La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-jueves

Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Jueves de la I semana del Tiempo Ordinario. Año I

San Antonio, abad. Memoria obligatoria, color blanco

La Palabra del día

Primera lectura

Lectura de la carta a los Hebreos (3,7-14):

HERMANOS:
Dice el Espíritu Santo:
«Si escucháis hoy su voz,
no endurezcáis vuestros corazones
como cuando la rebelión,
en el día de la prueba en el desierto,
cuando me pusieron a prueba vuestros padres, y me provocaron,
a pesar de haber visto mis obras
cuarenta años. Por eso me indigné contra aquella generación y dije: Siempre tienen el corazón extraviado; no reconocieron mis caminos,
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso».
¡Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón malo e incrédulo, que lo lleve a desertar del Dios vivo.
Animaos, por el contrario, los unos a los otros, cada día, mientras dure este “hoy”, para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado.
En efecto, somos partícipes de Cristo si conservamos firme hasta el final la actitud del principio.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 94,6-7.8-9.10-11

R/.
 Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón».


V/. Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía. R/.

V/. Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masa en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras». R/.

V/. Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó, y dije:
«Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso». R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,40-45):

EN aquel tiempo, se acerca a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
«Si quieres, puedes limpiarme».
Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo:
«Quiero: queda limpio».
La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente:
«No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.

Palabra del Señor

La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
 
Jueves de la I semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
Por primera vez, el autor llama al Hijo por su nombre, Jesús, y precisamente para contrastarlo con Moisés teniendo en cuenta qué tan «fidedigno» (πιστός) es cada uno. Se trata de establecer cuál de los dos goza de mayor confianza, y por qué. El tono de esta segunda sección es casi del todo exhortatorio, y comienza con el llamado a los «hermanos consagrados» a mirar a Jesús, «el enviado y sumo sacerdote de la fe», depositario de la confianza de Dios como lo fue Moisés en su momento, «entre todos los de la casa de Dios» (Num 12,7). Y afirma que Jesús tiene un honor mayor que el de Moisés porque él es el «constructor de la casa» (cf. Hb 1,2), en tanto que Moisés era miembro de esa «casa». Además, Moisés fue objeto de esa confianza en cuanto «cuidandero» (θεράπων), es decir, «criado» encargado de transmitir instrucciones.
 
Por primera vez, llama también «Mesías» al Hijo, justamente para subrayar su condición de Hijo, «al frente de la casa» –se entiende del hijo adulto–, e identifica la «casa» ahora con la comunidad cristiana («esa casa somos nosotros»). Se pasa así de una «casa» a otra, es decir, de una familia a otra, en la cual hay «libertad», en relación con la Ley de Moisés, y «orgullo» de pertenecer a ella. Este «orgullo» se funda en el don de la nueva alianza, que hace de los cristianos «hijos» de Dios (cf. Heb 2,10) con la esperanza de ser también sus herederos (cf. Heb 1,4) por ser sus hijos. A la condición de hijo adulto corresponde la libertad, y el orgullo a la de digno de toda confianza.
 
Heb 3,7-14.
La comparación del Hijo, Jesús Mesías, con Moisés conduce a la comparación de sus respectivas obras: el éxodo de Moisés y el éxodo de Jesús. Tomando pie del salmo 95, y teniendo en mente la posibilidad de desaliento por parte de los cristianos, los exhorta a la fidelidad y los advierte del peligro de caer en la apostasía, como sucedió con los que salieron de Egipto.
 
El autor comienza atribuyéndoles inspiración del Espíritu Santo a las palabras del salmo que les cita (Sal 95,7-11), cuyo texto hebreo –mejor que el griego– remite al episodio de Meribá y Masá, en el cual la actitud recelosa del pueblo se llamó «riña» (meribá: מְרִיבָה), o «contienda» con Moisés, y esto significó «tentar» (masá: מַסָה), o «poner a prueba» al Señor. Luego de que el Señor sacó a Israel de Egipto, ante las primeras dificultades (cf. Ex 16; 17,1-7), el pueblo manifestó desconfiar de las intenciones de su liberador y comenzó a exigirle pruebas para creer en él.
 
El Espíritu Santo (por medio de los profetas cristianos) actualiza el mensaje del salmo. Ese «hoy» no se refiere a la época de los acontecimientos, ni a la época de la redacción del salmo, sino a la época en que el autor escribe su sermón. En el Antiguo Testamento «escuchar su voz» se refería al Señor que los sacó de Egipto y a la Ley que concretaba la alianza. En el «hoy» del autor, Jesús es el Señor, y lo que hay que escuchar es «la buena noticia» (Heb 4,2). «Endurecer el corazón» es obstinarse en una actitud de «rebelión» que evoca «el día de la tentación» en el desierto. Rebeldía significa aquí resistirse a ser libre, sentir añoranza de la esclavitud, intentar desandar el camino. Esta fue la rebelión de los «padres» (Heb 1,1) que «en el desierto» dudaron del amor del Señor.
 
El autor se toma la libertad de cambiar la puntuación del texto. El v. 9 dice en hebreo: «…cuando sus padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras», en evidente alusión a las «señales prodigiosas» de la salida de Egipto. En cambio, el mismo v. 9 en este escrito dice en griego: «…cuando sus padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque había visto mis obras durante cuarenta años», en alusión a la generación que, por haber desoído la voz de Moisés, vagó cuarenta años en el desierto y no entró en la tierra prometida (cf. Num 14,26-35).
 
Los vv. 10-11 aluden con toda claridad a la misión de reconocimiento de la tierra prometida y a su correspondiente informe (cf. Num 13), a la reacción del pueblo ante la campaña de descrédito por parte de un grupo (cf. Num 14,1-10) y a la intervención del Señor, que reprobó duramente el hecho y anunció que ninguno de los que dudaron entraría en esa tierra (cf. Nm 14,11-25).
 
El propósito del autor es llevar a los oyentes del sermón a comprender que los que se resistieron al éxodo de Moisés a causa de las dificultades que se presentaron en el camino fracasaron a pesar de que ese éxodo logró su cometido, y que, del mismo modo, sería lamentable que los cristianos se resistieran al éxodo del Mesías y fracasaran de un modo más estruendoso por desmoralizarse a causa de las dificultades que se oponen al camino del Señor.
 
A partir de allí, el autor insiste en su exhortación a la fidelidad. El «corazón endurecido» equivale a «corazón dañado por la incredulidad», que arrastra a la apostasía. Al contrario, en tanto resuene ese «hoy», la comunidad debe ser fuente de ánimo recíproco y permanente para cada uno de sus miembros, cuidando cada uno de los demás, para que ninguno sea engañado por el pecado. Pero, sobre todo, los cristianos «somos compañeros del Mesías siempre que mantengamos firme hasta el final la actitud del principio», ya que su compañía es estimulante.
El fracaso de los que salieron de Egipto radicó en su «corazón endurecido» que se tradujo en la «rebeldía» y que provocó la reprobación de Dios a toda una generación («durante cuarenta años») por su falta de fe, y fueron muriéndose en el desierto (cf. Heb 3,15-18, omitido).
 
El camino del éxodo, con Moisés o con Jesús, es exigente. Las «señales prodigiosas» que vemos (el don del Espíritu Santo, la libertad interior, la alegría de la salvación, la ilimitada capacidad de amar…) no nos dispensan de «confiar» y «caminar». La fe implica confianza absoluta en que el Señor tiene las mejores intenciones con respecto de nosotros, por eso nos exige fidelidad en los momentos en que las circunstancias o las personas pretendan hacernos dudar de esas intenciones e inducirnos a pedirle pruebas de su amor, pruebas que ya tuvimos viendo las señales prodigiosas con las que comenzó este éxodo. Hay que proseguir la marcha, recorrer el camino sin rebelarnos por el hecho de que el «desierto» sea hostil y a veces peligroso. La muerte no está en el desierto, sino en la falta de confianza, en la vacilación de la fe.
La eucaristía es nuestro «viático», alimento para el camino a través del desierto. Hay que evitar a toda costa que se nos vuelva rutinaria y que añoremos nuestras viejas esclavitudes, como sucedió con el maná a los que caminaban con Moisés por el desierto (cf. Num 11,4-5). Caminar hasta la meta es responsabilidad de cada uno, así como mantener el buen ánimo; y no solo eso, cada uno puede desbordar entusiasmo para animarnos unos a otros mientras dura ese «hoy».
Feliz jueves.

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