La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-lunes

Foto: Pixabay.
Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Lunes de la II semana de Cuaresma

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la profecía de Daniel (9,4b-10):

¡AY, mi Señor, Dios grande y terrible, que guarda la alianza y es leal con los que lo aman y cumplen sus mandamientos!
Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos. No hicimos caso a tus siervos los profetas, que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra.
Tú, mi Señor, tienes razón y a nosotros nos abruma la vergüenza, tal como sucede hoy a los hombres de Judá, a los habitantes de Jerusalén y a todo Israel, a los de cerca y a los de lejos, en todos los países por donde los dispersaste a causa de los delitos que cometieron contra ti.
Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti.
Pero, mi Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona, aunque nos hemos rebelado contra él. No obedecimos la voz del Señor, nuestro Dios, siguiendo las normas que nos daba por medio de sus siervos, los profetas.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 78,8.9.11.13

R/. Señor, no nos trates
como merecen nuestros pecados

V/. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres;
que tu compasión nos alcance pronto,
pues estamos agotados. R/.

V/. Socórrenos, Dios, Salvador nuestro,
por el honor de tu nombre;
líbranos y perdona nuestros pecados
a causa de tu nombre. R/.

V/. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo:
con tu brazo poderoso, salva a los condenados a muerte. R/.

V/. Nosotros, pueblo, ovejas de tu rebaño,
te daremos gracias siempre,
cantaremos tus alabanzas de generación en generación. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (6,36-38):

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».

Palabra del Señor


La reflexión del padre Adalberto

Lunes de la II semana de Cuaresma.
 
Esta semana se concretan las exigencias de la conversión. Comienzan por la imitación del Padre siguiendo al Hijo. Ser discípulo de Jesús no es una mera afiliación legal, consiste en entablar una relación filial con un Dios al cual, desde esa perspectiva, solo es posible llamarlo «Padre». Esa relación implica el deseo espontáneo de parecerse al Padre, de ser como él y de actuar como él en la relación con los demás. Después de exhortar a sus discípulos a mostrar una calidad de amor más allá de la correspondencia (cf. Lc 6,27-34), Jesús los invita a amar gratuitamente para ser «hijos del Altísimo», es decir, del Dios universal (cf. Lc 6,35). Y es entonces cuando propone la imitación del Padre siendo «compasivos» (οἰκτιρμός) como él. La compasión expresa un amor siempre disponible, sobre todo en circunstancias difíciles para el ejercicio del amor.
 
1. Primera lectura (Dan 9,4b-10).
Los acontecimientos se desarrollan en la época de la rebelión macabea (cerca de los años 167 a 164), en tiempos de Antíoco IV Epífanes, pero el autor los retrotrae a la época de la cautividad en Babilonia para mostrar las semejanzas de las dinámicas de la historia y, ante todo, suscitar la confianza en la fuerza liberadora y salvadora del Señor.
 
La desgracia sobrevino a la nación judía por no escuchar la voz del Señor a través de Moisés y los profetas. Esa negativa a escuchar se dio en todos los estratos sociales, y se produjo con las obras, perpetrando crímenes y delitos. El profeta intercede por el pueblo (como ya lo habían hecho antes Moisés, Amós, Jeremías…) pronunciando una oración que consta de dos partes: primera, confesión de los pecados; segunda, súplica de perdón.
 
Se sitúa en la historia, queriendo entenderla a la luz de las profecías de Jeremías y pidiéndole al Señor en actitud de penitencia (cf. Dan 9,1-3). Daniel interpela al Dios del éxodo, porque él es compasivo. El texto que hoy se lee corresponde al comienzo de la primera parte, la confesión de los pecados del pueblo.
 
La confesión comienza por el reconocimiento de que Dios es fiel a su alianza y que es leal con los que lo aman y cumplen sus mandamientos. La desgracia, por tanto, no se debe a infidelidad alguna de su parte; la explicación de la misma hay que buscarla fuera de él, y el autor la insinuó al precisar para quienes está asegurada la lealtad del Señor. La razón de la desgracia está en que el pueblo ha sido infiel. Esto condiciona la lealtad del Señor, pero al autor no le preocupa.
 
Sigue entonces el reconocimiento del pecado, que se concreta en la «rebeldía» (negativa a dejarse liberar) manifestada en la renuencia a escuchar a los profetas y en la inobservancia de la Ley. La justicia (fidelidad) del Señor contrasta con la vergüenza del pueblo a causa de sus delitos.
 
El autor expresa sus ideas en el esquema pecado-castigo, que en nuestro modo de hablar equivale a pecado-consecuencia, y, además de contrastar la justicia del Señor con la infidelidad del pueblo, contrasta también la rebeldía (obstinación) del pueblo con la compasión del Señor. Reconoce la «desobediencia» del pueblo –que es su negativa a escuchar– manifestada en el hecho de no haber hecho caso de las pautas que el Señor le daba por medio de los profetas.
 
2. Evangelio (Lc 6,36-38).
Reconocer que Dios es Padre es la raíz de la conversión que realiza el «éxodo» de la religión a la fe. Esta conversión germinal se realiza a plenitud en un proceso en que el discípulo de Jesús se propone imitar libremente al Padre. Si se llega a la experiencia de que el Padre es «compasivo» (οἰκτίρμων), no se trata de guardar esto solo en la esfera de las convicciones personales, sino, ante todo, de llevarlo a una praxis vital: ser compasivo como el Padre lo es. Esta compasión se expresa en su benevolencia universal (Jon 4,2; Sl 103,8; 111,4), no solo con respecto de Israel (cf. Ex 34,6). La compasión divina tiene sus exigencias:
a) Renunciar a censurar a los demás. Es legítimo juzgar actitudes, pero es incoherente juzgar las personas, puesto que ninguno es del todo inocente y la razón última del comportamiento de las personas a menudo se nos escapa.
b) Ser indulgente con todos. La injusticia es injusticia, pero todo ser humano puede cambiar de injusto a justo, nadie debe ser declarado moralmente desahuciado, porque la fuerza del amor en el corazón humano es más efectiva que la del mal.
c) Perdonar. La falta comprobada no es razón para estigmatizar al prójimo ni para excluirlo del trato o de la convivencia social. Si así fuera, sobre cada uno pesaría su propio estigma, y sería del todo imposible construir relaciones sociales.
d) Ser generoso. La mezquindad de alma limita las propias posibilidades; la generosidad, por lo contrario, amplía el propio horizonte. La generosidad implica dar desde la propia precariedad, y esto entraña la superación de sí mismo.
 
Esas exigencias son expresiones del amor como respuesta a una situación en la que se ha negado el amor. Al comportarse así, en esas circunstancias, el discípulo supera la lógica del «dame que te doy» («do ut des») y se abre a un amor ilimitado, lo que no solo autentica su experiencia de Dios, sino que lo hace más «capaz de Dios», es decir, se hace más receptivo al Espíritu Santo, se «llena» más de Dios y puede manifestarlo cada vez mejor.
 
Cuando se tiene claro –más por experiencia que por convicción– que el amor es el atributo que define a Dios («Dios es amor»: 1Jn 4,8), no hay duda de que parecerse a él es cuestión de amar como él (cf. Jn 13,34). Y cuando la relación que se entabla con Dios es decididamente filial, el deseo de ser como él y actuar como él es espontáneo, no impuesto. En las relaciones humanas esto se observa en la infancia, hasta cuando el niño empieza a descubrir incoherencias en sus padres y comienza su proceso de auto-afirmación. En la relación con Dios Padre es a la inversa: cuanto más madura el hijo, tanto más se identifica con el Padre, porque el amor hace crecer y conduce a la plena adultez humana; y cuanto más se auto-afirma, más libre es, porque el amor libera al hijo y lo hace liberador.
 
Pero este amor se somete a su propia prueba de calidad cuando se manifiesta como un amor «compasivo». Y se muestra efectivo cuando, además, es «misericordioso». El tiempo de cuaresma nos invita a ir más allá de donde hemos llegado: a convertirnos al Padre creciendo en el amor compasivo. Esta conversión nos hace más humanos.
Feliz lunes.

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