La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-sábado

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Sábado de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario. Año I

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (4,13.16-18):

No fue la observancia de la Ley, sino la justificación obtenida por la fe, la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo. Por eso, como todo depende de la fe, todo es gracia; así la promesa está asegurada para toda la descendencia, no solamente para la descendencia legal, sino también para la que nace de la e de Abrahán, que es padre de todos nosotros. Así, dice la Escritura: «Te hago padre de muchos pueblos.» Al encontrarse con el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: «Así será tu descendencia.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 104,6-7.8-9.42-43

R/.
 El Señor se acuerda de su alianza eternamente

¡Estirpe de Abrahán, su siervo;
hijos de Jacob, su elegido!
El Señor es nuestro Dios,
él gobierna toda la tierra. R/.

Se acuerda de su alianza eternamente,
de la palabra dada, por mil generaciones;
de la alianza sellada con Abrahán,
del juramento hecho a Isaac. R/.

Porque se acordaba de la palabra sagrada
qué había dado a su siervo Abrahán,
sacó a su pueblo con alegría,
a sus escogidos con gritos de triunfo. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,8-12):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios. Al que hable contra el Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir.»

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto
Sábado de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
La afirmación de que la Ley ha perdido vigencia pone en crisis al judío devoto. Eso nos dice Lucas, por ejemplo, cuando Jesús resucitado les interpreta las Escrituras a los discípulos y los pone «en ascuas» (Lc 24,32): el viejo orden se les viene abajo y ellos sienten que se quedan sin piso. Pablo vivió esa crisis y es consciente de lo que sus afirmaciones provocan en todos sus interlocutores judíos. Por eso pone sumo cuidado en su argumentación y se remonta a la primera época de la revelación, a la época de los patriarcas, cuando todavía no existían ni la circuncisión ni la Ley, pero ya se había dado la promesa de Dios. La promesa es la clave, pues ella antecede a todo esfuerzo humano, a toda búsqueda religiosa; es la iniciativa gratuita por parte de Dios, no reacción suya ante iniciativa alguna por parte del hombre.
Al independizar la promesa tanto de la circuncisión como de la Ley, Pablo despeja el camino de la promesa hacia toda la humanidad; los «incircuncisos» y los «sin Ley» también pueden ser destinatarios de la promesa divina.
 
Rom 4,13.16-18.
Si el cumplimiento de la promesa dependiera del cumplimiento de la Ley (que nadie cumplía ni podía cumplir), dicha promesa sería irrealizable. Pablo lo afirma con meridiana claridad, y hace una precisión: «la promesa hecha a Abraham y a su descendencia, de que su herencia sería el mundo, no suponía la observancia de la Ley, sino la rehabilitación obtenida por la fe». Más que «la tierra (prometida)», la promesa hecha a Abraham era la de heredar el mundo, expresión de un sentido más amplio que la contenida en «la tierra». Dado que una sola nación no podía llenar «el mundo», la promesa se extiende a todas ellas, que efectivamente llenan «el mundo». Esto deja sin piso la lucha por el territorio y la justificación de la misma por razones religiosas. Por otro lado, si la herencia dependiera de la observancia, la fe se tornaría vacía, y la promesa quedaría anulada, dado que la Ley transgredida solo produce reprobación de parte de Dios, en tanto que, si no hay Ley, ya no hay transgresión posible y, por tanto, tampoco la reprobación resultante de la transgresión. Según el concepto que Pablo expone de la historia de la salvación, la herencia se recibe por la fe en virtud de la promesa; la Ley vine más tarde (cf. Gal 3,17), y ella, al denunciar la transgresión, desenmascara el pecado, que es objeto de la reprobación por parte de Dios (vv. 13-15. El leccionario omite los vv. 14-15).
Por eso, porque Dios quiere que se cumpla la promesa, ella no está sujeta al mérito (o sea, al cumplimiento de la Ley) sino a la fe en Dios, que es fiel y cumple lo que promete (o sea, es gratuita): así la promesa es firmemente asegurada para todos los descendientes de Abraham, los sujetos a la Ley y los que solo viven la fe de Abraham. Y así se cumple la promesa de que Abraham será padre de todos los pueblos. El concepto de «padre» aquí no es biológico sino existencial: hijo es aquel que imita a su padre.
Los paganos son descendientes de Abraham porque imitan su fe. Dios le hizo una promesa que se veía humanamente irrealizable: «Te he destinado a ser padre de todos los pueblos» (Gen 17,5). Abraham dio fe a tal promesa. La fe se expresa aquí en términos de una confianza absoluta en la persona («se fio de Dios»), de aceptación de su palabra («le dio crédito a Dios») y de asentimiento a lo que él le proponía («aceptó su designio»). La fe a la que se refiere Pablo aquí supone la que Abraham demostró cuando el Señor lo llamó a salir de Ur de Caldea en dirección a una tierra que después le mostraría (cf. Gen 12,1-3), y es como un desarrollo de la misma. Esto muestra –de paso– que la concepción que Pablo presenta de la fe es dinámica, no se trata de una realidad estática ni esclerótica. Por eso, esa fe es una realidad abierta a toda la humanidad, y Abraham resulta ser su destacado prototipo.
Dios da vida a los muertos, y es creador de lo que no existe, es decir, goza de libertad soberana y no está determinado por ley alguna. Llama la atención que la primera afirmación («da vida a los muertos») se refiere a lo que en apariencia resulta más fácil; en efecto, al dar vida a los muertos, Dios parte de una realidad ya existente (un cadáver), en tanto que, al crear «lo que no existe», no hay materia prima que sirva de punto de partida. Si Dios es creador de novedad, la vida del ser humano y su historia son realidades siempre abiertas, nunca caminos cerrados. Por eso, ni su sexualidad agotada (Abraham tenía 100 años) ni la esterilidad de Sara fueron razones suficientes para que él dudara de que Dios cumpliría esa promesa. Esperar cuando humanamente no había esperanza alguna es lo que lo constituye modelo de fe y «padre» de todos los pueblos. Abraham se presenta como modelo de creyentes, y los «hijos» de Abraham van a ser, pues, los que lo imiten en su opción de fe. Y esta opción de fe se fundará siempre en la confianza en Dios, en el crédito dado a su palabra y en la disposición a escucharlo.
 
Según la tradición rabínica, Dios le prometió a Abraham un descendiente, una multitud y las familias del mundo. Esa es la forma como esa tradición registra la evolución de la promesa, o, mejor, la evolución de la comprensión de la promesa.
La Ley religiosa, las leyes civiles e incluso las leyes naturales no son condición para que se cumpla la promesa de Dios. Esa promesa es la vida en plenitud, que ya comienza a disfrutar el que se adhiere a Jesús y, por eso, recibe el Espíritu Santo. Promesa que se cumple a pesar de la enfermedad y del natural desenlace de la muerte. Así como la muerte del Mesías no fue un fracaso, sino que a través de ella Dios cumplió su promesa, así la enfermedad, incluso si condujera al desenlace fatal, no sería enfermedad «para muerte» (cf. Jn 11,4).
Esto es importante subrayarlo porque muchos se dejan confundir pensando que la promesa de Dios es –por ejemplo– la salud, y no la vida, y cuando alguien enferma y, a pesar de las oraciones no se recupera, sino que muere, muchos se sienten decepcionados de Dios, flaquea su fe y hasta se resienten con él.
Jesús nos lleva al Padre (el Dios de la vida), no a Asclepio (o Esculapio, dios griego de la medicina y la salud), y nos ofrece la palabra de vida y el pan de vida. Él nos garantiza que quien guarde su palabra o coma su carne vivirá para siempre, no importa si en esta existencia terrena tuvo buena o mala salud.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.

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