15 de agosto.
Asunción de la Virgen María.
I. VÍSPERA DE LA SOLEMNIDAD
Esta solemnidad celebra la glorificación de la madre del Señor, que es imagen y figura de la Iglesia, y, por ende, celebra la gloria de la Iglesia que ha vencido la muerte por seguir al Señor. No es simétrica ni equivalente a «ascensión» (latín: ascensio), es la repercusión de la glorificación del Mesías en los suyos. María, como primera creyente, primera cristiana, e imagen viviente de la Iglesia es la primera a quien la Iglesia declara públicamente asumida por el Padre. «Asunción» (lat. adsumptio/assumptio) es un término que procede del verbo latino assumere, que significa:
• Atraer a sí.
• Tomar para sí.
• Aceptar.
Como el cielo se concibe «arriba», eso le añadió a «asunción» la connotación de «elevación», y de ahí se pasó a la eventual confusión de «asunción» con «ascensión».
1. Primera lectura (1Cro 15,3-4.15-16).
Después de su coronación, el primer acto oficial de David es trasladar el arca de la alianza desde «Villa Sotos» (קִריַת יְעָרים) hasta la casa de Obededón (cf. 2Cro 13,5.13), según el ceremonial que Moisés prescribió, a cargo de los levitas, con cantores y músicos, e introdujeron el arca en una tienda que David tenía preparada. Tras los sacrificios y las ofrendas, David bendijo al pueblo.
María es presentada momentáneamente como arca de la alianza cuando lleva en su seno a Jesús y visita a Isabel. La liturgia compara la alegría de la asunción de María con la que sintió el pueblo de Israel al recibir el arca de la alianza en la tienda construida por David, pero a la inversa: lo que ahora celebramos no es la presencia de Dios en medio del pueblo, sino la comparecencia de un ser humano, María, la madre del Señor, en el cielo, en presencia del Padre, porque en ella se nos muestra en su plenitud la obra salvadora de Jesús.
2. Segunda lectura (1Co 15,54-57).
La victoria de la vida sobre la muerte supone la muerte, porque esta condición mortal no puede heredar el reino de Dios; incluso si no muriéramos tendríamos que ser transformados para poder heredar la vida incorruptible. Esta realidad corruptible «tiene que vestirse de incorrupción», y la realidad mortal «tiene que vestirse de inmortalidad». Este «vestirse» significa que la muerte física no aniquila nuestra realidad humana, sino que la transfigura. Y entonces será cuando se verá no solo el fracaso de la muerte, sino también el del pecado y, por consiguiente, la precariedad de la Ley, porque, si el pecado ha operado como aguijón de la muerte, la Ley lo ha hecho como fuerza del pecado. La magnificencia de Dios se ha mostrado dándonos la victoria sobre la muerte «por medio de nuestro Señor, Jesús Mesías». En su calidad de «Señor», nos libera; como «Jesús», nos salva; como «Mesías», nos introduce en el reino.
3. Evangelio (Lc 11,27-28).
El evangelio nos recuerda que la dicha de la transmisión de la vida física (de madre a hijo) no es comparable a la dicha de la vida que el Padre Dios transmite a quienes escuchan y guardan su mensaje. El breve texto del evangelio habla de la «madre» de Jesús en dos planos: biológico, por un lado, y étnico, por el otro.
La enardecida «mujer» que grita «de entre la multitud», como vocera del «resto de Israel», habla a favor de Jesús:
• «Dichoso el vientre que te llevó…»: hace consistir la dicha de la «madre» (nación) de Jesús en la generación biológica, o sea, en la supervivencia nacional.
• «…y los pechos que te criaron»: radica esa dicha en la transmisión de la leche (enseñanza) por vía materna (nacional), o sea, en las tradiciones judías.
Esto se da en la perspectiva de quienes pensaban que la promesa de Dios, la vida, se concretaba en una descendencia numerosa. Jesús precisa que la promesa del Padre es el Espíritu Santo (cf. Lc 24,49), y por eso re-orienta la proclamación de dicha:
• «Mejor: ¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios…!»: la dicha no es para el pasado, es la realidad de un pueblo nuevo, no afianzado en los vínculos de carne y sangre, sino en la escucha del mensaje de Dios (cf. Lc 8,21).
• «¡…y lo cumplen!» (lit.: «lo guardan»): La dicha radica en la fidelidad al mensaje que ahora es la norma de la alianza con Dios. Este mensaje produce fruto al ciento por uno (cf. Lc 8,8), como el «fruto» del vientre de María (cf. Lc 1,42).
Jesús va más allá de los vínculos de la «carne» (biológicos y culturales) y conduce a la dicha del reino, la de las bienaventuranzas, que asegura la «gran» recompensa de Dios (cf. Lc 6,23). Ya no se trata de la supervivencia étnica del colectivo, sino de la supervivencia definitiva por escuchar y cumplir fielmente el mensaje de Dios. La alegría de María radica en ser llamada «dichosa» por todas las generaciones a causa de las obras que el Potente hizo en su favor (cf. Lc 1,47-48).
Por eso celebramos la asunción de María, o –como dice el apóstol– la absorción de su condición mortal humana por la fuente inagotable de la vida, que es el Padre. Este no es privilegio exclusivo suyo, sino destino de todo el que escucha y cumple el mensaje de Dios.
En la recepción de la eucaristía se anticipa nuestra propia asunción, porque, en vez de nosotros volver vida nuestra el pan que recibimos, ese pan «absorbe» nuestra condición mortal, viste de incorruptibilidad este ser corruptible y nos hace partícipes de la vida divina.
II. DÍA DE LA SOLEMNIDAD
La repercusión de la resurrección del Mesías en cada seguidor suyo, subrayada en la víspera de esta celebración, tiene su complemento natural en esta afirmación de la repercusión de dicha resurrección en la Iglesia entera.
1. Primera lectura (Ap 11,19a; 12,1-6a.10ab).
En medio de las persecuciones que sufre la Iglesia, Dios se manifiesta recordando su fidelidad («el arca de la alianza») y anuncia que viene a intervenir en la historia.
Su intervención se realiza por medio de «una magnífica señal»:
• Una mujer (γυνή, casada y apta para la maternidad): la esposa fiel y fecunda.
• Revestida de sol: envuelta por Dios en su propia gloria.
• La luna bajo sus pies: dominio sobre la historia (sucesión del tiempo).
• Coronada de doce estrellas: su realeza triunfante y trascendente.
• Encinta (permanentemente): espera la vida nueva que ha de llegar.
• En trabajos de parto: perseguida.
Frente a ella, otra señal:
• Un dragón rojo: bestia ensangrentada, símbolo del imperio asesino.
• Siete cabezas: vigencia plena, expresa el mal endiosado («en el cielo»).
• Diez cuernos: poder limitado.
• Siete diademas: se trata del poder político.
• Barrió la tercera parte de las estrellas: hegemonía que derroca otros reyes.
• Devorar al hijo: intolerancia del poder frente al hombre nuevo.
La mujer-comunidad da a luz al hombre nuevo a pesar de la oposición del poder asesino. El hombre nuevo es invencible, porque participa del señorío de Dios; la comunidad sigue bajo persecución, y le toca hacer su éxodo en la historia, en el «desierto», sin amoldarse a la sociedad, sin pertenecer al «mundo».
2. Segunda lectura (1Co 15,20-27a).
La segunda lectura nos recuerda las dos «etapas» del reino de Dios:
1. Reinado del Mesías. Primero tiene que reinar el Mesías, hasta cuando haya aniquilado «toda soberanía, autoridad y fuerza» contrarias a él, la última de las cuales será la muerte.
2. Reinado del Padre. Después de sometida la muerte, el Mesías entregará su reino a Dios Padre. «Y Dios lo será todo en todos» (15,28, omitido), otra forma de hablar de la «asunción».
La resurrección del Mesías es un hecho, y garantiza que su potencia de vida resucita a los suyos. Él es nuevo Adán. Si la solidaridad con el primero nos hizo mortales, la solidaridad con el Mesías nos hace inmortales. Su obra es vencer la muerte a lo largo de la historia (por la supresión de los enemigos del hombre) hasta poner a los suyos en manos del Padre, después de haber aniquilado definitivamente la muerte (al resucitarlos) para que vivan por siempre en comunión con él.
3. Evangelio (Lc 1,39-56).
El evangelio nos presenta a María dando testimonio del reinado del Mesías y anunciándolo (Lc 1,39-56). Por su testimonio, transmite el Espíritu Santo y provoca la alegría de la liberación; por su anuncio, declara caduco el viejo orden social y la instauración de uno totalmente nuevo.
María exalta al Señor porque ha sido exaltada por él. Dios «salvador» (comunicador de vida) es su alegría. Su dicha está destinada a ser reconocida y proclamada por las generaciones futuras.
La activa fuerza salvadora de Dios («su brazo») interviene en la historia:
• haciendo fracasar los planes asesinos y negando su apoyo a los poderosos,
• reivindicando a los sometidos y dando apoyo a sus justas aspiraciones, y
• manifestando su fidelidad a la alianza y a la promesa hechas desde antiguo.
La asunción de María nos recuerda que:
• Dios la tomó para sí y la preservó del pecado (no del dolor) para que acogiera al Mesías y lo diera a luz para salvación de la humanidad. Eso mismo hace con nosotros, cuando nos llama a aceptar a Jesús por la fe y manifestarlo por medio del testimonio de vida y de palabra.
• Ella afrontó el mal y lo enfrentó al amar a Jesús en la adversidad, desde la huida a Egipto hasta la cruz, cuando el «dragón» quiso devorarlo, apropiándose así del destino del Mesías. Nosotros también asumimos la cruz del Mesías para que él nos haga partícipes de su gloria.
• Ella exaltó, celebró, proclamó y gozó la acción salvadora de Dios en la historia del pueblo, y la asumió como hecha en favor suyo, solidaria con él y con el pueblo sufrido. Nosotros también tomamos sobre los hombros las tareas de la buena noticia, para que la vida de Jesús (su Espíritu) anime al pueblo de Dios, y nuestra alegría consista en ver resurgir el pueblo de sus humillaciones.
Ciertamente, la virgen María asunta al cielo (es decir, asumida por Dios) es «figura y primicias de la Iglesia», además de «consuelo y esperanza del pueblo peregrino», como canta en el prefacio de la misa de hoy la Iglesia terrestre, que no está destinada a un futuro sombrío sino esplendoroso.
Cuando comulgamos, Jesús nos asume y, progresivamente, va suprimiendo el poder del mal en nuestras vidas, hasta cuando nos asuma del todo y nos lleve a la gloria eterna, en donde «los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13,45).
Celebramos esta solemnidad como profecía de nuestro glorioso destino.
Feliz solemnidad.
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