Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (17,5-10):
En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor:
«Auméntanos la fe».
El Señor dijo:
«Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera:
“Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería.
¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”?
¿No le diréis más bien: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”?
¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid:
“Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”».
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
Con el fin de neutralizar el influjo de los fariseos sobre sus discípulos, Jesús exhortó a los suyos a no poner tropiezos a los pequeños y a velar por la unidad recurriendo al perdón ilimitado (cf. Lc 17,1-4). Eso causó cierto desaliento entre los «apóstoles», al ver cómo la misión sobrepasaba sus fuerzas, y decidieron pedirle su ayuda. El mensaje de este domingo se refiere a la fe y a sus repercusiones. Para entenderlo, unas aclaraciones previas:
1. La fe. Según Jesús, la fe es una actitud humana que se ve (cf. Lc 5,20), que no se da en Israel (cf. Lc 7,9) porque entraña la experiencia de su amor y su perdón (cf. Lc 7,50) y, por consiguiente, la ruptura con la Ley, la adhesión personal a él (cf. Lc 8,48; 17,19) y un radical cambio de mente o de visión (cf. Lc 18,42). Los discípulos no tienen esa fe (cf. Lc 8,25; 12,28-30).
2. La morera. Esta planta morácea es una de las tres de la misma familia que se mencionan en este evangelio. Cada una alude a una realidad propia:
a) La higuera (συκή), planta de frutos dulces, que es símbolo del pueblo de Israel (cf. Lc 13,7ss).
b) El sicómoro (συκομορέα), higuera de origen egipcio, símbolo del poder opresor (cf. Lc 19,4).
c) La morera (συκάμινος), higuera cuyo fruto era para los muy pobres y para el ganado (cf. Am 7,14 LXX), símbolo de miseria.
Lc 17,5-10.
La petición de los «apóstoles» en cuanto «misioneros» supone que ellos sienten que les falta fe en cantidad, y que Jesús puede sumarles más. No han comprendido que son ellos quienes le dan fe a Jesús, no él a ellos. Jesús les da motivos y razones para que ellos se fíen de él, pero la decisión de hacerlo o no es de ellos. La respuesta de Jesús pone el acento en la realidad y la calidad de la fe: les falta en absoluto. La comparación con el grano de mostaza no radica en que este tenga fe; obviamente, no. Tampoco en el tamaño, que sería como el de la cabeza un de alfiler. Radica en su vitalidad. Así como la más pequeña de las semillas de la huerta produce el arbusto más grande y acogedor de las hortalizas, el mínimo de fe transforma de modo radical la convivencia social.
Arrancar la «morera» y arrojarla al mar no es una expresión para entenderla literalmente, porque llegaríamos a la ridiculez de pensar que podemos sustituir la fe con grúas que arranquen árboles de raíz. El dicho alude al extermino del poder opresor de los egipcios sobre los israelitas (cf. Ex 14,27-15,1), pero con una notable diferencia: el Antiguo Testamento atribuye esa acción al Señor, en cambio, Jesús la atribuye a la morera misma. «Arráncate» indica el aspecto radical; «plántate», el resultado permanente. La morera simboliza aquí a la sociedad judía, llevada a la miseria por la codicia de sus dirigentes, entre ellos los fariseos, «amigos del dinero». El proyecto de Dios ha sido pervertido y su designio traicionado. Si los misioneros tuvieran el mínimo de fe, ya habrían provocado el colapso de ese sistema de convivencia social que mantiene al pueblo en la miseria.
Para verificar esa fe, Jesús no les hace un examen de teología, sino que los pone a reflexionar en su forma de convivir. En una sociedad en donde hay relaciones dominación y unos son amos y los otros esclavos, como en la de ellos, no hay espacio para la gratuidad ni para la gratitud. Esta relación abarca todos los ámbitos de la convivencia social («labrador o pastor») Todo se basa en órdenes y cumplimiento o incumplimiento. La ética del «deber hacer» es de esclavos. Tanto más si su fuerza radica en el miedo. Esa relación, además de inhumana, es indigna.
Como ellos entienden así su relación con Dios, se condenan a ser meros ejecutores de órdenes. En concreto, la relación basada en la Ley había dejado de ser un pacto libre de recíproca lealtad y se había convertido en una sumisión temerosa que no permitía el desarrollo humano, porque no alentaba a desplegar la iniciativa ni la creatividad (cf. Lc 19,20-21), sino que reducía la persona al más vergonzante infantilismo.
Jesús se vale de una comparación que les resultaba habitual. El criado era, a la vez, trabajador en el campo («labrador o pastor») y servidor doméstico. Su trabajo era incesante, dejaba las labores del campo para asumir las domésticas, sin consideración alguna por parte de su amo. En cambio, Jesús había dicho que él, como señor, actuaría distinto con sus siervos diligentes: él se ceñiría el delantal, los haría recostarse a la mesa y les iría sirviendo uno a uno (cf. Lc 12,37). O sea, que en el reino de Dios las relaciones con diametralmente opuestas (cf. Lc 22,27); así que las palabras de Jesús constituyen una severa crítica de ese comportamiento habitual entre ellos.
En esa sociedad no hay experiencia de gratuidad ni de gratitud, solo una conciencia de amos que mandan y esclavos que se limitan a cumplir lo mandado. Allí se pierde el horizonte de los «hijos del Altísimo» que reciben alegres la generosa recompensa de su Padre (cf. Lc 6,31-38). Entonces, si los discípulos entablan con Dios una relación al estilo farisaico, como la que alegaba el mayor de los dos hijos (cf. Lc 15,29), al final solo podrán sentirse y presentarse como «siervos inútiles», es decir, como instrumentos de los cuales se puede prescindir sin que se note su ausencia.
Los discípulos de Jesús no son sumisos ejecutores de órdenes, sino «amigos» (cf. Lc 12,4) que lo escuchan y asumen con él la tarea de administrar los bienes necesarios para la vida con lealtad y competencia para que cada uno reciba oportunamente lo que necesita. Y esto lo hacen por amor a la humanidad, no por miedo delante de Dios.
Lo propio de los hombres religiosos –como era el caso de aquellos fariseos– es el temor a Dios, distinto del «temor de Dios», que consiste en el respeto a él y a la alianza pactada con él. Movidos por ese temor se comportaban como esclavos, no como hijos. Ese comportamiento es indigno porque impide el desarrollo humano y pervierte la relación con Dios, que es Padre, y no patrón. Los discípulos de Jesús no se consideran esclavos ni tampoco asalariados, sino hijos que sienten una profunda satisfacción por el Padre que tienen y un vivo deseo de parecerse más a él
Cuando los cristianos comemos la Cena del Señor pensando que nos merecemos ese pan porque hemos cumplido los diez mandamientos, nos estamos equivocando. Primero, porque la tarea del cristiano no es cumplir mandamientos sino instaurar el reino de Dios; segundo, porque la misión no se realiza por obligación, sino porque compartimos con el Señor el mismo Espíritu Santo; y, por último, porque no nos sentimos cobrando una paga, sino recibiendo un don, el del Padre, por habernos portado como hijos suyos imitando la entrega de Jesús. Y en eso sí consiste la fe.
¡Feliz día del Señor!
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