Lectura del santo evangelio según san Mateo (10,1-7):
En aquel tiempo, Jesús, llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judas Iscariote, el que lo entregó.
A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca.»
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto
Miércoles de la XIV semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después de la lucha de Jacob-Israel, el libro narra el encuentro entre los dos hermanos, Esaú y Jacob, en el que este le dice a su hermano: «he visto tu rostro benévolo y era como ver el rostro de Dios» (cf. Gen 33,10: en alusión al episodio anterior). Así llegó a Siquén, en tierra de Canaán, donde adquirió un terreno para establecerse, y adoró «al Dios de Israel». (c. 33). Enseguida, narra el episodio del rapto y la violación de Dina, hija de Jacob, por parte de Siquén, hijo del príncipe del país, y la venganza de los hijos de Jacob, a quienes no les interesaba la paz entre los pueblos, como a su padre, sino la defensa del honor (c. 34). El capítulo 35 narra la aceptación del Señor como su propio Dios por parte de la familia y la gente de Jacob, renunciando a sus ídolos. Esto ocurrió en Betel, en donde se renovó la alianza de Dios con Jacob. En el camino de regreso murió Raquel dando a luz a Benjamín, el último de sus hijos. Jacob regresó a casa de Isaac para sepultarlo. El capítulo 36 trae la genealogía de Esaú.
Y comienza el ciclo de José: sus sueños y la malquerencia de sus hermanos quienes lo vendieron (c. 37). Se inserta el escabroso episodio de Judá y Tamar (c. 38), y siguen las desventuras y las aventuras de José en Egipto (39-41,1-54). Esos capítulos los omite el leccionario.
Gen 41,55-57; 42,5-7.17-24a.
El hambre generalizada, más que una mera emergencia alimentaria, es la expresión más urgente de toda humana necesidad, tanto material como espiritual. José, convertido en figura nacional e internacional, realiza ahora aquello de que «en tu nombre se bendecirán todos los pueblos de la tierra». Por el cargo, la vestimenta, el cambio oficial del nombre para el ejercicio del cargo, y la mujer que le es dada por esposa, se convierte en un egipcio. Es el visir del Faraón, que será quien estará por encima de él. Todo esto ocurre a los treinta años de la edad de José.
Después de la abundancia pronosticada por José, sobrevino la carestía que él había anunciado al Faraón. El contraste entre los pueblos de la región, que padecían hambre, y Egipto, donde había pan, se desdibuja cuando «llegó el hambre a todo Egipto, y el pueblo reclamaba pan al Faraón». Esta noticia pretende mostrar las proporciones de la carestía y ponderar la previsión de José. El Faraón se desembaraza del problema remitiendo su pueblo a José: «hagan lo que él les diga». Los graneros comenzaron a surtir a los egipcios, y pronto se regó la noticia de que en Egipto había grano, y de los otros pueblos venían «a comprar grano a José». Aunque el Faraón siga ostentando el mando, el benefactor universal es José, como proveedor de nacionales y extranjeros.
Fue Jacob quien tomó la iniciativa de enviar a sus hijos a comprar grano en Egipto; envió a diez, ya que se quedó con Benjamín, el menor, por temor a que le ocurriera alguna desgracia. Aquí se desarrolla una narración en la cual el lector sabe más que José, este más que sus hermanos, y los diez hermanos van saliendo de su ignorancia para descubrir una sorprendente verdad.
Los hermanos, que por envidia lo excluyeron de la familia, ahora son acogidos por el rechazado. José no tiene intención de vengarse de ellos sino de recuperar su familia. Tras cerciorarse de su origen los intimidó y los sometió a prueba. Aparentando dureza, los sometió a un interrogatorio implacable con el cual fue asegurándose de que los que había identificado como sus hermanos en verdad lo eran. Al poner en duda sus intenciones («¡ustedes son espías!»), los fue obligando a revelar su identidad: primero, declararon ser «hermanos hijos de un mismo padre», y luego ellos se vieron forzados a precisar su número y, declarándolo desaparecido a él, dijeron que el menor se había quedado con el padre. Esos datos fueron suficientes para confirmar que eran ellos.
Entonces les exigió –como prueba de la veracidad de sus palabras– que le trajeran a su hermano menor, que era hermano suyo de madre. Y los hizo encarcelar para ablandarlos. Luego propuso que regresaran todos a su casa a llevar el grano, menos uno, que quedaría en rehén hasta cuando trajeran al hermano menor (cf. Gen 42,8-16, omitido).
Sus hermanos, al ver que José no les daba crédito, consideraron que la vida les estaba cobrando el daño que le habían hecho años atrás y la indolencia con la que ignoraron sus súplicas. Discutían entre ellos, sin saber que José les entendía, ya que se había estado comunicando con ellos por medio de un intérprete. Y así José iba verificando cada vez más la identidad de su familia.
José los puso a pensar en la tarea de recomponer la unidad perdida de la familia trayendo a uno de sus hermanos para rescatar al otro. Lo conmovió ver el remordimiento de conciencia de sus hermanos, pero todavía no consideraba que hubiera llegado la hora de la verdad. Simeón, que es el segundo en edad, carga con la responsabilidad del grupo, porque Rubén, que es el mayor y el que dirige el grupo, debe quedar al frente del mismo para su regreso. La angustia de los hermanos recuerda la que ellos le hicieron padecer a José, y aviva su conciencia de culpa. Esto ya es indicio de que José va logrando lo que se proponía, en tanto que él permanece sin que ellos lo pudieran identificar. Este es el sentido que tiene la referencia al intérprete. Sin embargo, José no tortura a sus hermanos. El hecho de que él se retirara para llorar le añada dramatismo a la escena, y deja ver al lector su sufrimiento interior. El hecho de «encadenar en su presencia» a Simeón, y no al mayor –Rubén–, podía ser interpretado por ellos como que Dios favorecía al único de ellos que había intentado salvar a José del maltrato de sus hermanos (cf. Gen 37,22).
La necesidad que padecen los hermanos de José se convierte en una excelente ocasión para desarrollar la solidaridad y propiciar la reconciliación. Cuando se sabe ser hermano, el poder no es obstáculo para dar el primer paso y tomar la iniciativa del reencuentro. José, en vez de tomar ventaja de su poder como visir, hace todo un proceso pedagógico que conduce a sus hermanos a arrepentirse hasta rectificar. A José no le interesa la venganza, sino recuperar su familia.
Este es un ejemplo de lo que han hecho muchos pueblos en la tierra para ponerle fin a crueles y prolongados conflictos fratricidas, y un modelo perenne de lo que es capaz de hacer el hombre cuando pone la nobleza de alma por encima de mezquindades propias y ajenas.
Los cristianos conocemos al Padre que «nos amó primero» (cf. 1Jn 4,19) y que tomó la iniciativa de dar a su hijo único (cf. Jn 3,16) para reconciliarse con la humanidad y «nos confió el ministerio de la reconciliación» (cf. 2Co 5,18). «¡Dichosos los que trabajan por la paz…!» (Mt 5,9).
Eso lo conmemoramos y celebramos en la eucaristía, y nos comprometemos a vivirlo cada día.
Feliz miércoles.
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