Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,41-50):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te induce a pecar, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manosa la ugehennan al fuego que no se apaga.
Y, si tu pie te induce a pecar, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies a la “gehenna”.
Y, si tu ojo te induce a pecar, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a la “gehenna”, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.
Todos serán salados a fuego. Buena es la sal; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salaréis? Tened sal entre vosotros y vivid en paz unos con otros».
Palabra del Señor
Jueves de la VII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después del elogio de la sabiduría y de la exhortación atribuida a ella como una madre que educa a sus hijos, vino su amonestación a distinguir entre la vergüenza que acarrea culpa y la vergüenza que trae gracia y honor, evitando la arrogancia y la cobardía.
En primer lugar, inculcó el testimonio de palabra: la sabiduría aprendida de la Ley no se puede ocultar ni disimular; al contrario, en el hablar hay que mostrarla. Enseguida volvió sobre el temor del Señor: no contradecir al Señor alegando inocencia, hay que reconocer las propias culpas, ya que la sinceridad es de sabios. Y luego volvió al juicio para recomendar un difícil equilibrio en las relaciones de convivencia en una sociedad pagana: ni someterse al juicio del necio, ni oponer resistencia a la autoridad, ni compartir con la autoridad inicua. Por eso, educa en la lucha a muerte por la justicia, asegurando en ella la ayuda del Señor, sin arrogancia ni cobardía, sin ferocidad ni pusilanimidad, sin desmedidas exigencias ni mezquino egoísmo (cf. Sir 4,23-31).
En ese mismo esquema binario propone ahora el autor sus reflexiones sobre la presunción (5,1-8) y el hablar (5,9-6,1). Hay que mantener siempre presente su intención de enseñar la sabiduría inculcando el «temor» (respeto + amor) al Señor.
Sir 5,1-10.
En desarrollo de su esquema binario, Ben Sirá propone dos maneras de presumir, y le hace una exhortación al pecador, en este caso, al presumido. Esta vez no hay dos opuestos, uno negativo y otro positivo, sino dos distintos, ambos negativos.
1. Primera forma de presunción.
Consiste en la confianza en sí mismo apoyándose en realidades externas o internas, sin respetar al Señor. La riqueza es frecuentemente denunciada como causa de una falsa seguridad, origen de cierta sensación de poder que se constituye en una de las raíces del orgullo y de la presunción, y que empuja al hombre sin escrúpulos a satisfacer sus pasiones mezquinas, olvidándose así de la precariedad de la condición humana (cf. Dt 8,17-18). Pero la riqueza también puede infundir la falsa seguridad en sí mismo y la pérdida del respeto al Señor. Tal actitud arrogante y presumida es la del impío que se siente seguro de sus logros (cf. Sl 10,6; 73,3.4.12), se gloría de su ambición (cf. Sl 10,3), y aparta su pensamiento del Señor (cf. Sl 10,4; 53,2) y de sus juicios (cf. Sl 10,11.13). Esto es lo que hoy se describe con el término «autosuficiencia», en su sentido negativo: pensar que la riqueza basta para vivir tranquilo y sin preocuparse de Dios ni del prójimo. Pero pecador debe saber que el Señor lo llamará a responder por sus acciones.
2. Segunda forma de presunción.
Sin embargo, el presumido insiste con otra forma de presunción, aún más refinada y peligrosa: la presunción de impunidad al abrigo de la compasión de Dios. Sí, es cierto que «el Señor es un Dios paciente», pero eso no lo hace cómplice del pecador, como si este pudiera indefinidamente añadir culpas a culpas. Por mucho que se demore, su reprobación alcanzará al criminal, aunque las apariencias en la tierra indiquen lo contrario (cf. Qo 8,11-15). No puede estar el pecador tan seguro de ser perdonado que se dedique con indolencia a amontonar injusticias con la presunción de que, por ser compasivo, el Señor, sin más, se las perdonará todas. Hacer de la bondad de Dios una coartada para pecar tranquilamente es un mal cálculo, una insensatez. La afirmación de que el Señor «tiene compasión y tiene cólera» quiere explicar que su amor no es indiferente ante la injusticia; aunque es cierto que el Señor no castiga («compasión») –y por eso el pecador presume de que nada malo le ha sucedido–, él reprueba la iniquidad («cólera»), porque está a favor de la justicia y en contra de la injusticia.
3. Exhortación.
La auténtica reacción del pecador ante la proverbial compasión del Señor es volverse a él cuanto antes, sin dar largas al asunto, por dos razones, a cual más incierta: la «cólera del Señor» no avisa, y «el día del castigo (de la venganza)» es aniquilador. Nadie puede tener certeza del momento en que deberá asumir la responsabilidad de sus acciones, pero tarde o temprano tendrá que hacerlo. En ese momento, las muchas riquezas de nada servirán
Se entiende aquí la «cólera» del Señor no solo como su reprobación, sino también como el modo de manifestarse esa reprobación. Que Dios reprueba, es algo sabido, pues él es justo y no apoya la injusticia; pero la forma como lo haga, es decir, las consecuencias que tiene esa falta de apoyo suyo, son impredecibles. De modo semejante, el «castigo» del Señor se refiere al fracaso de las empresas humanas por falta del apoyo del Señor, interpretadas como «venganza» suya cuando el pecador ha colmado la medida de sus crímenes.
En otros términos, la multiplicación de las injusticias produce, como resultado, la ruina de los proyectos del pecador, y esa ruina es impredecible e imponderable. Por eso, la confianza en las riquezas injustas es una estupidez («insensatez»), esas riquezas no pueden evitar el fracaso que entraña la injusticia con la que son amasadas esas riquezas.
El respeto al Señor da sensatez y protege al sabio de la infundada presunción que se deriva del supuesto apoyo exterior o interior de las riquezas, la fuerza física o el poder, cosas que no dan valor al ser humano. También lo protege de suponer que la paciencia del Señor y su perdón le permiten prolongar su maldad todo el tiempo que quiera, sin que esa maldad le cause resultados adversos. Debe entender que la riqueza no compra la justicia, y que, siendo cierto que el Señor es paciente y que perdona, la injusticia es dañina en sí misma, y como no tiene aprobación ni apoyo de parte de Dios, termina causando daño a su autor y arruinando sus proyectos.
Jesús habla con mayor claridad de esta relación entre riqueza, injusticia, indolencia y ruina. No solo a escala individual, sino también social. Tanto el individuo como la sociedad que ponen su confianza en la riqueza o en la violencia se condenan al fracaso individual o social. Por eso, las bienaventuranzas invitan a ser libres, a poner nuestra confianza en Dios y a ser solidarios con los desposeídos. Esta invitación hay que aceptarla personalmente y vivirla comunitariamente. La asamblea eucarística, en la que se comparten el pan de la vida y la copa de la salvación, es signo e instrumento de esa aceptación. Esa es una de las razones por las que recibimos la comunión diciendo «amén».
Feliz jueves eucarístico y vocacional.
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