Primera lectura
Lectura del libro del Cantar de los Cantares (2,8-14):
¡LA voz de mi amado!
Vedlo, aquí llega,
saltando por los montes,
brincando por las colinas.
Es mi amado un gamo,
parece un cervatillo.
Vedlo parado tras la cerca,
mirando por la ventana,
atisbando por la celosía.
Habla mi amado y me dice:
«Levántate, amada mía,
hermosa mía y ven.
Mira, el invierno ya ha pasado,
las lluvias cesaron, se han ido.
Brotan las flores en el campo,
llega la estación de la poda,
el arrullo de la tórtola
se oye en nuestra tierra.
En la higuera despuntan las yemas,
las viñas en flor exhalan se perfume.
Levántate, amada mía,
hermosa mía, y vente.
Paloma mía, en las oquedades de la roca,
en el escondrijo escarpado,
déjame ver tu figura,
déjame escuchar tu voz:
es muy dulce tu voz
y fascinante tu figura».
Palabra de Dios
Salmo
Sal 32,2-3.11-12.20-21
R/. Aclamad, justos, al Señor;
cantadle un cántico nuevo.
V/. Dad gracias al Señor con la cítara,
tocad en su honor el arpa de diez cuerdas;
cantadle un cántico nuevo,
acompañando los vítores con bordones. R/.
V/. El plan del Señor subsiste por siempre;
los proyectos de su corazón, de edad en edad.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se escogió como heredad. R/.
V/. Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo;
con él se alegra nuestro corazón,
en su santo nombre confiamos. R/.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,39-45):
EN aquellos días, María se levantó y puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto
21 de diciembre.
El encuentro con Dios suscita temor en el hombre religioso, porque este concibe a Dios como un poderoso terrible, cuya santidad (en el sentido de «trascendencia») lo abruma; porque choca con la condición pecadora del ser humano. Sin embargo, el hombre religioso desea ese encuentro del mismo modo que lo teme. Por esa razón vive su relación con la divinidad en medio de una inquietante ambigüedad. Se mueve entre el amor y el temor.
Al contrario, el hombre de fe experimenta alegría en el encuentro con Dios. Es su oportunidad para comprobar la bondad, la misericordia, la compasión de Dios. Para el hombre de fe, acoger a Dios es experiencia de paz, y por eso lo anhela. En adviento alimentamos la esperanza de este encuentro sin temor alguno, porque esperamos al que conocemos como puro amor, el que hace libre al ser humano y le infunde vida nueva.
1. Primera lectura: promesa (Ct 2,8-14).
El poema describe el encuentro de los enamorados en la primavera, la estación del amor. La vitalidad de él se expresa con la imagen del gamo saltarín, del cervatillo veloz, como un cortejo de enamoramiento, como una danza de alegría. Su interés en la amada se expresa con su mirada escrutadora y furtiva que la busca con afán. Su palabra invita al encuentro después del tétrico invierno, en medio de la diversidad de olores y colores de flores y frutos.
La amada es descrita como una esquiva tórtola que se protege del predador y hace lo propio con su nidada. La huidiza paloma torcaz es invitada a confiar. Es como si se tratara de domesticar el ave arisca, no dispuesta a fiarse. El amado la llama a levantarse y a salir a su encuentro, a que se muestre, dejando ver su hermosa figura y escuchar su dulce voz.
Hay una promesa de gozoso encuentro de amor en forma de apremiante invitación que depende de su aceptación. La elusiva tórtola es invitada a aceptar el amor que se le ofrece, cambiando su actitud temerosa por una de serena familiaridad para que se produzca el encuentro de amor.
Leído en clave de adviento cristiano, el texto, al mismo tiempo que afirma la iniciativa que toma el «amado» (Dios, Jesús), acentúa el amor que hay tras esa iniciativa y la valoración que él hace de la «amada» (el ser humano, la Iglesia). Es un enamoramiento de parte de Dios, que pretende vencer los recelos propios de la condición humana.
2. Primera lectura: promesa (So 3,14-18a).
El profeta describe con lenguaje épico el encuentro entre Dios y su pueblo, presentando a Dios como un rey vencedor, un victorioso soldado, y al pueblo con la imagen femenina de la «hija de Sion», o «hija de Jerusalén». Es un grito cargado de afecto y pasión el que anuncia ese encuentro, invitando a la amada a gritar también. Y el contenido de este segundo grito rebosa de expresiones de alegría. Esta alegría desbordante no se debe a bienes o bendiciones, sino al encuentro amoroso entre los dos. Él le trae el anuncio de la victoria, el resultado de las luchas que ha librado por ella, y ella se siente protegida por él.
El triunfo sobre los enemigos, la expulsión de los tiranos, entraña el reinado personal del Señor. No se habla de un rey humano, sucesor de David. El Señor mismo reina, dándole tranquilidad y paz a la población («hija de Sion», «hija de Jerusalén»). Se promete un día en que el júbilo de la población salvada (la amada) encontrará eco en el del victorioso campeón (el amado) que habita en medio de ellas, y se alegra y goza con ella renovándole su amor.
La acumulación de invitaciones al gozo y a la alegría brotan del perdón otorgado por amor. Este perdón pretende sustituir el temor, para que la presencia de Dios se vea como una compañía que infunde confianza y no como una amenaza. La alegría a la que el profeta invita no se queda en el interior, sino que rebosa y desborda de manera exuberante. La alegría que se atribuye al Señor no es a causa de su victoria, sino a causa del pueblo, al cual le renueva su amor. Por eso promete apartar de su pueblo toda desgracia.
3. Evangelio: cumplimiento (Lc 1,39-45).
La promesa se cumple casi literalmente. María se levanta y se pone en camino para realizar ese encuentro de amor, que se da en progresivos grados de intimidad:
• Superficialmente, es el encuentro entre dos madres, la una anciana y la otra joven, favorecidas ambas por el amor del Señor.
• Más en profundidad, es el encuentro del anunciado (Jesús) con la profecía (Juan), que verifica el cumplimiento de la promesa reiterada por los profetas.
• En mayor profundidad, es el encuentro entre el Israel fiel (María) y el Israel que se ha envejecido (Isabel), atrapado en una institución sin fe.
• Y, en un grado todavía más profundo, es el encuentro de Dios con su pueblo para inaugurar la nueva época, la de reinado del Señor en medio de su pueblo.
María, transmitiendo el mensaje divino que recibió y del cual se apropió («saludo»: cf. vv. 29.41), participa su experiencia de éxodo («saltó la criatura»: cf. Sl 114,4.6; Mal 3,20; Lc 6,23) y comunica el Espíritu Santo tanto a Isabel como a Juan (vv. 41.44; cf. 1,15), quienes ahora personifican el sacerdocio (Isabel es «hija» de Aarón: Lc 1,5) y la profecía (cf. Lc 1,15-17). Mostrando así su fe, que es la raíz de su experiencia de liberación y salvación, Isabel y Juan dan testimonio de la causa por la que en María se cumple la promesa: su visible fe (v. 45).
El pecado no es obstáculo para el encuentro con Dios, en el sentido de que en Dios encuentra perdón el pecador. El Señor viene precisamente a liberar al ser humano del pecado y de la culpa; de la injusticia que es el pecado, y de la frustración que le ocasiona al ser humano. Escuchar el mensaje de la benevolencia de Dios («saludo» del ángel: cf. Lc 1,28-29) y acogerlo para hacerlo propio («saludo de María»: cf. Lc 1,41.44) no solo nos permite ser dichosos, sino que nos concede compartir esa dicha con los demás, dado que, a través de nosotros, el encuentro de Dios con la humanidad se hace posible. Qué noble es ir, como María, transmitiendo la alegría de la salvación y haciendo sentir cercano al Dios que los hombres sienten lejano, mostrando el rostro humano del Dios que consideran extraño.
Comulgar y recibir a Jesús en la eucaristía es el primer paso de lo que puede llegar a ser una honrosa y gratificante misión: ir por el mundo llevando el «saludo» de Dios.
¡Ven, Señor Jesús!
Feliz día.
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