Lectura del santo evangelio según san Lucas (15,1-10):
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle.
Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.» Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.» Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
Palabra del Señor
Jueves de la XXXI semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Después de presentar a Jesús Mesías, Señor liberador, como modelo de actitud cristiana e invitar a los filipenses a imitarlo, les prometió enviarles a Timoteo para que le trajera noticias de ellos, dado que le quedaban pocos colaboradores de confianza, y les anunció el regreso de Epafrodito, quien le había traído ayuda de parte de ellos, y se había enfermado gravemente, pero se había recuperado de su mal y ya extrañaba su comunidad. En Epafrodito percibió la devoción de los filipenses y su amor por él. Nuevamente los exhortó a la alegría y aprovechó para prevenirlos en contra de los «perros» y los «malos obreros», términos con los que se refiere a judíos proselitistas. Los judíos llamaban «perros» a los paganos que convivían con ellos; ahora invierte los términos. Y los «malos obreros» son los agitadores sin misión (cf. 2Cor 11,13) sobre todo los que se glorían de sus «obras», es decir, los predicadores que inquietan a los ya evangelizados con escrúpulos y tabúes religiosos. A la circuncisión la llama «mutilación» (lit.: κατατομή, es decir, «incisión»), y así compara la circuncisión con las incisiones sangrientas que se hacían los paganos en sus cultos. (cf. Flp 2,19-3,2, omitido).
Flp 3,3-8a.
Los judaizantes se gloriaban de la circuncisión y de sus implicaciones como camino necesario para la salvación. Este rito «en la carne» (la debilidad humana) atestiguaba la elección y la alianza, y era para ellos signo de servicio a Dios en un culto basado en las «obras» de la Ley. Pablo le da vuelta al argumento: a la circuncisión «en la carne» opuso la circuncisión espiritual (cf. Jer 4,3); al culto de «las obras», un culto espiritual (cf. Rom 12,1), y al gloriarse en la justificación obtenida por la Ley, el gloriarse en el Mesías Jesús. La verdadera circuncisión, es decir, la verdadera consagración a Dios, consiste en la que confiere el Espíritu Santo, que capacita para tributarle el verdadero culto. En tanto que la circuncisión «en la carne» destinaba a dar culto a Dios con las obras de la Ley, la unción del Espíritu Santo («circuncisión del corazón»: Rom 2,29) destina a darle culto por la fe en el Mesías Jesús, siguiendo su ejemplo, y no apoyándose en la seguridad que da el cumplimiento de las normas legales.
Pablo da testimonio de ello, porque fue fariseo y sabe cuáles son los motivos de seguridad en sí mismo que se obtienen de la observancia de la Ley. Y los exhibe: circuncisión a los ocho días de nacido, israelita de nacimiento, nativo de la tribu de Benjamín (que permaneció fiel junto con la de Judá), hebreo de raza (de origen palestinense y que habla la lengua de los antepasados), fariseo dentro del judaísmo (la secta más estricta), y, si se tratara de alegar su celo por la Ley, fue tan intachable cumplidor de la misma como perseguidor de la Iglesia. Pablo nunca niega su pasado judío, y en sus polémicas lo recuerda más de una vez (cf. Gal 1,13-14; Rom 11,1; 2Co 11,2), pero en ningún otro pasaje enumera tantos títulos como en este.
Sin embargo, una vez convertido a Jesús, todo lo que antes consideraba una ganancia se volvió pérdida comparado con Jesús. Después del encuentro con Jesús (cf. Hch 9,4-5; Gal 1,15), todos sus privilegios de nacimiento y de educación y todos sus esfuerzos religiosos y morales tocaron fondo. Los valores del judaísmo, que él consideraba ganancia (κέρδος) y que lo centraban en sí mismo, son pérdida (ζημία) en cuanto que lo distanciaban de Jesús, que ahora es el centro de su existencia. La confianza en «la carne» no solo ha sido disminuida, sino eliminada por la fe. Por esa experiencia que tiene de Jesús, considera «basura» (σκύβαλον: «estiércol») tales valores y no teme perderlos con tal de «ganar al Mesías». Este término (σκύβαλον) sólo aparece una vez en el Antiguo Testamento (Sir 27,4 LXX), y connota el «desperdicio» del hombre cuando discute. «Ganar» (κερδαίνω) es un verbo propio del lenguaje de los comerciantes de la época. Pablo quiere dar a entender que el gran negocio de su vida ha sido ganar al Mesías al precio de renunciar a sus antiguos valores culturales. Hay dos «justicias»: una procede de la observancia de la Ley; la otra es don de Dios a quien le da fe a Jesús. Pablo abandona la primera para acogerse a la segunda.
Este breve texto nos plantea tres asuntos de permanente actualidad:
1. El culto auténtico.
Consiste en la «santidad» o «consagración» que produce el Espíritu Santo, es decir, la experiencia viva del amor del Padre y la praxis de ese amor teniendo a Jesús como modelo de vida. Lo que «consagra» o hace «santo» al cristiano consiste en la vida conducida por el Espíritu Santo, que hace del cristiano un hombre nuevo y lo compromete a impulsar una nueva convivencia humana, fundada en el amor que testimonió Jesús.
2. El falso culto.
Consiste en la vaciedad de los títulos humanos, de las tradiciones y las costumbres, de los ritos y las fastuosas ceremonias (por muy religiosas que sean), que encierran a las personas y a las comunidades en sí mismas, que las inducen al sectarismo y al menosprecio o desprecio de los demás, con ínfulas de superioridad, y que conducen a menudo a praxis fanáticas de exclusión.
3. El cristiano auténtico.
Considera a Jesús, Mesías y Señor, salvador de la humanidad, como su máximo y más preciado valor, y se desprende gustosamente de todo lo que le estorbe para ser como Jesús: los valores culturales que lo vinculan a su pueblo, los títulos de gloria de los que se enorgullece su gente, el concepto que su pueblo tiene de Dios… todo lo subordina a la experiencia de Jesús.
Y estos tres asuntos podemos replantearnos en cada celebración eucarística, a fin de no reducirla a un ceremonial muerto (por muy «festivo» que sea). La asamblea eucarística es para llenarse del Espíritu de Jesús y ofrecerle a Dios el auténtico culto con la fuerza de vida que se deriva de ese encuentro liberador y salvador.
Feliz jueves.
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