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Sábado de la XXVI semana del Tiempo Ordinario. Año I
La Palabra del día
PRIMERA LECTURA
El que atrajo sobre ustedes estos males les traerá la eterna alegría.
Lectura del libro de Baruc 4, 5-12. 27-29
¡Animo, pueblo mío, memorial viviente de Israel!
Ustedes fueron vendidos a las naciones, pero no para ser aniquilados; es por haber excitado la ira de Dios, que fueron entregados a sus enemigos.
Ustedes irritaron a su Creador, ofreciendo sacrificios a los demonios y no a Dios; olvidaron al Dios, eterno, el que los sustenta, y entristecieron a Jerusalén, la que los crió. Porque ella, al ver que la ira del Señor se desencadenaba contra ustedes, exclamó:
“Escuchen, ciudades vecinas de Sión: Dios me ha enviado un gran dolor. Yo he visto el cautiverio que el Eterno infligió a mis hijos y a mis hijas. Yo los había criado gozosamente y los dejé partir con lágrimas y dolor. Que nadie se alegre al verme viuda y abandonada por muchos. Estoy desolada por los pecados de mis hijos, porque se desviaron de la Ley de Dios”.
¡Ánimo, hijos, clamen a Dios, porque Aquél que los castigó se acordará de ustedes! Ya que el único pensamiento de ustedes ha sido apartarse de Dios, una vez convertidos, búsquenlo con un empeño diez veces mayor. Porque el que atrajo sobre ustedes estos males les traerá, junto con su salvación, la eterna alegría.
SALMO RESPONSORIAL 68, 33-37
R/. El Señor escucha a los pobres.
Que lo vean los humildes y se alegren, que vivan los que buscan al Señor: porque el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus cautivos.
Que lo alaben el cielo, la tierra y el mar, y todos los seres que se mueven en ellos.
El Señor salvará a Sión y volverá a edificar las ciudades de Judá: el linaje de sus servidores la tendrá como herencia, y los que aman su nombre morarán en ella.
EVANGELIO
ACLAMACIÓN AL EVANGELIO Cf. Mt 11, 25
Aleluya.
Bendito eres, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque revelaste los misterios del Reino a los pequeños. Aleluya.
EVANGELIO
Alégrense de que sus nombres estén escritos en el cielo.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 10, 17-24
Al volver los setenta y dos de su misión, dijeron a Jesús llenos de gozo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre”.
Él les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo”.
En aquél momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo mantenido ocultas estas cosas a los sabios y prudentes, las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”.
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: “¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!”
La reflexión del padre Adalberto
Sábado de la XXVI semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después del reconocimiento del pecado (cf. 1,15-2,10), el pueblo pidió perdón al Señor (cf. 2,11-19); luego hizo una nueva confesión de pecado (cf. 2,20-35) y una reiterada súplica de perdón (cf. 3,1-8). La generosidad del Señor produce un doble efecto: por un lado, agrava la culpa por el pecado; por el otro, abre la puerta de la esperanza de su perdón. La misericordia prevalece sobre el juicio, porque el Señor permanece fiel a su promesa, pesar de la infidelidad del pueblo. Hay conciencia de pecado, pero no hay desesperación. Sin embargo, la confianza en la indulgencia del Señor solo abre la posibilidad de rectificar para tener vida (salvarse). La posibilidad se hace efectiva cuando el pueblo se levanta de su postración.
Ante esa lamentable situación, el único camino que le queda es la sabiduría. Por eso, ahora sigue una exhortación a la sabiduría, entendida como «saber vivir» (enmendarse y convertirse) y «saber para vivir» (cf. 3,9-4,4). Para salvar la vida hay que enmendar la misma, sobre todo teniendo en cuenta las exigencias de la convivencia formuladas por la Ley; pero esa enmienda debe conducir a la conversión, es decir, a restablecer la relación con el Señor, que es la fuente de la sabiduría y el autor de la alianza.
Bar 4,5-12.27-29.
Después de exhortar al pueblo a reconocer sus pecados y de invitarlo a la enmienda de vida, el profeta prorrumpe en un oráculo de consuelo dirigido a la población judía en el exilio. El tono profético recurre a la imagen tradicional de representar al Señor como un padre prolífico (multitud de hijos) y generoso (siempre misericordioso); la ciudad de Jerusalén hace el doble papel de «esposa» del Señor y «madre» (capital) del pueblo; y los habitantes son sus hijos, los que están diezmados y no pueden hacer respetar a su madre, que se encuentra «viuda» por la ausencia de su «esposo», desvalida y afligida.
Tres veces resuena el grito de ánimo (vv. 5.21.27). Para los de la diáspora, en primer lugar, a quienes les explica que su dispersión no es definitiva, ni para aniquilarlos como pueblo, sino que ha sido consecuencia de haber ofrecido sacrificios a «demonios». Este culto se concreta en inmolar seres humanos a ídolos (cf. Dt 32,17; Sl 106/105,37), es decir, idolatría contra el Señor y violencia contra la vida humana, lo que es olvido del Señor y aflicción para el propio pueblo. Ese culto a los demonios es la causa del deterioro de la convivencia que los condujo al destierro. La expresión «fueron vendidos a los gentiles» expresa –en términos de la época– el paso de la libertad a la esclavitud, de la autonomía a la dependencia. Esto sucedió por «la cólera de Dios»; es decir, al dar culto a los ídolos con sacrificios humanos –no necesariamente rituales, simplemente sus crímenes y atropellos– dejaron de lado la alianza con el Señor («se olvidaron del Señor eterno»), y ese abandono de la alianza los debilitó como sociedad y los hizo presa fácil de los caldeos invasores.
Siete veces Baruc –y solo él en toda la Biblia– llama al Señor «el Eterno», para subrayar su inmutable fidelidad a su designio, dejando ver así que las mutaciones se deben a las veleidades del pueblo y no a inconstancia suya. El Señor sigue fiel a su promesa, la infidelidad de Israel es la explicación de por qué les ha sobrevenido esa catástrofe que aflige a Jerusalén.
Jerusalén (personificada como en Lam 1) toma la palabra para comunicarles su aflicción a las ciudades vecinas: ella es como una viuda abandonada. El «Eterno», su esposo (el Señor) es como si hubiera muerto para ella –obsérvese el contraste ente «el Eterno» y su «viuda»–, sus «hijos e hijas» (sus habitantes) han marchado lejos. La reprobación de Dios por los pecados del pueblo repercutió en la ruptura de sus relaciones con todos sus habitantes, y muchos de ellos fueron dispersados a causa de sus pecados.
«Si estoy desierta es por los pecados de mis hijos, que se apartaron de la ley de Dios». Estas palabras no significan un reconocimiento de «pecado» en el sentido moralista del término; el acento recae en el alejamiento de «la ley de Dios», que implica, a la vez, el pecado personal, el pecado social y la idolatría como ruptura de la alianza con el Señor. Es mucho más que las exigencias de una moral individualista; se trata de una responsabilidad individual y colectiva.
El segundo grito de ánimo –el tercero en el libro– lo dirige Jerusalén, la madre afligida, a sus hijos exiliados para invitarlos a la conversión: si un día se alejaron de Dios, es hora de volverse a él con redoblado empeño y con la certeza de que el mismo que «les mandó desgracias» los llevará al «gozo eterno» de la vida o salvación. La exhortación a volver a Dios «con redoblado empeño» implica que la conversión a él tiene dos momentos: uno puntual, «volverse»; el otro, procesual, la «búsqueda» del Señor. El momento puntual se verifica con el abandono de los «dioses ajenos» (1,22), a los cuales dieron culto «sacrificando a demonios» (4,7). El momento procesual se expresa dinámicamente con el verbo «buscar», que entraña la escucha individual y comunitaria del Señor para vivir así la alianza con él. Después de volver a él hay que buscar la plena coherencia como miembros del pueblo del Señor.
Aquí se observa la correspondencia entre la eternidad de Dios y la eternidad de su designio salvador: «El que les mandó las desgracias les mandará el gozo eterno de su salvación». Esa calidad de fidelidad invariable del Señor se hará sentir en el pueblo dándole una vida plena y satisfactoria, causa de gozo también perpetuo.
Este mensaje interpreta la dispersión (usando el arcaico lenguaje de pecado–castigo) como consecuencia de la idolatría fratricida (suma de mentira y violencia) que solo tiene una posible salida: el invariable amor de Dios («el Eterno») que sigue fiel a sí mismo, ofreciendo la vida (salvación) que él les prometió como herencia a Abraham y a su descendencia.
El «culto a los demonios» (purificando esta expresión de concepciones supersticiosas) sigue dándose, ahora en la humanidad entera, causando el doloroso exilio o la dispersión de tantos seres humanos que sufren de manera indecible. Llámeselos «desplazados por la violencia», «deportados», «desalojados o despojados de sus tierras», «exiliados políticos» o como sea, son víctimas del «culto a los demonios». Ese culto, como toda idolatría, aparta de Dios porque le causa daño a la vida individual y a la convivencia social.
El culto al Dios Padre, el único Dios verdadero, es incompatible con esa idolatría homicida. Quienes comulgamos con Jesús adoramos al Padre como los adoradores que él busca, es decir, «en Espíritu y verdad», o sea, con el amor leal que procede de su Espíritu. Queremos parecernos a él, ser «hijos» del Padre: comunicadores de vida. La vida que recibimos en la eucaristía es para celebrar y concelebrar, porque es pan partido y repartido para compartir.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.
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