Viernes de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Entramos en la tercera parte de la carta. El autor considera tres amenazas a la unidad, que serían tres obstáculos al designio de Dios: la vocación a la concordia y el manejo de las discordias entre los cristianos, la vocación a la unidad y la necesaria aceptación de la diversidad, y la verdad de la buena noticia ante las doctrinas de la malicia humana (cf. Ef 1,1-16)
Después de proclamado y aclamado el misterio, el escrito asume un carácter de exhortación (παράκλησις). De ahora en adelante vienen recomendaciones prácticas, indicaciones de conducta cristiana derivadas de la adhesión al Mesías y en la línea del designio liberador y salvador de Dios realizado por medio de él.
Y como el designio consiste en «hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo celeste y lo terrestre» (Ef 1,10), comienza exhortando a la unidad.
Ef 4,1-6.
Nueva alusión del autor a su condición de «prisionero». La vez anterior aducía dicha condición como un título de gloria: Ser «prisionero por causa del Mesías» (cf. 3,1: τοῦ Χριστοῦ) significa estar encadenado por anunciar el secreto de Dios. Esta vez los exhorta a portarse como cristianos («en el Señor»: ἐν κυρίῳ), lo que denota la adhesión al Señor y connota la libertad propia del hijo de Dios. Este comportamiento entraña la manera coherente como vive el cristiano siguiendo el camino que el Señor le ha señalado. Tal coherencia implica exigencias que son correspondencia humana al don recibido de parte de Dios (el Espíritu) por medio del Señor Jesús.
El logro y la conservación de la unidad exige ser humildes y sencillos, con capacidad de aguante y amorosa tolerancia, porque no es una unidad de carácter estratégico, sino fruto del Espíritu de Dios, que le hace eco al designio de reunificación universal (cf. Ef 1,20). De hecho, esta unidad, que se hace cada vez más estrecha por la paz que reina entre los miembros de la comunidad, es creación del Espíritu. Así, la unidad estará a salvo frente a las falencias individuales.
Pero esa unidad tiene motivos mucho más profundos:
• La unicidad del Espíritu, creador de esa unidad, la común vocación a un solo «cuerpo» (la Iglesia), y el común destino a la misma meta (la esperanza cristiana). El Espíritu sirve de vínculo al único «cuerpo» y a la única esperanza de la común vocación, esperanza de vida eterna. Su mención en primer lugar sugiere el orden de la experiencia cristiana, que comienza por el amor de Dios.
• La unicidad del Señor, el Mesías Jesús, al cual solo se adhiere por una misma fe, y del cual solo se testimonia por un mismo bautismo. En el centro de la enumeración, el Señor, al cual se adhiere el cristiano interiormente por la fe y públicamente por el bautismo, y por medio de él recibe el creyente el don del Espíritu y llega a conocer por experiencia al Padre.
• La unicidad de Dios, Padre de todos, que reina sobre todos (haciéndonos hijos), que nos relaciona a unos con otros (como hermanos) y que habita en cada uno. La paternidad universal de Dios (cf. Ef 3,14-15) lo sitúa como principio («padre») de todos, lo hace el vínculo común a todos, y presencia permanente en todos. Se trata de una totalidad distributiva (cf. 1Co 15,28).
El orden de estas motivaciones no es teológico, sino cronológico; se basa en la experiencia vital del cristiano. Ante todo, por la experiencia del amor en la comunidad, en la que se comparte una esperanza nueva (la vida eterna) por la fe en el mensaje de Dios y por la expresión pública de la misma en el bautismo, se experimenta el don Espíritu Santo; el Espíritu mantiene la firmeza de la adhesión al único Señor, y por medio del Señor se llega a conocer al Padre.
La insistencia del autor en la unicidad, «un solo» (ἕν), «una sola» (μία), sugiere espontáneamente la relación con la confesión de fe de Israel: «Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Dt 6,4). Esta fuerte afirmación de la unidad mira al conjunto de la comunidad, porque es exigencia del designio de Dios y, por tanto, compromiso ineludible de todo el que respondió al llamamiento a la fe cristiana. En el v. 4, la «esperanza» se refiere al objeto de la misma (lo que se espera, en concreto), y, en el v. 5, la «fe» designa la confesión de la misma (el «credo» profesado por la comunidad). La unidad se relaciona con la unicidad de Dios. Por tanto, se puede suponer implícita la suposición de que la división se relaciona con la idolatría.
La unidad de la Iglesia no la hace la doctrina, no la construyen los teólogos, sino el Espíritu de amor que procede de Dios. Requiere de unas bases humanas, por supuesto: la admisión de la igualdad, la convivencia en la sobriedad, el aguante en la adversidad, la acogida en la diferencia. Pero eso no basta para realizar el designio de Dios descrito por el autor. Hace falta la experiencia de ese amor que sobrepasa todo lo conocido, el amor que procede del Espíritu Santo y que hace capaz de amar como Dios. Él nos permite conocer en la convivencia el amor del Mesías y su fruto liberador y salvador, y así podemos reconocer al Padre como la fuente inagotable de ese amor que da nueva vida.
Lo mismo habrá que decir de la unidad entre las Iglesias cristianas («ecumenismo»): no es un acuerdo producto de una negociación, ni un pacto de coexistencia pacífica, es la conversión de todos al designio original de Dios.
Particularmente, la unidad entre los miembros de una asamblea eucarística brota de la unión con el Señor por obra del mismo Espíritu. Lo que llamamos «comunión» es más que un rito, es un acto público de fe que nos compromete a realizar entre nosotros el amor del Padre.
Feliz viernes.
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