Lectura del santo evangelio según san Mateo (14,13-21):
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos.
Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.»
Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.»
Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.»
Les dijo: «Traédmelos.»
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Palabra del Señor
Lunes de la XVIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El nombre de este libro es traducción directa al español del título que le asigna la traducción de la Vulgata («Numeri»), que traduce el título de la versión griega de los LXX (ἀριθμοί). En cambio, en el Tárgum Masorético se conoce como «en el desierto» (בְּמִדְבַּר), cuarta palabra del primero de los versículos del libro. Aunque ninguno de esos nombres expresa apropiadamente el contenido del libro, sí señalan dos de sus características, los censos y la precisión aritmética, por un lado, y la localización en el desierto, por el otro.
En la visión de este libro, el pueblo continúa en el desierto, pero se acerca a la tierra prometida. El autor narra de otro modo la historia, idealizando los hechos. El pueblo aparece como ejército ordenado en orden de batalla, o como procesión ordenada a la tierra santa: en su centro, el arca y la tienda del encuentro, alrededor de este centro, los hijos de Aarón y de Leví, en torno a ellos las doce tribus, tres por cada lado, que marchan al son de trompeta en un viaje de 40 etapas.
Moisés, como jefe y legislador, deja ver su faceta humana, con vacilaciones y desalientos, y, sobre todo, se muestra como el permanente intercesor a favor de un pueblo difícil de conducir. En el relato propuesto para este día se plantea el problema de la supervivencia desde tres perspectivas: la del pueblo, la de Dios y la de Moisés.
Num 11,4b-15.
Ante todo, se trata de un relato etiológico, que pretende explicar el origen del nombre «Taberá» (תּבְעֶרָה: «estallido», «incendio»). La «murmuración», entendida como descrédito de la liberación efectuada por el Señor a través de Moisés es frecuente en los relatos del desierto.
En el relato juega un papel importante «la cólera del Señor», que se presenta con el lenguaje del «castigo». La «cólera» expresa la firme censura del Señor a la deslealtad del individuo o del pueblo a la alianza. El «castigo» constata las consecuencias de esa infidelidad en la vida individual o en la convivencia social (cf. Num 11,1-3). Por eso, cólera y castigo casi siempre van juntos.
1. La perspectiva del pueblo: la carne.
La primera parte del versículo 4 da cuenta del origen mixto de Israel («La turba que iba con ellos estaba hambrienta»). La fe que invocaba al Señor (יהוה) era misionera y abierta, pero exigía dejar atrás las prácticas paganas. La «turba» (אֲסַפְסֻף) reportada en Exo 12,38 –que se unió a los israelitas al salir de Egipto y que subió con ellos– manifiesta hambre, y el pueblo se pone a quejarse con esa masa, con nostalgia de la carne y el pescado que comían «de balde» en Egipto, ponderando el pan de la esclavitud y mencionando despectivamente el maná, el pan de la libertad. El pueblo asumió e hizo suya la perspectiva de una masa que no venía de los patriarcas y la convirtió en motivo de su queja contra el Señor y contra Moisés.
2. La perspectiva de Dios: el maná.
El maná se consigue en el desierto; consiste en una sustancia dulce y pegajosa –todavía la hay en los valles centrales del Sinaí– probablemente excretada por unos insectos que chupan la savia de las plantas de tamarisco, que se extendía sobre el pan, a manera de mermelada. Era semejante a la semilla de coriandro –una gramínea cuyos granos molidos servían de condimento– y de un color semejante al del bedelio –una gomorresina usada en farmacia–; molido como los granos de trigo, se cocía en forma de hogazas y era comestible, con sabor a nutritivo y delicioso pan de aceite. Pero la rutina ha hecho que el pueblo le perdiera el gusto hasta sentir náuseas ante él.
3. La perspectiva de Moisés: su debilidad.
Moisés tomó conciencia de que el descontento del pueblo entero («familia por familia») tenía un origen foráneo («la masa que iba con ellos») y que tal descontento provocaba la «ira del Señor», y se disgustó. El texto no deja claro el motivo del disgusto de Moisés: la queja del pueblo, la ira del Señor, o su propia impotencia ante la situación. El contexto parece decidir el asunto a favor de la tercera opción. Moisés se siente incapaz de cargar con ese pueblo en tales circunstancias, y también él se le queja al Señor. Le parece agobiante la responsabilidad que pesa sobre él, dado que la idea no ha sido suya. La iniciativa de liberar («concebir») y salvar («dar a luz») al pueblo no fue suya, es del Señor, quien se lo confió como a «padre adoptivo» (אֹמֵן) para conducirlo hasta la tierra de promisión. Sin embargo, este término (אֹמֵן) designaba también al tutor, al educador, e incluso a la aya. En todo caso, entraña un fuerte matiz afectivo. Moisés se siente incapaz de saciar el hambre que siente el pueblo, esa carga supera sus fuerzas, que es triste su suerte. Así que, en esas condiciones, prefiere morir.
Hay muchas comunidades que, penetradas por el espíritu del mundo, van mirando hacia atrás, con una cierta nostalgia de un pasado idealizado, quejándose de tener que conquistar su libertad interior, resistentes al éxodo, y dispuestas a renunciar a sus más caros ideales con tal de ahorrarse el esfuerzo de ser libres. Y quisieran regresar a la anterior condición de esclavitud. Pensando que «todo tiempo pasado fue mejor», se resisten a completar el éxodo.
Hay muchos líderes decepcionados de su vocación, del pueblo y de Dios, que sienten superior a sus fuerzas la misión que les corresponde, y que desean renunciar a todo aquello por lo que han vivido. Se quejan del pueblo que les fue entregado como «hijo adoptivo», y le reclaman a Dios por carecer de capacidad para atender a la gente. Prefieren desertar («morir») antes que continuar. Se sienten desdichados y los agobia la responsabilidad que pesa sobre sus hombros.
Dios no interviene desde fuera de la historia, sino desde dentro. Así como el maná se conseguía en el desierto, así las intervenciones de Dios se dan en esta historia y en cada lugar, con recursos al alcance de los hombres, y suficientes para lograr el objetivo: llegar a la tierra prometida. La ira de Dios expresa las consecuencias de esa actitud del líder y del pueblo: la mediocridad que frena e impide llegar a la meta. Es él quien propone siempre la alternativa liberadora y salvadora.
Este cruce de dramas nos invita a volver la mirada al crucificado. Y, al celebrar el memorial de su muerte y resurrección, recordar que la única muerte que vale la pena es esa, la suya, la que entrega el Espíritu y da vida. Ese pan que partimos da fuerza a ambos: al pueblo asediado por el espíritu del «mundo», y al «padre adoptivo» al cual el Señor le confía su pueblo.
Feliz lunes.
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