Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Ciclo B.
Cuando la Biblia habla del ser humano, no se vale, como la moderna antropología, de conceptos abstractos, sino de partes, órganos, miembros o funciones del cuerpo, que muestran un aspecto concreto de su ser. «Corazón» denota la interioridad del hombre, su vida psíquica, en su aspecto estático o permanente. Denota también el estado permanente de la vida psíquica humana (o sea, el conjunto de sus facultades y disposiciones interiores) del que procede una actividad psíquica habitual que manifiesta su condición humana. El corazón de Jesús es la expresión concreta del eterno designio de Dios, en «carne» humana.
1. Primera lectura (Os 11,1.3-4.8c-9).
El profeta quiere mostrar el amor paternal del Señor hacia su pueblo, en contraste con la forma como este se porta en relación con su Dios. El Señor se refiere a la infancia del pueblo, cuando era esclavo en Egipto. Esta comparación se atiene a las costumbres de la época, que equiparaban los niños a los esclavos en razón de su inmadurez para conducirse. La primera actitud del Señor es el amor: «cuando Israel era niño, lo amé», es decir, «le manifesté amor». Esta manifestación se concreta en llamarlo como hijo suyo, es decir, conducirlo de la esclavitud a la libertad.
Como el padre que enseña a caminar a su hijo, el Señor enseñó a Israel a ser libre, es decir, a ser hijo obedeciendo la alianza, y lo sostuvo en brazos. Esto puede interpretarse de dos maneras: o que lo cargó cuando el hijo se cansó, o que lo tomó de sus brazos para darle apoyo y seguridad. Por último, describe la inconsciencia del niño que, tras haberse caído y hecho daño, no tomaba conciencia de que su padre lo curaba, tal vez porque la cura le resultaba dolorosa. Sin embargo, el Señor le daba un tratamiento humano («con correas humanas), no le imponía coyundas para animales, sino lazos de amor liberador. Además, es un padre nutricio, que, así como levanta a su criatura a su mejilla para darle afecto, también se inclina para darle de comer.
El pueblo ha desconocido ese amor y las consecuencias son graves (vv. 5-7, omitidos). El Señor, en un arrebato de amor, suspende la sentencia. Su pueblo no puede correr la misma suerte que las ciudades impías y malditas (Sodoma, Gomorra, Admá, Seboín y Zoar). Al corazón del Señor le da un vuelco solo pensarlo, sus «entrañas» se conmueven. Un hombre se dejaría arrastrar por la cólera, pero el Señor es Dios, no hombre, es Santo, no enemigo incendiario.
2. Segunda lectura (Ef 3,8-12.14-19).
Aun sintiéndose el menor de los «consagrados» a Dios, Pablo se declara honrado por el don que se le ha concedido: anunciar la insospechable riqueza del Mesías (el amor inmenso del Padre) y explicar cómo se va cumpliendo el designio de Dios, que hasta ahora permanecía secreto.
Desde el cielo, por medio de la Iglesia, las soberanías y autoridades del mundo se van enterando de la imponderable sabiduría de Dios contenida en el proyecto histórico que él realizó a través del Mesías Jesús, Señor de judíos y paganos: en la Iglesia se suprimen las discriminaciones entre humanos por motivos de raza, religión o cultura, y cualquier ser humano, en ella, puede acercarse libremente a Dios, sin intermediarios, gracias a la adhesión de fe a Jesús. ¡Qué contraste con los poderes de este mundo («soberanías y autoridades»), que crean barreras y antesalas!
Por eso adora al Padre de todos, y le pide la experiencia de su amor por el Espíritu, para que sea posible la opción incondicional de fe en Mesías, y este habite en los «corazones» de todos. Esta opción lleva a amar como él, lo cual ensancha la capacidad de ser en cada persona y la lleva a la experiencia («el conocimiento») del Mesías, quien nos conduce a Dios, que es plenitud total.
Evangelio (Jn 19,31-37).
Juan Bautista había declarado que contempló el cielo abierto y al Espíritu bajar como paloma y quedarse sobre Jesús, anunciando enseguida que este era quien iba a bautizar con Espíritu Santo (cf. Jn 1,32-34). Jesús les había anunciado a sus discípulos que verían el cielo quedarse abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar por el Hijo del Hombre (cf. Jn 1,51). Se trata de contemplar la gloria de Dios en Jesús y, desde él, derramada sobre la humanidad.
El «mundo» sigue siendo mezquino. Los dirigentes judíos estaban más preocupados por asuntos rituales que por los hechos en sí. Habían hecho ejecutar a un inocente, y solo les preocupaban las cuestiones de pureza legal. Por eso, solicitan al gobernador que retiren pronto los cuerpos, y si es necesario adelantarles la muerte, hacerlo. Los soldados, ejecutores de los deseos de dichos dirigentes y de las órdenes del gobernador, rematan a los dos que crucificaron con Jesús, pero al ver que este ya está muerto, para dar cumplimiento material a la orden, uno de ellos, en muestra innecesaria de odio asesino, le traspasó «el costado» al cuerpo de Jesús. Y de allí, inmediatamente, «salió sangre y agua» (lo gramaticalmente correcto habría sido «salieron sangre y agua»). Con esto quiere indicar el evangelista que «sangre y agua» son una sola realidad que brota de su costado.
La sangre derramada presenta la muerte desde dos perspectivas. Desde la perspectiva de quienes lo ejecutaron, expresa el odio asesino de todos los que se confabularon para matarlo. Desde la perspectiva de Jesús, traduce su amor hasta el fin (cf. Jn 13,1) y revela la «gloria» que lo habitaba (cf. Jn 1,14) y que desde entonces se derrama sobre la humanidad entera como amor demostrado.
El agua que brota de su interior evoca la oferta del Espíritu para los insatisfechos que desean el «amor más grande» (cf. Jn 15,13), amor que se daría después de que él manifestara su gloria (cf. Jn 7,37-39. Es el amor comunicado como capacidad de amar «como yo los he amado» (Jn 13,34).
Sangre y agua son dos manifestaciones de la misma realidad que brota del «costado» o «corazón» de Jesús: el Espíritu, amor verificado y amor infundido. Ese es el gran testimonio que cumple lo que anunciaban las Escrituras.
El corazón de Jesús es su interioridad profunda, el santuario de su ser, desde donde el Padre nos ofrece y nos da su Espíritu. La invitación a aceptar a Jesús no es para que adoptemos un código moral, sino para que nos hagamos aptos para recibir el amor que Dios quieren manifestarnos e infundirnos, con el propósito de que nos sintamos entrañablemente amados por él y podamos también amar como él. Experimentamos la alegría de ser amados y la alegría de amar, la libertad que se desarrolla al sentirnos amados y la libertad de amar sin impedimentos, la plenitud de ser salvados y la satisfacción de compartir esa salvación son los demás.
En la celebración de la eucaristía tenemos acceso al corazón de Jesús y él accede a los nuestros, para que sintamos que en medio de las mediocridades podemos dar testimonio del más grande amor, el que se manifestó en la cruz y se infunde en los corazones de los creyentes en virtud del Espíritu Santo que nos es dado (cf. Rm 5,5).
Feliz fiesta.
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