Jueves de la III semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El «sermón» ha presentado al Hijo, el Mesías Jesús, como sumo sacerdote que da culto de modo eficaz para «santificar» (consagrar a Dios) el ser humano, no un solo pueblo. Por eso, es sacerdote «en la línea de Melquisedec», no en «la línea de Aarón», porque el horizonte de su sacerdocio es más amplio; es un sacerdote perfecto, llegado a la plenitud, mediador de una nueva alianza y de un nuevo culto, que supera la Ley de Moisés e infunde la nueva ley del Espíritu; y, por fin, él es causa de salvación definitiva, porque él mismo entró en el verdadero santuario de Dios, el cielo, y allí se sentó a la diestra de la Majestad después de haber realizado efectivamente la purificación de los pecados, mientras esta obra suya se va realizando en las generaciones posteriores.
Esta parte concluye con una exhortación a vivir cristianamente con generosidad y valentía, con libertad y solidaridad, con sinceridad y constancia, centrados en la adhesión a Jesús, esperando el cumplimiento de su promesa y amando a los hermanos. Esta es la tercera exhortación que hay en el «sermón» (cf. 3,7–4,14; 5,11–6,2); al mismo tiempo que saca las consecuencias de lo dicho en esta parte (5,11–10,18), completa las dos exhortaciones precedentes.
Heb 10,19-25.
La exhortación toma como punto de partida la libertad cristiana, concretamente referida al hecho de que el seguidor de Jesús puede entrar al mismo santuario que él –el cielo– «llevando la sangre de Jesús», no la de animales, y lo que antes constituía privilegio exclusivo del sumo sacerdote se convierte en prerrogativa de todo cristiano, el acceso directo a Dios, y no en un templo material, sino en la misma realidad divina («el santuario» del cielo). «Llevar la sangre de Jesús» implica que el seguidor de Jesús «entra» en el ámbito divino purificado por el Espíritu de Jesús que le ha dado el perdón y, al mismo tiempo, lo ha impulsado a entregar su «cuerpo», como Jesús, para realizar el designio de Dios. Esto confirma que el seguidor de Jesús ejerce su sacerdocio y también tiene la facultad de interceder por la humanidad.
Ese acceso «nuevo y viviente» lo abrió Jesús «a través de la cortina, que es su carne». La cortina que velaba el paso del (lugar) «Santo» al (lugar) «Santísimo» en el tabernáculo del desierto y en el templo de Jerusalén, queda ahora sustituida por «la carne» de Jesús, es decir, su realidad humana mortal. Esto significa que la existencia histórica de Jesús, con toda su fragilidad mortal, abre, sin embargo, «un acceso nuevo y viviente»; «nuevo», porque no es como la cortina del tabernáculo, que velaba el paso, esta cortina revela la realidad de Dios en la fragilidad humana; y es «viviente» porque la muerte del Mesías implica la victoria sobre la muerte. La «carne» de Jesús es «cortina» en cuanto hay que aceptar que a Dios se accede a través de la humanidad del Hijo que entregó su «cuerpo» para realizar el designio de Dios y derramó su «sangre» para purificar a los hombres de sus pecados. Esa carne, «rasgada» en la cruz abre definitivo acceso al cielo (cf. Mc 15,38).
Esta libertad de acceso a Dios, permanente (no una vez al año), conduce a la conclusión de que los seguidores de Jesús cuentan con «un gran sacerdote al frente de la casa (οἶκος) de Dios», casa que es la comunidad cristiana (cf. Heb 3,6), en vez de la «casa de Israel» (Jer 38,31.33 LXX). Esa libertad es atributo propio de los hijos adultos; los seguidores de Jesús han alcanzado esa adultez y, por eso, gozan de tal libertad. El carácter «ilustre» (μέγας: «grande») del sacerdote recuerda la profecía mesiánica referida a «Josué (Ἰησοῦ), hijo de Josadac, el sacerdote grande… cuyo nombre es Oriente» (Zac 6,11-12 LXX), y cuya corona se guardó en el templo del Señor (cf. Zac 6,14), para asociar así las figuras del sacerdote y el Mesías.
La exhortación propiamente dicha reitera la invitación a acercarse «confiadamente al tribunal de la gracia para alcanzar misericordia y obtener la gracia de un auxilio oportuno» (Heb 4,16). Esta confianza se apoya en la libertad de los hijos y en la eficacia salvadora de la sangre de Jesús, pero ahora va acompañada de una adhesión sincera y plena (a Dios por medio de Jesús), que permite con seguridad ese acceso al haber obtenido por ella el perdón que establece la nueva alianza con Dios. Esa fe ha producido una transformación íntima («el corazón purificado de toda conciencia de mal») y una nueva relación de convivencia social («lavado el cuerpo con agua pura»), efectos que recuerdan la promesa profética (cf. Ez 36,25-27) en clara alusión al bautismo regenerador.
La fidelidad de Dios a sus promesas le da firme fundamento a la esperanza, que ya nos mantiene anclados en el futuro glorioso que, como precursor nuestro, alcanzó Jesús (cf. Heb 6,19-20). La «confesión de nuestra esperanza» implica la manifestación pública de lo que esperamos, no como un «credo» para recitar, sino como un «credo» para afirmar con la decidida opción por los bienes del cielo, dándoles prelación sobre los bienes de la tierra. Dado que Dios es fiel, el seguidor del Mesías también lo es, porque en esa fidelidad está garantizado el cumplimiento de la promesa.
La comunidad cristiana es «casa de Dios» en la que se ofrece el estímulo recíproco para «el amor mutuo y el bien obrar». En la comunidad todos están pendientes del crecimiento de todos y cada uno de sus miembros. Esta solicitud se expresa de dos modos: el amor entre los miembros de la comunidad, que es comunicación de vida (del Espíritu Santo), y el propósito de obrar bien, que no es solo una conducta intracomunitaria, sino que tiene proyección hacia fuera de la comunidad.
Esto se concreta en la reunión de la comunidad, seguramente para celebrar la eucaristía, pero no solo para eso. Algunos faltaban a esas reuniones, fuera por pérdida del ardor primero, fuera por temor a las oposiciones; en ambos casos había el peligro de la apostasía, que es lo que el sermón quiere evitar. La reunión es una oportunidad para animarse mutuamente a permanecer fieles. Y esto es tanto más urgente cuanto más cercano se piense que está «el día» del Señor, que es el día en que el Señor reivindicará a los suyos, cuando «pongan a sus enemigos por estrado de sus pies».
El seguidor de Jesús goza desde ya de libre acceso «al cielo» (a Dios) con la sola mediación de la sangre de Jesús «a través de la cortina de su carne». Con estas afirmaciones, el autor del sermón muestra la enorme diferencia entre la antigua y la nueva alianza: el cristiano no necesita mediador alguno para acercarse a Dios, como los hombres antiguos, que precisaban de los sacerdotes. Al cristiano le basta la humanidad de Jesús («carne») entregada hasta el don de sí mismo («cuerpo») incluso en circunstancias extremas, entregando su propia vida («sangre») por amor y para hacer realidad el designio del Padre celestial.
Sin embargo, esto no implica que la comunidad es como un archipiélago de innumerables islas, en donde los individuos entablan una relación excluyente con Dios. Jesús nos hace «hijos» del mismo Dios y nos convoca en familia («casa») universal, haciéndonos responsables los unos de los otros, de tal forma que la más íntima unión con Dios se verifica en la más estrecha solidaridad entre los miembros de la comunidad. Y cuanto más crece la comunidad en el amor, tanto más se vuelca sobre la humanidad para hacerla partícipe de su feliz experiencia de Dios.
En la eucaristía estamos invitados a «estimularnos en el amor mutuo…» creciendo en fraternidad, y «… en el bien obrar» convirtiéndonos en benefactores de la humanidad. Porque la eucaristía nos da acceso al cielo, y allá se entra «llevando la sangre de Jesús».
Feliz jueves.
Comentarios en Facebook