La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-viernes

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Viernes de la III semana del Tiempo Ordinario. Año I

Feria, color verde

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta a los Hebreos (10,19-25):

Teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura. Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa; fijémonos los unos en los otros, para estimularnos a la caridad y a las buenas obras. No desertéis de las asambleas, como algunos tienen por costumbre, sino animaos tanto más cuanto más cercano veis el Día. 

Palabra de Dios

Salmo

Sal 23,1-2.3-4ab.5-6

R/.
 Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, 
el orbe y todos sus habitantes: 
él la fundó sobre los mares, 
él la afianzó sobre los ríos. R/. 

¿Quién puede subir al monte del Señor? 
¿Quién puede estar en el recinto sacro? 
El hombre de manos inocentes y puro corazón, 
que no confía en los ídolos. R/. 

Ése recibirá la bendición del Señor, 
le hará justicia el Dios de salvación. 
Éste es el grupo que busca al Señor, 
que viene a tu presencia, Dios de Jacob. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Marcos (4,21-25):

En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: «¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero? Si se esconde algo, es para que se descubra; si algo se hace a ocultas, es para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga.» 
Les dijo también: «Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces. Porque al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene.»

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto
 
Viernes de la III semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
El razonamiento que hace el autor en el texto propuesto para hoy recuerda las advertencias que hizo antes (cf. Heb 6,4-8). Es indudable que se refiere a la apostasía –probablemente comparable a la idolatría de la que habla el Deuteronomio– pero, en todo caso, se mantiene en el plano de la hipótesis, como parece sugerir el descargo que hizo respecto de sus destinatarios (cf. Heb 6,9). El problema que vislumbra el predicador es la posibilidad de abandono de la fe, abandono que podría comenzar con la deserción de las asambleas (cf. Heb 10,25).
 
Considerando la hipotética posibilidad de la apostasía, el autor la valora, en primer lugar, como menosprecio de la salvación ofrecida por medio del Mesías y obstinación en el pecado, lo que supondría que el apóstata se quedaría sin esperanza, porque –rechazado el Mesías– ya no quedan sacrificios por los pecados. Apostatar de la fe sería una frustración superior a los «castigos» con que se amenazaba al que fuera infiel a la primera alianza (cf. Dt 13,2-6; 17,2-5). Infidelidad que consistía en la idolatría debidamente comprobada. Es conveniente tener presente que el lenguaje de «castigo» le atribuye a Dios –como represalia– las consecuencias de las injusticias cometidas por un individuo o por una colectividad. Esto depende del concepto que se tiene de Dios.
 
Heb 10,32-39.
Cuando el autor habló de obstinación en el pecado, se refería al retorno a la vida anterior a la fe, lo cual muestra que su concepto de idolatría va más allá de lo cultual, que era el concepto propio del Deuteronomio. Por eso advirtió que se trataba de una decisión mucho más grave y que podía acarrear consecuencias más desastrosas. Y, valiéndose del lenguaje de «castigo», compara las dos consecuencias de las dos formas de apostasía. En el caso de la antigua alianza, si se comprobaba la apostasía mediante dos o tres testigos, el apóstata se exponía a ser ejecutado sin compasión. El «fuego» del que allí se habla es metáfora de un juicio de condenación. En el caso de la nueva alianza, el apóstata es testigo de cargo contra sí mismo, y los cargos los formula en términos de despreciar (καταπατέω: «pisotear») al Hijo de Dios –desprecio que equivale a idolatría–, reputar como profana la sangre de la alianza que lo consagró –declarar profano lo santo–, y ultrajar al Espíritu de la gracia –ultraje que equivale a blasfemia–, o sea, se juzga a sí mismo con sus hechos. En la lógica del lenguaje de castigo, advierte sobre la justicia vindicativa del Señor, o sea, sobre las inexorables malas consecuencias de esa apostasía (cf. Heb 10,26-31, omitido).
 
Nuevamente vuelve a la exhortación haciendo memoria de los primeros días de la conversión a la fe, que fueron días de luces y sombras. «Recién iluminados», o sea, recién bautizados (cf. Heb 6,4), vivieron una experiencia gozosa en su interior y entre los hermanos que los acogieron, pero debieron sostener también «recios y penosos combates», dado que no era fácil cambiar de credo religioso en aquellas sociedades. En efecto, la estabilidad social se basaba en tres pilares: patria, familia y religión; negar uno de ellos era introducir un factor de inestabilidad que la intolerancia de dichas sociedades no estaba dispuesta a permitir. La inseguridad que esos desestabilizantes cambios desataban provocaba toda clase de reacciones represoras. El autor enumera cuatro de esas reacciones. La finalidad de las mismas era aislar al individuo o al grupo que osaba salirse de esos tres parámetros, tal como estaban establecidos. Enumeración que lleva implícito el contraste entre ser excluido y autoexcluirse. La apostasía cristiana constituiría el segundo caso.
 
La primera reacción de sanción social que les recuerda es el escarnio público y las vejaciones que debieron soportar en carne propia, sometidos a burla y a improperios, reputados como apátridas y desleales a sus familias, o como impíos con respecto de sus dioses.
 
Pero esto también los afectaba de otro modo, como cuando ellos se hicieron solidarios con los que padecían directamente esa sanción. En la comunidad eran conscientes por experiencia de lo que les esperaba a los neoconversos, por eso sus miembros estaban preparados para apoyarlos a fin de que la exclusión no los hiciera sentir solos o desamparados.
Se dio también el caso de que llevaran a la cárcel a algunos neoconversos por el solo «delito» de haber cambiado de credo y de haber abrazado costumbres distintas a las admitidas que –sin que fueran inmorales ni ilegales– marcaban una cierta distancia con respecto del resto. Esto no solo tenía que ver con el culto, también con la vida familiar y con las responsabilidades ciudadanas.
 
Por último, no faltó la confiscación de los bienes. Aunque normalmente se confiscaban bienes mal adquiridos, también era frecuente el abuso de expropiar sin indemnización, arbitrariamente, por abuso de poder. Parece ser que el hecho de deslindarse los cristianos del credo oficial daba pretexto a los abusadores para despojarlos; y el autor recuerda que ellos aceptaron «con alegría» esa incautación, dando así testimonio de tener «un patrimonio mejor y estable».
 
Finalmente, los exhorta a conservar esa valentía que ya demostraron en el pasado, pensando en la recompensa que esa valentía tiene reservada para el futuro. En concreto, los destinatarios han mostrado que «les hace falta constancia», que están propensos a desanimarse; por eso, el autor del sermón los ha venido animando a ser fieles, actitud que mira a Jesús e incluye la constancia. Pero la constancia que el autor observa que les falta no es en abstracto, sino muy concreta, es la que necesitan «para realizar el designio de Dios». Por eso les habló del sacrificio del Mesías como una entrega de sí mismo (de su «cuerpo») en esta historia en donde hay padecimientos («carne») para realizar dicho designio. Ese es el culto que Dios quiere. Pero Dios no es mera exigencia; ese culto tiene una finalidad también concreta: «alcanzar la promesa», que es promesa de vida eterna. Con un par de citas (Is 26,20; Hab 2,3-4), aterriza el tema de la constancia en el de la fe-fidelidad, haciendo ver que la fe no solo obtiene la promesa, sino que realiza la obra de Dios, para concluir estimulando a sus interlocutores diciéndoles: «nosotros no somos de los que se echan atrás para perecer, sino hombres fieles que conservan la vida», incluyéndose él entre ellos.
 
Es importante el primer paso dado para seguir a Jesús, siempre que se recuerden sus motivos y que cada paso dado después de ese confirme los anteriores y mantenga en el seguimiento.
La apostasía no necesariamente se da de forma pública y ruidosa, a menudo suele ser de forma privada y silenciosa; tampoco es preciso desertar de las asambleas, se puede continuar asistiendo a ellas y llenando los escaños en los templos, pero alejándose cada día más de la vida de la Iglesia. No hace falta abandonar las comunidades, los movimientos y grupos apostólicos o los cargos en la Iglesia; es posible continuar haciendo lo mismo que hacen los cristianos sin ser ya cristiano.
 
Es posible vivir de «glorias pasadas», de gratos recuerdos que alimenten la falsa ilusión de seguir siendo lo que una vez fue, pero que ya no es más que eso, un grato recuerdo.
El autor nos exhorta a la fe-fidelidad, es decir, a la adhesión a Jesús ratificada con la «constancia para realizar el designio de Dios y alcanzar así la promesa». La eucaristía viva no se reduce a una actividad lúdico-recreativa de la que todo el mundo sale contento; sería tiempo perdido si ella no fortaleciera la fe-fidelidad para seguir a Jesús en medio de las resistencias internas y externas.
Feliz viernes.

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