La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-martes

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Martes de la III semana de Tiempo Ordinario. Año I

Feria, color verde

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta a los Hebreos (10,1-10):

HERMANOS:
La ley, que presenta solo una sombra de los bienes futuros y no la realidad misma de las cosas, no puede nunca hacer perfectos a los que se acercan, pues lo hacen año tras año y ofrecen siempre los mismos sacrificios.
Si no fuera así, ¿no habrían dejado de ofrecerse, porque los ministros del culto, purificados de una vez para siempre, no tendrían ya ningún pecado sobre su conciencia?
Pero, en realidad, con estos sacrificios se recuerdan, año tras año, los pecados. Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados.
Por eso, al entrar él en el mundo dice:
«Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo;
no aceptaste
holocaustos ni víctimas expiatorias.
Entonces yo dije: He aquí que vengo
—pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí—
para hacer, ¡oh, Dios!, tu voluntad».
Primero dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la ley.
Después añade: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad».
Niega lo primero, para afirmar lo segundo.
Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 39,2.4ab.7-8a.10.11

R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad

V/. Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito.
Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios. R/.

V/. Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios,
entonces yo digo: «Aquí estoy». R/.

V/. He proclamado tu justicia
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios,
Señor, tú lo sabes. R/.

V/. No me he guardado en el pecho tu justicia,
he contado tu fidelidad y tu salvación,
no he negado tu misericordia y tu lealtad
ante la gran asamblea. R/.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Marcos (3,31-35):

EN aquel tiempo, llegaron la madre de Jesús y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar.
La gente que tenia sentada alrededor le dice:
«Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan».
Él les pregunta:
«¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?».
Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice:
«Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre».

Palabra del Señor


La reflexión del padre Adalberto
 

Martes de la III semana del Tiempo Ordinario. Año I.

Sin perder la perspectiva de la «expiación» por los pecados, y en particular del llamado «día de la expiación», el autor, después de haber valorado los sacrificios expiatorios y de haberlos declarado abolidos por inútiles y por el cambio de sacerdocio, se refiere ahora directamente a la Ley misma, y en concreto a la manera como ella regulaba la vida religiosa del pueblo judío: sus ceremonias y sus ritos. No es, pues, un resumen de lo dicho, sino avance hacia lo medular.
Primero hace una rápida valoración global de la Ley para luego concentrarse en la reiteración de los sacrificios de expiación y en una valoración de los mismos. Pero también en esto el autor se mantiene en la tradición, y así lo hace notar apelando nuevamente a la Escritura, pero su postura resulta más radical que la de los antiguos profetas.
La libertad de Jesús para interpretar las antiguas Escrituras les ha dejado a todos sus seguidores la convicción de que es cierto que nadie está tan autorizado para hablar de Dios como lo está él por su condición de Hijo único (cf. Heb 1,2; Mt 11,27; 17,5). Esa misma libertad la asume ahora el autor para citar e interpretar la Escritura y conducir así a sus oyentes hasta ese Hijo singular que habla con autoridad en nombre de su Padre.

Heb 10,1-10.
La valoración inicial de la Ley la sitúa en las coordenadas espaciotemporales: pertenece a la tierra y a la historia. Como tal, solo posee «una sombra (σκία) de los bienes que habían de venir». Este término, «sombra», ya había aparecido en otro texto en referencia con el culto (cf. Heb 8,5). Se entiende que es una proyección, sin consistencia propia, de una realidad iluminada. Es la luz que ilumina esa realidad la que proyecta esa sombra. Los «bienes» de los que aquí habla son aquellos de los que el Mesías se presenta como sumo sacerdote (cf. Heb 9,11) y que son la herencia eterna del creyente, cuyo disfrute actual capacita para el cumplimiento de la misión (cf. Heb 13,21). La Ley, pues, no contiene «la copia de la realidad» (o «la imagen misma de lo real»), y por eso no es capaz de realizar el designio de Dios en el hombre ni de capacitarlo para que este lo realice. Por consiguiente, los sacrificios expiatorios, aunque prescritos por la Ley, por mucho que se repitan son incapaces de transformar a quienes recurren a ellos.
La inutilidad y la ineficacia de los sacrificios de animales había sido afirmada ya por los profetas antiguos (cf. Is 1,11-13; Jer 6,20; 7,22; Os 6,6; Am 5,21-25; Miq 6,6-8), sin embargo, esos textos dejan ver que ellos no pretendían abolir el culto sacrificial, sino denunciar la falta de sinceridad delante de Dios. El autor de este «sermón» asume una postura más radical: solo tiene eficacia un sacrificio verdaderamente personal, con decisión irrevocable (cf. Heb 9,14).
La repetición de los sacrificios es prueba de que no han dado la experiencia del perdón, porque la conciencia de pecado persiste en quienes rinden culto con ellos. Es importante advertir que el autor habla de «conciencia de los pecados» (συνείδησιςἁμαρτιῶν) en contraposición a «memoria de los pecados» (ἁνάμνησιςἁμαρτιῶν). La primera mantiene vivo el sentimiento de culpa por los pecados cometidos, lo que indica que nunca ha habido experiencia del perdón; la segunda, abre la posibilidad de una «amnistía» (α-μνῆστις), es decir, un «no-recuerdo» (cf. Heb 8,12; 10,17), que se experimenta como una «gracia» de Dios. El hombre, obviamente, sigue siendo pecador, pero se siente pecador perdonado, no continuamente acusado, porque Dios «no recuerda» el pecado.
El autor desarrolla ahora lo que afirmó antes (cf. Heb 9,14): «es imposible que la sangre de toros y cabras quite los pecados», porque el pecado no se «quita» desde afuera. El único sacrificio que puede consagrar al ser humano y apartarlo del pecado es el don de sí mismo por amor para hacer realidad el designio amoroso de Dios. Y lo explica apelando al salmista (Sal 40,6-8):
Parte de la insatisfacción atribuida a Dios con respecto de sacrificios y ofrendas, no en el sentido de que Dios los rechace, sino de que él prefiere la escucha libre («obediencia») al mero culto (cf. 1Sam 13,9-14; 15,22). A continuación, da un giro. El salmista escribió: «…pero me has abierto el oído»; en su lugar, el autor escribe «…pero me has dado un cuerpo». Esta licencia se explica a partir de dos puntos de vista: el salmista quiere ponderar la «obediencia», el predicador pondera el amor, que se manifiesta en la entrega de sí mismo (el «cuerpo»). Antes, en el santuario celeste, se habló de la «sangre», pero aquí, en el escenario histórico-terrestre, se habla del cuerpo, lo cual es muy apropiado, ya que el «cuerpo» es la visibilidad histórica por la que la persona se identifica y actúa. Enseguida, vuelve al salmo para insistir en la inconformidad atribuida a Dios respecto del culto ritual: «holocaustos y víctimas expiatorias no te agradan», abarcando así las principales cuatro formas de dicho culto. Y propone la alternativa para satisfacer a Dios: «aquí estoy yo…». El personaje que habla en el salmo es el justo salvado; en el «sermón» es indudablemente Jesús, de quien «está escrito» que viene para hacer realidad el designio de Dios. Finalmente, el autor da su interpretación del salmo: las cuatro principales formas del culto ritual prescritas por la Ley, al no ser queridas por Dios ni gratas a él, quedan derogadas; en cambio, la entrega para realizar el designio divino queda aceptada en lugar de ellas.
En virtud de dicho designio, quedamos «consagrados» (santificados), es decir, introducidos en la esfera divina mediante la ofrenda del «cuerpo» de Jesús. La entrega de Jesús nos reconcilia con Dios y, al mismo tiempo, nosotros lo podemos seguir, entregándonos también nosotros como él a realizar en la tierra el designio de Dios.

La conciencia de pecado paraliza, la certeza del perdón de Dios, por el contrario, dinamiza. Ese perdón no es inaccesible, ya que la vida histórica de Jesús («cuerpo») es la clave para obtenerlo. La vieja mentalidad religiosa hace pensar en diferentes maneras de obtener el perdón, y a menudo se observa la manipulación del sentimiento religioso de multitudes deseosas de comunión con Dios que son explotadas, sometidas y envilecidas de forma inescrupulosa por mercaderes de lo sagrado. Generalmente, se recurre al expediente de hacer que la gente se sienta indigna, culpable y desagradable a los ojos de Dios, para así ejercer total control sobre ella.
La entrega histórica de Jesús («cuerpo») a la realización del designio de Dios nos asegura no solo el perdón, sino el camino para alcanzarlo. Y el Espíritu de Jesús («sangre derramada») nos ayuda a ir superando el pecado y fortaleciendo la experiencia de la gracia de Dios. En la celebración de la eucaristía recitamos el padrenuestro y pedimos que se realice en la tierra el designio que Dios concibió en el cielo, y conmemoramos la muerte de Jesús (entrega por amor) y su resurrección (entrada al santuario del cielo con su sangre) para que vivamos la nueva alianza con Dios.
Feliz martes.

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