Martes de la VIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Un nuevo salto largo nos lleva del capítulo 17 al capítulo 35, en un contexto en donde el sabio aborda la relación entre culto y justicia, tema recurrente en las denuncias de los profetas (cf. Is 1,10-20; Jr 7; Am 5,21-25). Después de referirse con dureza al culto financiado con recursos mal habidos, juzga con severidad las faltas de solidaridad y las de coherencia, lo mismo que el culto superficial. Ofrecerle a Dios bienes mal adquiridos equivale a una burla; negarle la solidaridad al pobre es hacerse cómplice de quienes los oprimen, la injusticia es una forma de homicidio; quien maldice al pobre oprimido anula su propia oración; el que ayuna por sus pecados y reincide en ellos hace inútil su propia mortificación (cf. Sir 34,18-26).
El autor –como es obvio– se mueve en la comprensión cultual propia del Antiguo Testamento, que concede grande importancia a las ofrendas y a los dones, ya que se consideraban como una demostración de la propia adhesión al Señor, pues al ofrecerle los productos de la tierra estaban reconociendo que él les había dado esa tierra y la fertilidad de la misma.
El texto hebreo tiene una división diferente, por eso aparecen menos versículos en él que en el otro texto.
Sir 35,1-15 (35,1-13).
Ben Sirá reclama la coherencia de las prácticas rituales del culto con la observancia de la Ley de Moisés. El culto sirve para afirmar el valor propiamente religioso de la vida moral. Esto prueba que él valora positivamente los ritos cultuales, pero, al mismo tiempo, afirma que la materialidad de los sacrificios es ineficaz ante Dios, porque él exige la rectitud moral de quien le rinde culto.
En este fragmento pueden distinguirse tres aspectos: el primero relaciona la observancia de la Ley con el culto, el segundo evalúa el culto ritual según las exigencias de la Ley de Moisés, y el tercero relaciona al que rinde culto con el Señor.
1. La espiritualidad del culto.
«El que observa la Ley hace una buena ofrenda…». Observar la Ley es ya hacerle una ofrenda al Señor, y su equivalente, «guardar los mandamientos», es un sacrificio de acción de gracias. La fidelidad a la alianza por la observancia de la Ley es la esencia del culto. Lo demás constituye manifestaciones externas, que el autor valora, pero que desestima si falta esa observancia. Ben Sirá no hace propiamente una crítica del sistema sacrificial en sí mismo, sino de las disposiciones puramente exteriores con las que algunos hacían sacrificios. Del mismo modo, la solidaridad que suscita el agradecimiento es ofrenda de primicias (sacrificio de paz), y la beneficencia (la limosna) es un sacrificio de alabanza. El culto fundamental de la alianza es la observancia de la Ley.
Se aprecian aquí en síntesis las «dos tablas» del decálogo: amor al Señor y amor al prójimo. Pero Ben Sirá tiene en cuenta la otra posibilidad: la del pecador. Apartarse del mal es agradar a Dios; desvincularse de la injusticia, sacrificio de expiación. La rectificación moral implica más que un mero retorno a la legalidad, ya que, en sí, es adherirse a Dios y distanciándose de la injusticia. Y esa desvinculación del pecado también es culto aceptable al Señor.
2. La legalidad del culto.
«No te presentes a Dios con las manos vacías…». Fiel a su visión, el autor aconseja juntar la observancia de la Ley a la práctica ritual, por eso continúa ahora urgiendo las exigencias de la ley cultual. Y como la Ley manda ofrecer dones, el hombre respetuoso del Señor hace caso de dichas prescripciones. Pero aquí Ben Sirá trata exclusivamente de la ofrenda «del justo», que es la que constituye honra sobre el altar del Señor. Puesto que expresa la fidelidad a la alianza y la justicia con el prójimo, esa ofrenda consigue su cometido: ella sube como un agradable perfume a la presencia del Altísimo. La imagen es sobria y sumamente expresiva; quiere significar que esa ofrenda salva la distancia entre la tierra y el cielo, entre el hombre y Dios. El sacrificio del justo es incontaminado, por eso es totalmente aceptable. El «memorial» de dicho sacrificio era la parte de esa oblación que se separaba para ser consumida por el fuego, es decir, la que se destinaba a «aplacar» a Dios, es decir, para reconciliarse con él (cf. Lv 2,1-3). Lo que hace incontaminado este sacrificio es la «justicia» del justo, no tanto el cumplimiento de las prescripciones rituales. Ben Sirá asigna más importancia a las disposiciones interiores que a las observancias exteriores.
3. El carácter personal del culto.
«Honra al Señor con generosidad y no seas mezquino en tus ofrendas». Termina el fragmento con un tono de prevalente calor parenético. El culto realiza y expresa una relación personal entre el israelita y el Señor, que en nada ha de parecerse a las relaciones entre los paganos y sus ídolos. Las perentorias órdenes de arrasar los santuarios de los pueblos paganos, más que valor histórico, tienen valor teológico; pretenden inculcar en el pueblo la radical diferencia del culto entre ellos y el Señor en relación con el culto entre los paganos y sus dioses (cf. Dt 12,2-7).
La primera exhortación es a la generosidad para darle gloria, es decir, reconocer su amor en favor del pueblo y del oferente, en particular. No hay que ser mezquino al ofrecer las primicias del trabajo. La segunda, a la buena gana, es decir, a mostrar con la expresión facial la alegría de quien agradece, de quien considera que es justo ese décimo («diezmo») que la Ley le pide como muestra de reconocimiento al Señor. Y la tercera, a la proporcionalidad, es decir, teniendo en cuenta la medida de los dones recibidos y de las propias capacidades. La motivación última de esta triple exhortación es la munificente retribución que otorga el Señor a los que son generosos: «te dará siete veces más», cantidad que indica algo en grado superlativo (cf. Sir 7,3; 20,12; 40,8).
Aunque la comprensión del culto es diferente para el cristiano, porque Jesús nos enseñó que no hay que ofrecerle a Dios cosas –que él no necesita–, sino entregarnos nosotros mismos a realizar su designio de amor (cf. Hb 10, 5-10), y de él aprendimos que los sacrificios en los que Dios se complace son el testimonio que damos de su nombre, el bien que hacemos a los demás y la solidaridad con todos, ante todo con los que sufren (cf. Hb 13,15-16), y aunque también nuestra comprensión de la alianza y del sacerdocio sea diferente, las reflexiones de Ben Sirá nos estimulan a examinar cómo está nuestro culto a Dios.
Nosotros, como Jesús, damos gracias a Dios porque nos ha dado «un cuerpo», es decir, nos ha hecho personas capaces de entrar en libre relación de generosidad, gratuidad y gratitud con los demás, capaces de amar. Jesús entregó su «cuerpo» por nosotros, nos hizo «un solo cuerpo» con él, y al comulgar con él actualizamos esa unidad y nos comprometemos a prolongar su entrega, porque, unidos a él, nos integramos a su solo «cuerpo entregado». Y esa entrega es nuestro culto. Recibir la eucaristía no es un mero acto piadoso: es compromiso con el más grande amor.
Feliz martes.
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