Lectura del santo evangelio según san Mateo (10,16-23):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «Mirad que os mando como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero no os fiéis de la gente, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. Los hermanos entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra. Porque os aseguro que no terminaréis con las ciudades de Israel antes de que vuelva el Hijo del hombre.»
Palabra del Señor
Viernes de la XIV semana del Tiempo Ordinario. Año I.
José reveló a sus hermanos que consideraba providencial su ida a Egipto, ya que, por contribuir a la supervivencia de la familia, y, por tanto, al cumplimiento de la promesa, debe interpretarse como intervención de Dios, que lo hizo llegar a ser visir del Faraón. Los insta a regresar y buscar a su padre para que venga tranquilamente a establecerse en Egipto. El Faraón, enterado, muestra su complacencia y se desborda en atenciones invitando a la familia de José a residir en Egipto. La noticia sorprende sobremanera a Jacob, pero le da aliento para el viaje (45,6-28, omitido).
Hoy se lee la narración del encuentro de Jacob con José. El acontecimiento es informado por las tres principales fuentes de tradiciones narrativas del Pentateuco, cada una a su manera y con sus acentos característicos. El relato está cargado de drama y emoción. En el trasfondo, hay clara conciencia de que se trata de un hecho decisivo, la bajada del pueblo a Egipto, con todo lo que de ella se sigue. Los narradores se aseguran de que la posteridad esté cierta de que esto obedeció a una indicación divina, y que forma parte de su historia por inescrutable designio de Dios, quien se compromete a descender con Jacob a Egipto y traerlo de regreso a la tierra prometida.
Gen 46,1-7.28-30.
En tanto que la bajada a Egipto le había sido prohibida a Isaac en una visión en el mismo lugar (cf. Gen 26,2), la de Jacob es indicada por Dios. De Hebrón bajaron a Berseba, y de allí a Egipto. En Berseba, Israel (Jacob) ofreció sacrificios «al Dios de su padre Isaac», quien en una visión nocturna (revelación interior) se le manifestó para disipar sus temores. Aparece así la bajada de Jacob a Egipto como una decisión de Dios, quien se propuso hacerlo bajar y luego hacerlo subir. Jacob no irá a establecerse en Egipto; allí será advenedizo por un tiempo no determinado. La migración es completa, de toda la familia, con todas sus posesiones. De manera asombrosa, la promesa de multiplicar su descendencia no se verá impedida por esa estancia en Egipto. Esta es la razón que justifica el abandono de la tierra prometida, el hecho de que en Egipto comenzará a cumplirse la promesa hecha a Abraham y ratificada a Isaac de hacer de su familia «un pueblo numeroso». Dios bajará con él y lo hará subir cuando llegue el momento. Esto se entiende tanto de la sepultura de sus restos en Canaán (cf. Gen 50,10-13) y del regreso de sus descendientes a la tierra de Canaán. Aunque posar las manos es un gesto de bendición, la expresión «tu hijo José posará su mano sobre tus ojos» es una manera de manifestar que Jacob-Israel morirá en paz y consolado por su hijo, y alude al acto piadoso de cerrarle los ojos al difunto inmediatamente después de que fallece, y a la posterior sepultura del cadáver.
Aquí se inserta una genealogía (vv. 8-27, omitido) que, salvo pequeñas variantes, parece resumir la lista más antigua que se encuentra en Num 26. Esta lista numerada evoca los conteos de los cautivos que hicieron los escribas asirios y babilonios durante los respectivos exilios, de los que la estancia en Egipto se convierte en referencia obligada. El total de «setenta» evoca los 70 años del cautiverio. Esa cifra había llegado a ser tradicional (cf. Exo 1,5; Dt 10,22). En todo caso, se asocia a la realidad de Israel en condición de emigrante (cf. Gen 46,26).
El texto del versículo 28, es de traducción conjetural, pero parece reanudar la narración iniciada en los versículos 5-7. Jacob aparece como quien dirige el viaje («despachó por delante a Judá…»). Su destino es Gosén, la región norteña, cercana a la frontera, desde donde será fácil salir cuando llegue el momento de hacerlo. Judá fue encargado de preparar el camino, pero José salió a recibir a su padre, hecho que delata cierto afán por apresurar el momento («José mando enganchar la carroza y subió hacia Gosén a recibir a su padre Israel»).
El encuentro de padre e hijo se narra concisamente, pero de manera muy intensa: un largo abrazo con llanto silencioso que concluye con una expresión de alivio y paz por parte del padre, quien declara que ya puede morir, después de haber visto a su hijo y de constatar que vive. Sus palabras contrastan con lo expresado antes, cuando se rehusaba a permitir que Benjamín bajase con sus hermanos a Egipto: «¡No bajará mi hijo con ustedes! Su hermano ha muerto y solo me queda él. Si le sucede alguna desgracia en el viaje que van a emprender, de la pena darán con mis canas en la tumba» (Gen 42,38). Jacob considera que ha alcanzado más de lo que esperaba por haber visto personalmente a José, y acepta morir porque José está vivo. Ha recuperado el aliento colmando su esperanza, ha visto a su hijo antes de morir (cf. Gen 45,28).
Aunque en el relato aparece que la iniciativa y las circunstancias concretas del encuentro fueron determinadas por José, los rasgos que este presenta en la narración son los de un hombre justo, un hombre de Dios, que ha actuado según sus palabras («yo respeto a Dios»). Dios es el agente invisible que guía los acontecimientos sin forzar las libertades. El proceso al que José somete a sus hermanos es un llamado al reconocimiento de culpa, al arrepentimiento y a la enmienda con el propósito que al final aparece plena y satisfactoriamente logrado: la reconciliación de la familia.
Así termina una larga historia de intriga y de dolor callado. Una familia dividida por la envidia y separada por el odio, tras la dura experiencia del «hambre» (el vacío y la insatisfacción) encuentra de nuevo la paz a raíz de la grandeza y la nobleza de un gesto de perdón generosamente ofrecido, sin reproche ni reclamo. José se crece sorteando peligros y manteniendo la fe y el respeto a Dios.
José se presentará a los ojos de las generaciones posteriores como ejemplo del justo rechazado y maltratado, pero enteramente puesto al servicio del designio de Dios en favor de su pueblo, en particular de los hermanos que lo habían repudiado y ultrajado.
El cristiano puede ver en José un anuncio profético de Jesús y un auténtico estímulo para vivir el amor y procurar la reconciliación y la paz. Sin recurrir a la injusticia, y también sin devolver el daño recibido (venganza), es posible eliminar de raíz el mal que trastorna la sana convivencia.
La eucaristía, como banquete de la unidad, donde nos damos el abrazo de la paz, es –a la vez– estímulo y exigencia de reconciliación fraternal.
Feliz viernes.
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