Me entristece que nos estamos viendo más en los velorios que en las parrandas. Murió Diana Gulfo, mi querida vecina de mi llegada a Majagual, frente a la tienda del cachaco, donde aún sigue colgada su risa intacta. Fue hace 31 años.
Nunca cambió su manera de reírse, con sus caninos delanteros expuestos a su manera de ser y de mirar el mundo. Era maciza. Siempre rellenita, dispuesta a servir.
Nunca abandonó su esquina. La conocí en El universal. Y después como dirigente deportivo. Manejaba una moto y se veía muy bien montada, con casco y chaleco. Y a veces botas, llena de vida. Feliz. Siempre preguntaba por el cepillito, que solo los dos entendíamos.
Hace un poco más de un año, me senté en una tarde de cerveza en Plaza Latina, con su hermana Beatriz Diago Solano, y la llamamos. Llovía, era una lluvia ácida y menuda, como salida de la garganta de un dragón. Y de repente un motorizado nos saludaba. No se le veía sino su nariz, porque tenía un abrigo, casco, chaleco y guantes. Recostó la moto en el andén, se bajó, risueña, se quitó el casco y allí estaba el sello inconfundible de Diana Gulfo.
Después de dos cervezas me fue a llevar y nos despedimos para siempre, sin saberlo.
Ahora abro los ojos y la veo, pero la veo mejor con los ojos cerrados, porque el brillo de su risa ya es una eternidad.
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