Viernes de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario. Año II.
La «bendición» (acción de gracias) a Dios por su «bendición» (comunicación de vida) reconoce la eternidad del designio divino a favor de la humanidad, su realización mediante el Mesías Jesús, muerto y resucitado, y su revelación y ratificación con el sello del Espíritu Santo para involucrar a la humanidad en la realización de ese designio.
La construcción de la unidad del universo por medio del Mesías tiene dos polos: lo celeste y lo terrestre. El primer polo se realiza en la persona del Mesías: en él, el Hijo querido, se unen lo celeste y lo terrestre, por la plenitud del Espíritu que habita en él. Ahora sigue el segundo polo: la unidad de lo terrestre, es decir, entre los seres humanos.
Ef 1,11-14.
En el apartado siguiente se advierte el contraste entre «nosotros» (vv. 11-12) y «ustedes» (vv. 13-14). El primer pronombre se refiere a los judíos (más en concreto, a los judeocristianos), que esperaban al Mesías; el segundo, a los cristianos de origen pagano. La misión entre los paganos ha ensanchado el horizonte de los destinatarios de la promesa, de modo que por la predicación de la buena noticia se está cumpliendo el designio divino.
1. Nosotros.
El v. 11 dice literalmente: «en él también nosotros fuimos designados por sorteo…», susceptible de ser entendido –a la luz del Antiguo Testamento– de dos maneras: a) «en él también nosotros hemos recibido nuestra parte», b) «en él también nosotros hemos sido escogidos como su lote». En ambos casos se refiere a Israel como «heredad» del Señor.
El designio de Dios comenzó a realizarse con la elección y vocación de Israel, que fue hecho «heredad» de Dios y que, por el libre designio de Dios, estaba destinado a ser heredero suyo. Los cristianos de origen judío, que reconocieron en Jesús al Mesías enviado por Dios, porque han recibido el cumplimiento de la promesa, ahora constituyen «un himno a su gloria». En ellos se realiza el designio eterno, porque ya están en posesión inicial de la promesa de vida eterna, gracias al don del Espíritu («…nos ha bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu»: v. 3). Abraham fue el depositario de la promesa destinada a la humanidad (cf. Gen 12,1-3) y sus «hijos» mantuvieron la esperanza hasta el cumplimiento de dicha promesa.
2. Ustedes.
También los hombres de otros pueblos tienen acceso a esa bendición en igualdad de condiciones. El «mensaje de la verdad», que equivale a «la buena noticia» de la salvación, al ser escuchado con fe, permite ese acceso a la bendición que contenido de la promesa. Dado que la «bendición», que proviene de Dios comunica vida y la capacidad de transmitirla (cf. Gen 1,22), ese es el contenido de la promesa, la vida en plenitud, puesto que la promesa de Dios se destinó a personas que ya disfrutaban de la vida física. La fe que permite el cumplimiento de la promesa se refiere a la que se da al mensaje de la buena noticia de la salvación (vida) que es adhesión a Jesús.
Esta fe tiene para ellos, como consecuencia, el «sello» del Espíritu Santo, que implica autoridad (cf. 1Rey 21,8) o prenda (cf. Gen 38,18), o autenticidad (cf. Jer 32,10-14); es decir, que, por ser auténtica propiedad de Dios (hijos), son rescatados por él, quien les garantiza que heredarán sus bienes y su autoridad. La imagen del «sello» aplicada al Espíritu Santo (cf. 2Co 1,22) asocia de modo simultáneo la fe-fidelidad al Mesías y el cumplimiento de las promesas por parte de Dios. De hecho, el Espíritu en el «corazón» del creyente fiel es como un adelanto del cumplimiento total de la promesa hecha. También esto constituye un himno a su gloria.
El Espíritu Santo es el contenido de la promesa. Los patriarcas la entendieron en términos de salud, longevidad y descendencia; las generaciones sucesivas la entendieron como garantía de supervivencia para la raza y el pueblo de Abraham. Es «sello» de nuestra condición de «hijos» de Dios, y prenda de nuestra herencia futura, la vida eterna. Ese Espíritu, gracias a la vida entregada y a la muerte de Jesús en la cruz, está a disposición de toda la humanidad. Por él puede realizarse el designio de Dios en nosotros, y nosotros somos capacitados por él para prolongar el designio del Padre entre las naciones y en la historia.
La reconciliación de lo terrestre (τά ἐπί τῆς γῆς: todo lo que está sobre la tierra) se entiende, ante todo, en relación con la humanidad, y se extiende a toda la realidad y a todas las realidades con las que el ser humano se relaciona. Esa reconciliación solo es posible por la fe en el Mesías y la consiguiente efusión del Espíritu Santo de parte de Dios, para que, animados por dicho Espíritu, los hombres nos reconozcamos como hermanos y nos reconciliemos en él, convirtiéndonos así en un himno de alabanza a Dios. Solo el Espíritu del Padre y del Hijo supera las diferencias entre judíos y gentiles, es decir, las barreras excluyentes entre los hombres, de cualquier clase que ellas sean: económicas, políticas, sociales, étnico-culturales, religiosas, etc.
La asamblea eucarística debe ser manifestación de esa «catolicidad» que es fruto del Espíritu, porque en ella se hace memoria del Señor crucificado y resucitado. Y la comunión con él realiza «la unidad de lo celeste con lo terrestre».
Feliz viernes.
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