Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (10, 38-42):
EN aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo:
«Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano».
Respondiendo, le dijo el Señor:
«Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada».
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto
XVI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
En el camino a Jerusalén, Jesús entra «en una aldea». El evangelista deja la impresión de que sus demás acompañantes ya están en la «aldea», que solo él entra en ella. Esto remite al sentido que tiene la «aldea»: es un ámbito popular dominado por la doctrina de los letrados fariseos.
Jesús va con los Doce, naturales de Judea y representantes del judaísmo ortodoxo, que se sienten «dueños» de la situación; y, además, se le han sumado los 70 (o 72), naturales de Samaría, tenidos por herejes y, por tanto, considerados unos desheredados. Estos dos grupos, a continuación, se encarnan en las figuras femeninas de Marta («señora», «dueña») y María («revoltosa» y pobre).
Lc 10,38-42.
El relato que escuchamos contrasta dos maneras de acoger el mensaje de Jesús, personificadas por dos hermanas, Marta, que está en su casa y permanece en «la aldea», y María, que está en la casa de su hermana, y no es habitante de «la aldea». Al designar a Jesús como «Señor», Lucas da a entender que el episodio no es una anécdota, sino que tiene valor en toda época de la historia.
1. Marta: preocupación e inquietud.
El nombre de Marta es arameo (מָרְתָא), y significa «la señora», en el sentido de propietaria, dueña. Aquí representa al grupo de los Doce, que reclaman como propiedad suya la herencia de Israel y valoran todo lo demás desde su pretendida posición de privilegio. Marta se comporta como la propietaria de la casa y como la anfitriona de Jesús y los suyos. Su «servicio» (διακονία) consiste en preparar y distribuir la comida (cf. Lc 10,40) y atender a los que están sentados a la mesa (cf. Lc 22,26). Sin embargo, este servicio no es para ella fuente de satisfacción ni de alegría, sino una carga agobiante que la «dispersa».
Por eso, Marta «asumió el mando» (ἐπιστᾶσα) en su calidad de «señora» de la casa para reclamar que su hermana tomara parte en ese servicio, y recurrió a Jesús con el fin de que él le exigiera a la hermana que también se apersonara de la carga. La impresión que Marta manifiesta es que a Jesús le resulta indiferente que ella esté tan atareada mientras María está ociosa. Ella quiere que Jesús le imponga a María su estilo de servicio y, en el fondo, su relación con él; algo semejante a lo que pretendieron los Doce respecto de otros seguidores de Jesús (cf. Lc 9,49-50).
El Señor reacciona al áspero reproche de Marta con una severa advertencia: le hace ver que ella «anda preocupada e inquieta por muchas cosas», cuando «solo una es necesaria». «Preocuparse» (μεριμνάω) es invertir el orden de las prioridades al darle mayor importancia a lo que tiene menos, sobre todo teniendo en cuenta que la preocupación es inútil, incluso cuando se trata de minucias. En el fondo, la preocupación impide escuchar y guardar el mensaje, y delata falta de confianza (cf. Lc 12,11.22.25.26; 8,14; 21,34). «Inquietarse» (θορυβάζω) es alarmarse y angustiarse frente a una determinada situación como si no hubiera salida ni escapatoria posible. En el fondo, quien se «inquieta» arma un tumulto dentro de sí y en contra de sí mismo, exagerando la importancia de la dificultad que tiene que enfrentar.
En el caso de Marta, su preocupación y su inquietud se deben a una multiplicidad de cosas que a juicio de Jesús carecen de importancia. Se refiere a las minuciosidades de la Ley de Moisés, que tanto preocupaban e inquietaban a los Doce, y que los mantenían «dispersos».
2. María: la escucha exclusiva del Señor.
En el Antiguo Testamento, el nombre de María solo aparece asignado a la hermana de Moisés, y, aunque trascrito al hebreo (מִרְיָם: Exo 15,21), es de origen egipcio –como el de su hermano– y significa «la exaltada», en el sentido de «revoltosa». Era un nombre común entre las hijas de los pobres y excluidos. Representa a los samaritanos (excluidos) que le han dado su adhesión a Jesús. Su figura aparece discreta en este relato; de hecho, no se encuentra aquí palabra alguna de su parte, es Jesús quien habla por ella. Entra en escena como «hermana» de Marta, lo cual significa que están en el mismo plano, que son iguales. Sin embargo, María no tiene casa, sino que habita en la casa de su hermana como huésped y subordinada. El reclamo que Marta le hace a Jesús da a entender que ella se siente con derecho a imponerle comportamientos a su hermana, pero que la presencia del huésped de honor se lo impide, y por eso solicita la intervención del mismo.
Pero las acciones que se le atribuyen son suficientemente indicativas de lo que ella representa.
En primer lugar, se indica que ella «se sentó a los pies del Señor». Esta indicación remite a otro relato, el de la pecadora arrepentida que, en casa del fariseo, rindió homenaje a los pies de Jesús (cf. Lc 7,36-50). El reproche interior del fariseo a Jesús corresponde al reproche de Marta por la aparente indiferencia de Jesús. La postura de María, sentada a los pies del Señor, manifiesta su actitud de discípula (cf. Hch 22,3).
Por eso se explicita que esa postura tenía como finalidad «escuchar sus palabras», que es lo propio del discípulo de Jesús, y lo que constituye su dicha (cf. Lc 8,11-18.21; 11,28). Esta escucha de las palabras de Jesús está encaminada a guardarlas en el corazón (cf. Lc 2,19.51) para producir fruto (cf. Lc 8,15) guardándolas, es decir, poniéndolas en práctica (cf. Lc 6,27-38). La acogida de Jesús, según María, consiste en escucharlo.
Por último, Jesús declara que, ante la multiplicidad de cosas en las que Marta está dispersa, o sea, los mandamientos de la Ley de Moisés, «solo una es necesaria». Esa única cosa necesaria indica el reinado (cf. Lc 12,31) y el reino de Dios (cf. Lc 18,22). El que escucha el mensaje de Jesús cae en la cuenta de que lo realmente importante es vivir la experiencia del amor paternal de Dios e impulsar la nueva sociedad humana, el reino de Dios.
Los Doce están aferrados a su herencia, la Ley y sus tradiciones, y por eso no escuchan a Jesús, porque valoran más el vino viejo que el nuevo (cf. Lc 5,39). En cambio, los samaritanos, que ya habían perdido su herencia, se acogen al don del Espíritu que procede de Jesús, «la parte mejor, y esa no se le quitará» (Lc 10,42).
Acoger a Jesús es permanecer abierto a la perenne novedad de Dios. El asombroso e insondable amor del Padre no es una novedad que caduca, como las modas, sino que se renueva cada día. Las implicaciones del mensaje de Jesús no dejan de sorprender a quienes se sientan a sus pies a escuchar su mensaje con la disposición de vivir la libertad para amar propia de los hijos de Dios, de seguir los pasos del Hijo y de construir un nuevo tejido social guiados por el Espíritu Santo.
El legalismo confina el espíritu y limita las posibilidades para acoger al otro, sobre todo al que se presenta como extranjero, diferente o excluido por cualquier motivo. Imponerle condiciones al que llega, más allá de las exigencias de una sana convivencia, es pretender justificar la xenofobia. En tiempos de desplazamientos humanos causados por las diversas formas de violencia, acoger como huésped al que busca refugio es lo menos que se puede esperar de quien se ha sentado a los pies de Jesús a escuchar sus palabras y ha escogido la parte mejor.
Para que nuestra comunión eucarística tenga pleno sentido, es preciso que Jesús pueda decirnos también: «Fui forastero y ustedes me recogieron» (cf. Mt 25,35). Así nuestro amén será valedero.
¡Feliz día del Señor!
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