Lectura del santo evangelio según san Lucas (14,15-24):
En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús: «¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!»
Jesús le contestó: «Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: «Venid, que ya está preparado.» Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: «He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor.» Otro dijo: «He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor.» Otro dijo: «Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir.» El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: «Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos.» El criado dijo: «Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio.» Entonces el amo le dijo: «Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa.» Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete.»
Palabra del Señor
Martes de la XXXI semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Después de la motivación «teológica» para exhortar a los filipenses a la unidad, Pablo los invita a asumir como modelo la actitud de Jesús, el Mesías crucificado y resucitado. El estilo poético y el carácter simétrico del texto de Fil 2,6-11, diferente por estilo y contenido de lo que le precede y lo que sigue, hacen pensar que se trata de un preexistente himno cristiano, citado con retoques, que Pablo inserta aquí de manera semejante a lo que se piensa de otros textos parecidos (cf. Col 1,15-20; 1Tim 3,16; 2Tim 2,11-13). La estructura de este himno se atiene al esquema bíblico de humillación (vv. 6-8) y exaltación (vv. 9-11), según el cual el justo atribulado es reivindicado por Dios. El himno está introducido por una breve exhortación (v. 5) y seguido de una exhortación amplia a vivir personal y comunitariamente ese ejemplo (vv. 12-18, que se deja para mañana).
Fil 2,5-11.
1. Exhortación introductoria (v. 5).
Pablo los invita a «sentir (φρονέω) lo mismo que Jesús Mesías», o sea, a apropiarse de la misma actitud del Mesías Jesús, a quien están «consagrados» (Fil 1,1) y cuyo día esperan (cf. Fil 1,6.10). La consagración, por obra del Espíritu Santo, los hace seguidores suyos, copartícipes de su vida; la espera los orienta a su manifestación futura, con la esperanza de ser copartícipes de su gloria. Con esta mención del Mesías Jesús, prepara las dos partes del himno que sigue.
2. Humillación (vv. 6-8).
El seguimiento discipular depende de la semejanza del discípulo con el Mesías en su condición histórica. Él, consagrado con la plenitud del Espíritu Santo, «a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios», es decir, no pretendió superioridad alguna en relación con los demás. Si «condición» (μορφή) equivale a «imagen» (εἰκών) –como varios opinan–, entonces aquí hay una contraposición de Jesús con Adán; este, a pesar de ser imagen de Dios, pretendió ser como Dios para posicionarse por encima de todo.
El Mesías, «al contrario, se despojó de su rango» (lit.: «se vació»), renunció al honor que podría haber reclamado, dada su «condición divina», y «tomó la condición de esclavo (δοῦλος)», es decir, se identificó con los últimos de la escala social, con los excluidos de todas los sociedades de aquel tiempo, y de este modo, «haciéndose uno de tantos», sin exhibir rangos honoríficos distintivos, «se presentó como un simple hombre», asimilándose a la humanidad entera, pero a partir de los excluidos, para afirmar, con la suya, la humanidad de ellos. En esas condiciones, llegó más abajo: «se abajó, obedeciendo hasta la muerte, y muerte en cruz»; es decir, llevó al extremo su condición de hijo escuchando con libre asentimiento («obedeciendo») la propuesta de Dios. Era previsible que, al asimilarse a la humanidad e identificarse con ella a partir de los excluidos, el Mesías iba a provocar la reacción de los agentes de esa exclusión, los que justificaban la esclavitud, y que ellos iban a reaccionar con los recursos a su alcance para conjurar la amenaza que la opción del Mesías suponía para su sociedad. El Padre lo envió a ser testigo de su amor universal, incluyente, y él se comprometió; en una sociedad excluyente, esa libre «obediencia» suya a Dios se entendió como desafío al orden establecido, y fue condenado a morir como un esclavo (δοῦλος) rebelde y como un antisocial (cf. Heb 12,2): «muerte en cruz».
3. Exaltación (vv. 9-11).
Ante el juicio de los poderes del mundo, los responsables de la sociedad excluyente, se yergue el juicio de Dios, que es contrario. En contraposición a Adán, que no escuchó la voz de Dios, sino la de la serpiente, el Mesías «se vació» y «se abajó» en libre «obediencia» a Dios. «Por eso, Dios lo encumbró sobre todo». Lo que Adán pretendió alcanzar no escuchando, lo recibió el Mesías escuchando como hijo.
El encumbramiento del Mesías es el fruto de su abajamiento. El verbo «encumbrar» (ὑπερυψόω) expresa la idea de «exaltar por encima de» y solo aparece aquí en el Nuevo Testamento; se usa profusamente en el cántico de los tres jóvenes (Dan 3,51-90; cf. 4,37 LXX) y en otro pasaje más (cf. Sl 96,9 LXX), referido al Señor Dios; solo en un pasaje se refiere a las pretensiones del impío (cf. Sl 36,35 LXX); en este último sentido no aparece en la Biblia hebrea. Esta «sobre-exaltación» se concreta en el otorgamiento del «Nombre que está por encima de todo nombre», el Nombre de Dios, sin duda. Conferir nombre es más que atribuir un título, es asignar una real dignidad. Pablo se refiere al nombre de «Señor», que se usa en la versión griega de la Biblia (LXX) para expresar el impronunciable nombre de Dios (יהוה: cf. Ex 3,15). O sea, el señorío liberador y salvador de Dios se revela precisamente en el Mesías humillado y encumbrado (cf. Fil 3,21).
La adoración, que solo se le tributa a Dios, tributada ahora al Mesías humillado y encumbrado implica la identificación de Jesús con Dios, es decir, el reconocimiento de que Dios se revela y actúa en Jesús. Y este reconocimiento repercute en la totalidad del mundo creado («cielos, tierra y abismos»): la morada de Dios, la morada de los hombres y la morada de los muertos. En estas palabras («en los cielos… en los abismos»), que alteran la cuidada estructura del himno, algunos ven una probable explicitación hecha por Pablo para resaltar tanto el alcance del señorío de Jesús como su relación con el Padre.
La confesión universal («toda lengua») se refiere a la triple enumeración anterior –que abarca la creación entera– tiene por objeto el reconocimiento de la divinidad del Mesías Jesús, y constituye la profesión de fe fundamental del cristianismo (cf. Hch 2,36; Rom 10,9; 1Cor 12,3; Col 2,6; Ap 19,16), pero tiene como objetivo último «la gloria de Dios Padre». Esta glorificación implica dos cosas: la manifestación esplendorosa del amor inconmensurable del Padre y el reconocimiento de la misma. En el Mesías Jesús se ha manifestado esa gloria, y es allí donde la creación entera la debe reconocer: en el Mesías humillado y encumbrado. Es decir, en la muerte del Mesías en cruz, con todo lo que esta implica, y en la acción soberana de Dios que lo resucitó reivindicándolo, es en donde hay que experimentar el amor de Dios a la humanidad y mostrarse de acuerdo con él.
Esta es la que se podría llamar motivación «cristológica» de la afectuosa exhortación de Pablo a los filipenses para procurar la unidad. Si el Mesías Jesús se despojó de todo y lo dio todo con el fin de lograr esa reconciliación de los hombres con Dios y entre ellos mismos, los seguidores del Señor no pueden ser inferiores a él. La obra del Mesías Jesús, en su doble ritmo de abajamiento y encumbramiento, tiene una presentación ante los hombres («abajamiento») que subvierte por completo el orden social injusto y provoca el rechazo del mismo, pero tiene ante Dios la visión del hijo que libremente adopta el designio de su Padre y, precisamente por eso, Dios lo reivindica («encumbramiento») y lo presenta ante todos como su hijo amado e intercesor a favor de todos.
En la eucaristía nos asociamos al Mesías Jesús humillado y exaltado, y en la vida diaria hacemos profesión viva de este misterio «para gloria de Dios Padre».
Feliz martes.
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