otro lado, el cristiano es consciente de que ningún proyecto histórico realiza plenamente el reino de Dios; primero, porque este se logra del todo después de la muerte; y, además, porque la humanidad siempre estará ansiosa de más vida.
Es claro también para el cristiano que él es consciente de la fuerza que lo impulsa, el Espíritu de Dios, en tanto que sus conciudadanos –si no comparten esta experiencia– podrán captar la racionalidad de este amor que no causa daño y que procura el mayor bien pata todos, pero carecerán de la fuerza para mantenerse fieles en ese propósito. Por eso, el testimonio de amor del cristiano solo será completo cuando comparta su experiencia de hijo de Dios. Esto no se hace con afán proselitista, sino en la misma línea de buscar el bien para todos.
Es igualmente claro que –por diversas razones– no todos se abrirán a la buena noticia, pero eso no es obstáculo para que el cristiano inmerso en el mundo civil se esmere por mostrarles a sus conciudadanos mejores caminos, más humanos, más incluyentes, al mismo tiempo que su disposición a colaborar con todos secundando iniciativas que, parcial o plenamente, estén de acuerdo con las exigencias del amor cristiano.
Prosigue con una invitación a la vigilancia cristiana (también omitida: vv. 11-14), a despertarse del sueño, mostrando así que el orden social vigente «adormece» la conciencia. Y exhorta así a los cristianos a asumir su identidad cristiana, a vivir plenamente la condición de «miembros del Mesías», hijos de Dios que se dejan guiar por el Espíritu y no por los bajos instintos.
La ética social del cristiano va más allá de la ética de la Ley de Moisés. Esta era un mínimo, suficiente para convivir sin causarle daño al prójimo. El amor cristiano no está definido por códigos sino por las exigencias que le plantean las relaciones con los demás y su decisión de ser testigo del Señor. Por eso, y por ser portador del mensaje del reino, se mantiene en tensión hacia la humanidad nueva, identificándose cada vez mejor con su Señor Jesús Mesías.
Cada comunidad cristiana tiene la oportunidad de convertirse en un centro de irradiación del pensamiento social que se deriva del amor cristiano y del ideal del reino de Dios. El discípulo de Jesús es libre de inserirse en cualquier partido político, o en cualquier gremio económico, o en cualquier grupo social, en tanto vaya animado por el amor cristiano –no por arribismos sociales ni por mezquinos intereses de poder o de dinero– y con intenciones de comportarse «como la levadura en la masa».
La configuración libre con Jesús –significada por la comunión eucarística– puede convertir nuestro «hombre viejo» en «hombre nuevo», y nos capacita para transformar esta sociedad caduca en reino de Dios. No es cuestión de obligación impuesta, sino de capacidad dada. En vez de pensar que «tenemos que», con alegría nos damos cuenta de que «podemos ser».
Feliz miércoles.
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