La democracia no se debe asumir de manera ortodoxa como la dictadura de la mayoría sobre la minoría, ni mucho menos lo contrario, en este caso de una élite sobre una mayoría. En ambos casos terminan siendo excluyentes, pasivas y truculentas. De modo que, en muchas políticas públicas, hay sectores de la sociedad que están excluidos por falta de representación, especialmente, los más vulnerables.
Por ello es que cada vez más en las ciudades encontramos pocos espacios sociales y culturales públicos para los niños, jóvenes, adultos mayores, personas en situación de discapacidad, grupos étnicos, etc. Es decir, son ciudades para un tipo de población promedio que excluyen las minorías. A pesar de que la Constitución Política de 1991 obliga a la inclusión de estas minorías, sin embargo, en esta crisis de representatividad de los partidos políticos quedan en la indiferencia.
Este preludio no es solo para referirme a lo social sino a lo cultural, a la identidad colectiva que se ha construido durante muchos años mediante tradiciones autóctonas y foráneas, y ha formado al hombre riano, cienaguero y sabanero de las antiguas sabanas de Bolívar.
Tradiciones foráneas como las corridas de toros y luego adaptadas y apropiadas por nuestros campesinos y convertidas en las corralejas. Y tradiciones milenarias de nuestros ancentros zenúes como el consumo de fauna silvestre y acuática corren peligro de desaparecer, o mejor, rayan en lo ilegal. Todo esto por la aparición de los discursos de los derechos de los animales y el de los “ambientalistas prohibicionistas”.
Enfatizo en que no estoy de acuerdo con que las corralejas se desarrollen de la manera como se están realizando actualmente ni tampoco estoy de acuerdo con la caza sin control de la fauna silvestre. Y mucho menos con que estas tradiciones desaparezcan a pupitrazo ni mediante la firma de un decreto.
Es cierto que las corralejas se han degradado de tal modo que pierde todo el halo comunitario y cultural en el cual surgió. El afán de lucro y espectáculo muy unidos por cierto, han dado cabida a la desmesura descontrolada en el ruedo y a la desprotección de la gente y la de los animales. Sin embargo, los empresarios del “espectáculo” llenan sus arcas con este despiadado “circo”.
La toma de decisión de si se prohíben o se continúa con las corralejas depende de una mayoría que no está de acuerdo con el maltrato animal, y por el otro lado, una minoría que está de acuerdo con que continúen; la mayoría, obviamente será la triunfadora.
No obstante, en esta dictadura de la mayoría debe haber verdadero diálogo y no el “diálogo de sordos” que se da en la dictadura de la mayoría. Es decir, se debe llegar a una negociación cultural en la cual no pierdan los defensores de los animales ni menos los aficionados de estas tradiciones culturales. El punto medio está en la reglamentación de las corralejas, es hacer de ese caos de sangre y muerte que son hoy las corralejas un “caos ordenado” donde no haya cabida para el maltrato, la sangre y muerte de las personas ni la de los animales. O mejor, hacer de las corralejas una especie de “museo vivo” en donde se recree anualmente esta tradición que nos une con nuestro pasado, alejada del mercantilismo a ultranza que hoy desborda, y guardando la esencia de sus comienzos. Ya existen propuestas que plantean estas tesis, como la que expone el médico Eduardo Torregroza Diazgranados en su libro “Reglamentación y enculturación de las corralejas de San Marcos”.
De igual manera, pero desde hace más tiempo, antes de la popularización del discurso de los defensores de los animales, el consumo de fauna silvestre y acuática ha estado prohibido y hasta penalizado, dependiendo de la cantidad y el propósito. Ejemplo de ello es el consumo de hicotea -reptil endémico de la depresión momposina-, que data de miles de años. Rastros arqueológicos de los primeros asentamientos humanos en esta región lo demuestran. Y la sabiduría popular lo corrobora: “no hay Semana Santa sin hicotea”.
Sin embargo, sin considerar toda esta larga tradición alimentaria, de tajo se prohíbe mediante ley. Donde no hubo por ningún lado una negociación cultural sino el interés de una mayoría que quizás nunca ha saboreado un guiso de hicotea, pero defensora del medio ambiente sin importar la inveterada tradición anfibia de los hombres de Sinú y el San Jorge. Aquí también hay un punto medio en el cual la tradición alimentaria no salga perjudicada ni mucho menos el medio ambiente. Pero lo fácil siempre será prohibir, pues evita la fatiga, y tampoco afecta a quienes deciden.
No obstante, somos una minoría que está bajo el yugo de la dictadura de la mayoría. No más que acatar, y muchas veces, no cumplir la ley.
Comentarios en Facebook