Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,1-4):
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.»
Él les dijo: «Cuando oréis decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.»»
Palabra del Señor
Miércoles de la XXVII semana del Tiempo Ordinario. I.
El libro de Jonás termina con una pregunta sin respuesta, o con una respuesta tan obvia que no es preciso explicitarla, o con una respuesta que debe darse a sí mismo el lector, si de veras entendió y acepta el mensaje del libro. Este capítulo tiene dos nombres para Dios: el nombre con el que lo conoce Israel («el Señor»: יהוה), y el nombre universal («Dios»: אֱלֹהִים), el Dios de la creación. En el primer caso (vv. 1-4), el tema de discusión son los atributos del Señor, su compasión, clemencia, paciencia y misericordia; discusión que termina con una pregunta del Señor: «¿Vale irritarse?». En el segundo, la discusión se centra en torno a los elementos de la naturaleza, el calor, el ricino, el viento y el gusano; discusión que también termina con la misma pregunta, en esencia: «¿Vale irritarse…?»: vv. 6-9). Que se trata del mismo Dios, se ve claro en el v. 6, donde se lo designa por ambos nombres.
Aquí queda al descubierto la razón por la que Jonás se había resistido a la misión: él preveía que el Señor se apiadaría de los ninivitas si ellos se arrepentían, por «el Señor es compasivo y misericordioso». Ahora, al comprobar que sus temores se confirmaron, reacciona de modo contradictorio. Para el Señor, la misión de Jonás fue exitosa; para Jonás, un disgusto que no tiene lógica. Jonás sigue encarnando el pensamiento judaico posexílico.
Jon 4,1-11.
El profeta se siente desacreditado por el Señor (יהוה) porque no se cumplió su «oráculo de desgracia»; se irrita y le hace el reclamo: él sabía que el Señor es «un Dios compasivo, clemente y misericordioso» (Exo 34,6). Esa descripción del Señor ya se encuentra en Jeremías (cf. 3,12; 31,20; 32,18) y se reitera en Joel (2,13), los salmos (86,15; 103,8; 145,8) y Nehemías (9,17). A eso atribuye él su fuga a Tarsis, a que el Señor «se arrepiente de las amenazas». Se siente tan desprestigiado por la misericordiosa compasión del Señor, que prefiere morir, pues le parece que su descrédito es insufrible. Según él, el Señor debería haber encendido su ira en contra de la población asiria y haberla aniquilado.
Al pedir la muerte, Jonás se manifiesta lo mismo que Elías (cf. 1Rey 19,4), pero es evidente que hay notables diferencias entre los dos profetas. Así que la fugaz reminiscencia sugiere más bien el contraste entre los dos: Jonás se pide la muerte porque su mensaje fue escuchado; Elías la pedía porque el suyo había sido rechazado. El Señor busca ponerlo a reflexionar en si el renombre vale tanto la pena, pero Jonás no admite discusión al respecto. Está seguro de tener la razón: el Señor lo hizo quedar en ridículo. No capta el fondo de la pregunta del Señor («¿se vale irritarse?»): él, que tanto se benefició de la misericordia del Señor, y que la agradeció de forma tan efusiva, no puede extrañarse de que el Señor sea «compasivo y clemente». Esta pregunta del Señor responde al posible clamor de algunos que le piden la aniquilación de los pueblos paganos. El autor pretende inculcar la universalidad de la misericordia del Señor.
Por eso, el autor crea otra situación en la que el profeta volverá a desear morir. Jonás se retira a observar la ciudad, en espera de que ocurra algo más, quizá esperando que Dios recapacite y acceda a su petición de destruir a Nínive para que los asirios los reconozcan a él y al Señor. Parece que la única perspectiva de Jonás es que el Señor se acredite (y lo acredite) mediante el «castigo». El Señor le mantiene su amor protector al profeta (una planta que le da sombra), y Jonás se regocija en esto. Pero al siguiente día Dios (אֱלֹהִים) le retira la medida protectora y un gusano daña la planta, y al salir el sol, un viento abrasador hace arder la cabeza de Jonás. En lugar del «incendio de la ira del Señor» sobre los ninivitas, Jonás siente que ese incendio se vuelca sobre él (en vez de reprobar la ciudad, Dios lo reprueba a él). La luz del nuevo día frustra su expectativa de castigo a la ciudad, y ya no ve a Dios como el «guardián de su cabeza» (1Sam 28,2: protector personal; o sea, su «guardaespaldas»). La frustración lo lleva de nuevo a desear la muerte. Y otra vez Dios lo cuestiona, pero Jonás insiste en tener la razón.
La tozudez de Jonás, que probablemente refleja el rencor del judaísmo posterior al exilio por los padecimientos que debió afrontar en el mismo, lo hace incapaz de sintonizar con el Señor y con su ya proverbial compasión universal («el Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso… No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 103,8.10). Entonces el Señor le hace ver que él valora y ama la vida humana sin abandonar las otras formas de vida. Jonás mismo es testigo de ello, porque fue perdonado cuando escogió mal. Por consiguiente, debería comprender el valor que tienen para el Señor tantos y tan variados seres humanos que aún no saben escoger entre lo que les conviene y lo que los perjudica («distinguir su derecha de su izquierda» significa discernir entre la felicidad y la desdicha). Además, el Señor alega su piedad por los animales («muchísimo ganado»), no en razón de su valor comercial, sino en razón de su vida. Si el rey pagano los asoció a la suerte de los mortales, el rey del cielo cuida solícitamente de ellos.
Jonás se debate entre sus ideas, basadas el concepto común de Dios (אֱלֹהִים), y la realidad del Señor (יהוה) compasivo, clemente y misericordioso que ha experimentado Israel. Finalmente, tiene que decidirse a escoger entre el Dios de la cultura, que es una proyección humana, y el Dios de la experiencia histórica, que es bueno con todos, cariñoso con todas sus creaturas.
Muchos fanatismos religiosos, en particular los de cuño «cristiano», se alimentan de una idea de Dios, no de una experiencia de su amor universal. Se imaginan a Dios, no lo conocen. Sin percatarse, convierten la fe en una ideología y resultan prisioneros de sus propios conceptos. El Padre no nos hace libres con ideas, sino con el mensaje encarnado en Jesús, que una vez aceptado nos lleva a rectificar nuestras ideas cambiando nuestra manera de pensar. Tampoco nos reprime con ímpetu, sino que nos infunde el Espíritu de Jesús para transformar nuestros odios y exclusiones en amor incluyente.
La pregunta con la que termina el libro –formulada por el Señor– cuestiona a los que se creen buenos y piensan tener derecho a despreciar a los malos y a gozarse viendo su ruina por obra de Dios, no obstante haber sido ellos también perdonados y salvados de la perdición.
Celebrar la eucaristía es mucho más que un acto piadoso. Es aceptar en Jesús a ese Padre que es clemente, compasivo y misericordioso, que nos quiere hacer sus hijos, a imagen del Hijo, quien se nos entrega como pan de vida.
Feliz miércoles.
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