Lectura del santo evangelio según San Lucas (6, 12-19):
Sucedió que por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles.
A Simón, a quien llamó Pedro,
y a su hermano Andrés;
a Santiago y Juan,
a Felipe y Bartolomé,
a Mateo y Tomás,
a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes;
a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.
Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados.
Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
Palabra del Señor
Martes de la XXIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después de explicar la total suficiencia del Mesías como regenerador, liberador y salvador de la humanidad y de la creación entera, Pablo declara su disposición a ocuparse de las falsas doctrinas que se difunden en Colosas, Laodicea y lugares circunvecinos (cf. 2,1) y que él llama «discursos especiosos», argumentos atrayentes y hasta plausibles, pero falsos. Las fórmulas «bien alineados» y «firmes» (τάξις καὶ στερέωμα) pertenecen al lenguaje militar y se usaban para describir el ejército en formación y dispuesto a dar batalla (2,4-5).
La explicación del «secreto de Dios» tiene una doble finalidad: que nadie desoriente a los fieles de Colosas con discursos capciosos, y que los «hermanos creyentes» (1,2) estén persuadidos de la permanente solicitud del apóstol por ellos, aunque esté físicamente ausente. Lo primero tiene relación con el tema de la carta, ya que el autor se propone neutralizar el posible influjo de ciertos predicadores ambulantes, que recurren a esos «discursos capciosos»; lo segundo, asegurarles su presencia espiritual y la alegría que siente cuando sabe que están bien encaminados y permanecen leales en su adhesión al Mesías. Se trata, pues, de mostrarles el auténtico camino cristiano para que no se dejen llevar por esos intelectuales, probablemente gnósticos. Ellos proponen su propia visión de Dios, pero el Dios de Jesús, su Padre y de los suyos, no se conoce por especulaciones, sino por la experiencia del amor, o sea, dejándose amar por él y amando como él. Por lo pronto, los colosenses permanecen fieles y están firmes.
Col 2,6-15.
El apóstol los anima a proseguir el desarrollo que comenzó con la aceptación del Mesías Jesús como «Señor». El concepto antiguo de «señor» se opone al de «esclavo» en el sentido de que el primero es dueño del segundo. En Jesús se verifica una nueva oposición: él es «Señor» porque libera al hombre de toda servidumbre y lo hace «señor» de sí mismo; proceder como cristianos (ἐν ἀυτῷ) implica hacer uso de ese señorío y guardarlo celosamente (2,7). Así que al arraigarse en él y edificarse sobre él, afianzándose en la adhesión de fe a él, el cristiano crece en libertad y en alegría; por eso vive agradecido con su «Señor» (2,8). El tema de la acción de gracias se repite a lo largo de la carta (1,12; 2,7; 3,15.17; 4,2), porque acentúa la diferencia entre la religión y la fe; el hombre religioso se siente en deuda; el hombre de fe vive agradecido.
El apóstol alerta a los colosenses para que no se dejen «capturar» o «reducir a la servidumbre» (συλαγωγέω: llevarse como botín) por los propagadores de esa «filosofía» que es una vana ilusión inveterada de la raza humana, y que consiste en apoyarse en «lo elemental del mundo», y no en el Mesías liberador. En esa época se llamaba «filosofía» a un sistema de vida, es decir, a un modo de vivir coherente con determinada concepción del mundo. Se refiere a «filosofías» que ofrecían el logro de la plenitud humana sometiéndose a supuestas leyes de la naturaleza («lo elemental» o «lo rudimentario» del mundo: cf. también Col 2,20; Gal 4,9).
Es en Jesús en donde de verdad habita la plenitud total de la divinidad, no en los determinismos cósmicos («lo elemental del mundo»), y los colosenses lo saben por experiencia. Él está por sobre todos los poderes mundanos («toda soberanía y autoridad») y prevalece sobre ellos, y ha liberado a los colosenses de la tiranía de los «bajos impulsos». Su consagración a Dios no procede de una «circuncisión hecha por hombres». Se refiere a la circuncisión –rito de iniciación a la vida adulta– que reconocía al varón como apto para el amor humano, y a que esta fue asumida como signo de la alianza de Israel con Dios. Pero los colosenses ya comprobaron que hay otra consagración a Dios, la del Espíritu (cf. Col 1,8; Fil 3,3; Ga 5,5-6), que es el bautismo, el cual realmente los vinculó al Mesías, a su muerte y a su resurrección; consagración esta que es más efectiva que la circuncisión. Por esa consagración Dios los liberó de la muerte del pecado y les dio vida con el perdón que otorga a todos. Nuevamente se advierte que el autor atribuye solo a Jesús la obra de la regeneración, evitando mencionar al Espíritu Santo, para centrar a los colosenses en la persona del Mesías, con el fin de que no confundan la fe cristiana con esos sincretismos judeo-paganos que él ha denominado «filosofía». De hecho, más adelante evita nombrar al Espíritu al afirmar que los colosenses dieron fe a «la energía (ἐνέργεια: fuerza activa) de Dios que lo resucitó a él (al Mesías) de la muerte» (cf. Rom 1,3-4; 8,9-11), aunque establece la misma relación que hay entre la nueva vida de los cristianos perdonados y la resurrección del Mesías crucificado (cf. Col 2,13; Rom 6,10-11). Se observa que la omisión del nombre del Espíritu es intencional.
Cuando Jesús fue condenado como un criminal («en la cruz») en virtud de la Ley, la Ley misma fue clavada en la cruz (condenada como criminal), ya que –como Dios se puso de parte de Jesús al resucitarlo– la Ley resultó condenada por Dios. Al anular la Ley, los poderes que se apoyaban en ella («soberanías y autoridades») quedaron despojados de su poder y de su aura divina y ya sin razón alguna para esclavizar al ser humano en nombre de Dios. Por eso, el Mesías triunfador se presenta públicamente reivindicado y acreditado por Dios, y exhibe en su cortejo triunfal a los derrotados por él (el pecado, el odio y la muerte) junto con sus agentes, es decir, las «soberanías y autoridades», tanto judías como paganas.
Cuando Jesús lavó los pies de sus discípulos, les prestó un gran servicio: los hizo «señores». Esto encontró oposición en Pedro, porque él concebía una sociedad estratificada, en la que unos, los de arriba, son servidos por los otros, los de abajo. Jesús venció esa resistencia diciéndole que, si no se dejaba servir, no tendría parte con él. Es decir, que para tener parte con Jesús hay que ser servido por él y servidor como él: liberado y liberador. Ese señorío nos hermana por lo alto. En algunas parroquias hay personas que no se dejan servir de sus hermanos –ministros laicos– y se niegan a recibirles la comunión, por ejemplo, porque piensan que eso es atribución exclusiva del presbítero (algunas se la niegan al diácono). No se dejan servir. No quieren tener parte con Jesús.
La experiencia del Espíritu nos hace verdaderamente libres, esto significa que el señorío tiene un estrecho vínculo con el amor del Señor. Cuanto más identificados con el amor manifestado por Jesús, tanto más libres somos, tanto más señores como él. La Ley esclaviza y sirve de pretexto a los que pretenden esclavizar personas para lograr disimuladamente sus objetivos, camuflándolos con «discursos capciosos». Jesús libera y no legitima el dominio ni la manipulación de las gentes.
Cuando comulgamos con él, nos configuramos con él, nos hacemos señores para servir como él y no para dominar como las «soberanías y autoridades» de este mundo.
Feliz martes.
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